Teresa Cordero ha pasado de la vida de misión a la de contemplación. De ser familia misionera en Japón con sus padres y sus otros nueve hermanos a dejar todo para seguir radicalmente a Cristo como carmelita descalza en Huesca.

Esta joven del Camino Neocatecumenal es originaria de la parroquia de San Roque de Madrid, aunque en realidad partió a Japón con poco más de dos años. Su familia fue enviada como familia en misión por Juan Pablo II en 1989 al país asiático, primero en Hiroshima y luego cerca de Yokohama. 


En una entrevista publicada en ReL, Maite, su madre, explicaba esta vocación y cómo tras tener diez hijos a través de siete cesáreas ha seguido como misionera en Japón pese a quedar viuda después de que su marido falleciera por un cáncer en 2004.


Teresa, con su madre y sus hermanos, junto al féretro de su padre cuando falleció en 2004

Teresa realizó el pasado 1 de mayo los votos perpetuos en España, acompañada de más de 250 personas, 50 de ellas llegadas desde Japón. En una experiencia que dio a través de las rejas un día antes de esta profesión esta joven explicó cómo se produjo la llamada de Dios.


La sexta de diez hermanos aseguraba estar profundamente enamorada de Jesucristo y que fue fuera del convento como sintió “la llamada del Señor progresivamente, poniéndome personas que me fueron abriendo el corazón”.

Esta joven madrileña recordaba en primer lugar que “fue el testimonio de una monja de vida activa que me daba catequesis de primera comunión”, pues para ella “fue muy importante ver la alegría con la que vivía ella siendo monja”. Esta religiosa le dio a conocer esta entrega a Dios.

Pasó el tiempo y llegó la Jornada Mundial de la Juventud de Toronto, donde Teresa aseguraba que “recibí ese fuego interior para servir al Señor, me quemaba, me ardía y veía cómo el Señor me tiraba hacía Él”.


Sin embargo, ella apagó esa llamada llegándose a convencer de que una monja era una “fracasada” que no había encontrado pareja y que por ello acababa en el convento. “Yo quería ser como las demás chicas, quería tener novio, y no quería sentirme fracasada”, relataba a los que acudieron a visitarla al convento.




Entonces, explicaba Teresa, Dios tuvo que ir dándole palabras y acontecimientos porque era muy “testaruda y cabezona”.

 Quizás el más importante fue la enfermedad y muerte de su padre. “Me ayudó mucho ver cómo aceptaba su enfermedad por amor al Señor, a la Iglesia y al pueblo de Japón, y cómo quiso morir allí”.

Al principio rechazaba esta enfermedad y le aterraba pensar qué sería de la familia sin su padre, pero fue así como Dios tumbó los muros que ella había levantado. “Esto fue salir a las periferias, yo lo experimenté saliendo de mi misma, haciéndome salir de mi cuarto, romper ese muro que había con mi madre, porque yo vivía en mi mundo”, contaba.


Fue entonces en la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid de 2011 cuando pidió al Señor que la ayudara para saber qué quería de ella: “A través de unas monjas que visitamos vi como detrás de las rejas estaban contentísimas sirviendo sólo al Señor y viviendo para Él”.

Se volvía a despertar en ella ese fuego interior, que no era otra cosa que la llamada ardiente de Dios. Aquella visita al convento “me tocó el corazón y pensé que era mi sitio”. De nuevo, tuvo que vencer todas las dudas que surgían de nuevo en ella y finalmente hizo la experiencia en un convento carmelita.

Allí se dio cuenta de que había estado viviendo con un amor muy egoísta hacia Dios, tirando de Él para unas cosas pero olvidándole para otras muchas.


En el convento finalmente encontró este lugar y por fin se pudo enamorar.  “Aquí he conocido a un hombre, que ha nacido, que tiene un corazón que comprende al hombre. Tiene su mirada, sus ojos, y no mira el pecado del hombre sino la posibilidad de ser santo”.

Teresa afirmaba a los presentes que Jesús “es el único que ha derramado su sangre por mí, ni ningún chico ni chica, sólo Él ha muerto por mí, y no se ha escandalizado de mis debilidades”.


Por ello, la consagración de los votos perpetuos es para ella una “entrega” para al igual que Cristo se dio del todo, ella ha dicho sí a entregarse entera para Él. Y es en este silencio en el Sagrario, pero también en el de la huerta o la cocina donde alimenta este amor.

“Mi experiencia es que el Señor está vivo, que me invita a dejarme a hacer, que Él ya lo ha hecho todo y lo lleva adelante. Su gracia vale más que la vida. Sé de quién me he fiado y no me arrepiento y si naciera otra vez volvería a ser carmelita descalza”, concluyó esta joven monja.