"Yo era un católico como tantos, sin más. Nos habían educado en ir a misa, ¿sabes?, y eso ya es algo hermoso, pero la conversión es algo muy distinto". Lo relata, celebrando su victoria más bella, un hombre bueno, de carácter retraído, que de joven había sido uno de los deportistas más importantes de su época.
Gianbattista Baronchelli, 64 años, en su negocio de bicicletas. Su palmarés es potente: tres podios y cinco etapas en el Giro, un Giro de Lombardía, una etapa en la Vuelta, un subcampeonato mundial... Pero siempre le quedó el resquemor de no haber llegado a todo lo que habría podido. Foto: News Biella.
Para los amigos era Tista. Para los hinchas, Gibì [GB, en italiano]. Para todos, Gianbattista Baronchelli, uno de esos nombres largos que imponen la utilización de diminutivos; pero que Adriano De Zan, histórica voz del ciclismo en las crónicas televisivas de la RAI, amaba deletrear por entero, como si la duración en la pronunciación pudiera compensar, de alguna manera, el esfuerzo y la determinación del corredor. Entrevistado por La Nuova Bussola Quotidiana en otoño de 2014, Baronchelli relataba su redescubrimiento de la fe a través de la sencillez de la vida ordinaria, y los hechos que ocurrieron en su historia como hombre una vez dejado el ciclismo.
Por primera vez, con la misma discreción que lo ha mantenido siempre lejos del candelero, pero con una mirada nueva y más serena, a posteriori, sobre su carrera, Baronchelli "se cuenta" en un libro, pensado y escrito no por un técnico o un periodista, sino por un hincha, Gian Carlo Iannella, detalle que hace de Gibì Baronchelli. Dodici secondi [Doce segundos] (Lyasis Edizioni) una publicación prácticamente única en su género.
Después de 4001 km de carretera y 113 horas de competición, Merckx ganó a Baronchelli el Giro de Italia de 1974 por solo Doce segundos, que dan subtítulo al libro de Gian-Carlo Iannella.
El autor evoca el nacimiento de su pasión por el ciclismo cuando, de niño, empezó a seguir por televisión las hazañas de Baronchelli. Año tras año, casi competición tras competición, Iannella recorre toda la carrera de Gibì. El retrato, obviamente, no es objetivo (Baronchelli siempre es el héroe y, en un deporte altamente competitivo como es el ciclismo, no todos sus contrincantes quedan bien parados), pero no por ello poco fiable. De hecho, no existe un relato que no esté obligado a elegir un punto de vista y Iannella, con la gratuidad del hincha, elige a su protagonista, cuya narración es totalmente coherente y en la que aparecen maestros, aliados, enemigos, elecciones cruciales, golpes de escena.
El libro, por tanto, se lee como una novela llena de anécdotas, recuerdos, citas de los periódicos de la época, entrevistas a los protagonistas -entre las que destacan las realizadas a Eddy Merckx y al francés Bernard Hinault, diez Tours entre los dos-, y los intentos de aclarar algunos misterios de la historia del ciclismo, como el famoso Mundial de Praga de 1981 (ese en el que los azzurri -el equipo italiano- perdieron porque se hicieron la guerra entre ellos), una especie de Rashomon con pedales, en el que, como en la película obra maestra de Akira Kurosawa, cada uno cuenta una versión distinta del mismo hecho...
Rashomon (1951), de Akira Kurosawa, ambientada en el siglo XII, cuenta el crimen de un samurai desde cuatro perspectivas distintas de sendos personajes de la película.
Baronchelli, tal como sucedió con ciclistas como Franco Bitossi o Claudio Chiappucci, ha entrado en el corazón de los hinchas más por las derrotas que por las victorias. Son las primeras, de hecho, las que generan simpatía humana, las que sellan el pacto entre los que corren y sus hinchas. No es fácil la vida del hincha cuando las decepciones se acumulan; pero el vínculo con el héroe se estrecha en cada crisis, en cada caída, en cada kilómetro consumido en la retaguardia y en cada segundo puesto logrado en la historia. El título del libro se debe, precisamente, a uno de estos famosos [segundos] puestos: la fama de un enorme talento rodeaba a Baronchelli cuando pasó a profesional y se confirmó cuando, como novato, estuvo a punto de ganar el Giro de 1974 batiéndose en duelo con el belga Eddy Merckx –el mejor de su época y, tal vez, de todas las épocas–, perdiéndolo por sólo doce segundos. Doce segundos son un soplo, un parpadeo, si se comparan con las más de 113 horas de competición que se necesitaron para recorrer, en tres semanas, los 4.000 km. del Giro de ese año.
El ataque de Baronchelli a Merckx, en la subida a las Tres Cimas de Lavaredo, a cuatro etapas del final del Giro 74. No consiguió recortarle la ventaja. La etapa la ganó el gran escalador asturiano José Manuel Fuentes, que aquel año fue Rey de la Montaña en la corsa italiana y ganó cinco etapas.
Es como si un equipo que acaba de acceder a Primera División consiguiese jugarse un campeonato de fútbol la última jornada contra el campeón el año anterior, perdiendo por un punto en la clasificación. Llegar segundo detrás de Merckx ya era una victoria. Llegar tan cerca era una victoria moral y una especie de anticipo sobre un futuro, casi seguro, de número uno. Las expectativas sobre el jovencísimo Baronchelli, que apenas tenía veintiún años, eran, comprensiblemente, muy altas y quizás no favorecieron psicológicamente al atleta, que tal vez habría necesitado más tiempo para crecer de manera progresiva.
En los años sucesivos, Baronchelli ganó muchas veces, conquistando carreras importantes y subió dos veces al podio del Giro. Sin embargo, nunca consiguió adjudicarse la "carrera rosa" a la que parecía estar predestinado, ni las otras grandes carreras por etapas o el título mundial que, por sí solos, valen una carrera entera. Esos doce segundos, el espacio breve pero interminable entre el anonimato y la apoteosis, siguieron siendo proverbiales. Baronchelli, justamente, los había enterrado junto a muchos otros recuerdos, hasta que Alguien mucho más importante que un comisario técnico lo llamó para una convocatoria muy especial.
Doce segundos no cuenta la conversión de Baronchelli, pero el "hombre nuevo" surge entre las líneas del libro, sobre todo en las últimas veinte páginas, en las que Iannella le pasa el testigo al propio Gibì, que "se cuenta" en primera persona, con la serenidad de los años, como dice él. "Nuestro padres", escribe, "nos educaron a los valores propios de una cultura claramente cristiana. Mi madre, fallecida el 4 de abril de 2011, nos dejó un documento en el que nos pedía que permaneciéramos siempre unidos y que nos amáramos. Puedo afirmar, con orgullo, que lo que nos dejó escrito vale mucho más que todas las victorias que he obtenido con el ciclismo". Victorias que, sin embargo, recuerda; como también recuerda las numerosas derrotas, puesto que Gibì no censura nada, ni siquiera las decepciones sufridas. "Ahora me río", dice comentando algunos agravios que sufrió injustamente, pero confía en obtener un día lo que se le ha quitado cuando exclama: "¡Menos mal que existe el Más Allá!".
"Creé una familia", dice y cuenta su matrimonio cuando tenía 33 años, "la cosa más importante de la vida terrenal de un hombre y de una mujer. Antes que el trabajo, pero siempre detrás de Aquel que nos ha creado, y de Sus leyes". Palabras santas, tenemos que decirlo. A la luz de la fe reencontrada, también algunos detalles de su carrera en las competiciones pueden ser leídos como parte de un plan perfecto, como el recorrido de una competición creado aposta para él. El famoso Giro perdido por doce segundos, por ejemplo, partió de la Ciudad del Vaticano con la bendición de Pablo VI. Una de las victorias más bellas de los últimos años, una etapa de la Vuelta de 1985, terminaba delante de la catedral de Santiago de Compostela.
"Otro hecho que me impulsó a continuar", relata de sus últimos dos años como profesional, "fue la iniciativa de Ivano Fanini. Cuando presentaba a su equipo, llevaba a sus atletas al Vaticano. Fui yo, capitán del equipo, quien entregué la copa a Juan Pablo II. Confieso que cuando me encontré cara a cara con el Santo Padre sentí una emoción indescriptible: ¡un recuerdo hermosísimo!". Mejor que derrotar a Eddy Merckx.
Con el libro en la mano, durante una presentación en Milán en marzo de este año, Baronchelli decía estar conmovido por haber tenido la libertad de contarse a él mismo tan abiertamente en estas páginas: "Considero que he cambiado mucho en los últimos tres, cuatro años. Creo que este libro me ha ayudado a salir de un túnel, porque veía mi carrera como un periodo negativo y, en cambio, no lo es, la gente no puede olvidar las cosas bellas que hecho. Tampoco yo debo olvidarlo". Doce segundos son un tiempo razonable de espera para quien sabe lo que vale el premio final después de la última meta. Doce segundos son, también, los que separan a la tierra del cielo.
Traducción de Helena Faccia Serrano.