En 2007, la editorial Áltera publicó en español Perdón, soy hombre, una crítica de Éric Zemmour a la imposición totalitaria de la ideología feminista.
En una reciente colaboración en Le Figaro, Zemmour apunta a Mayo del 68 como momento histórico donde echan sus raíces muchos de los males que están destruyendo la sociedad contemporánea, pero también como una gran estafa intelectual:
Ahora lo sabemos. Sabemos que Mayo del 68 fue sólo una artimaña de la historia. Sabemos que el marxismo enfático de los jóvenes revolucionarios era sólo una manera distorsionada de hacerle el juego al mercado. Lo leímos en Régis Debray [filósofo marxista] a partir de 1978, y en Luc Ferry [intelectual y ministro con Jean-Pierre Raffarin] desde mediados de los 80. Antes de ellos, estaban el estadounidense Christopher Lasch [19321994, neomarxista que devino conservador ecléctico] y todos los otros a partir de él. Sabemos que la "crisis de la civilización" diagnosticada entonces por Georges Pompidou era, sobre todo, una mutación del capitalismo, que pasaba de un sistema fundado sobre la producción, la industria y el ahorro, a una economía basada en el consumo, los servicios y la deuda.
Sabemos que incluso la "huelga general", sueño secular de todos los sindicalistas, se difuminó con los aumentos de salario -pronto devorados por la devaluación del franco y la inflación- y la vuelta de la gasolina a las estaciones de servicio para la salida del fin de semana de Pentecostés.
Sabemos que el talento del eslogan, surgido en la Sorbona, se convirtió en agencias de publicidad.
Sabemos que la libido de los estudiantes de Nanterre, que querían entrar en la residencia de las chicas, se transformó en impulso de compra.
Sabemos que su universalismo utópico le preparó la cama al mercado mundial del capital y los productos.
Sabemos que su antirracismo generalizado forjó en el oeste de Europa sociedades multiculturales en las que cada persona sigue sus propias costumbres, sus raíces, su ley religiosa.
Zemmour participa habitualmente en debates públicos, ya sea en medios o en actos organizados, como el que anuncia el cartel para el pasado 25 de enero con Michel Onfray (otro crítico políticamente incorrecto de la sociedad contemporánea) en torno a una cuestión candente: "¿Es el fin de nuestra civilización?"
Sabemos que la austeridad viril de los militantes maoístas fue subvertida y derrotada por el feminismo hedonista del MLF [Mouvement de Libération des Femmes] y de los movimientos "gays".
Sabemos que Mayo del 68 empezó antes de mayo de 1968. En el Vaticano II, con la caída de la práctica del catolicismo. O ese mismo año 1965, con el final del baby-boom demográfico. O en 1967, con la legalización de la píldora. O con los disturbios raciales de Los Ángeles o las manifestaciones contra la guerra de Vietnam, o con la aparición de lo "políticamente correcto", o la defensa vehemente de las minorías.
Sabemos que Mayo del 68 no fue un hecho meramente francés, sino occidental (Italia, Alemania, Estados Unidos), incluso europeo (Praga) y mundial (México). No obstante, sabemos también que Mayo del 68 fue la vía francesa para cerrar el ciclo de la historia revolucionaria del país haciendo una última revolución de risa.
Tres de los líderes del 68, en la manifestación del 13 de mayo: Alain Geismar (izquierda de la foto), Jacques Sauvageot (centro) y Daniel Cohn-Bendit (derecha).
Una última revolución sin muertos, o casi. Una revolución hecha en nombre del pueblo por los hijos de la burguesía. Como en 1789 y 1848. Y, como es habitual -Marx ya lo dijo a propósito de 1848-, la historia se repite: la primera vez, en forma de tragedia y, la segunda, en forma de farsa.
El Mayo del 68 fue un artículo de broma.
El general De Gaulle interpretó, al mismo tiempo, el papel de Richelieu y el de Luis XIV; los rebeldes de la Sorbona interpretaron el de los enragés [indignados] de 1793. El objetivo era perfecto. De Gaulle fue el último padre antes de los papás con cochecito, el último jefe antes de los dirigentes, la última encarnación de la nación antes de la disolución de la nación, el último hombre antes de los adolescentes afeminados.
El objetivo era perfecto y poco importaba que él mismo hubiera preparado el terreno, con numerosas medidas "emancipadoras", a los que le iban a derrocar. Su muerte, en 1970, fue simultánea a la ley que puso punto y final a la autoridad paternal en la familia.
El 24 de mayo de 1968, el presidente Charles de Gaulle se dirigió a los franceses para reconocer que estaba teniendo lugar una gran "mutación social". Fuente: Institut National de l'Audiovisuel.
Balzac había dicho que la muerte del rey en la guillotina había sido la muerte de todos los padres. La historia se repetía con la muerte de De Gaulle. Los padres ya no eran nada más que papás, y los papás ya eran sólo segundas madres. La familia patriarcal pasaba a estar bajo el dominio del reino del matriarcado, del que los hombres escapaban, bien físicamente (aumento exponencial del número de divorcios o de familias monoparentales) o mentalmente. El igualitarismo revolucionario se difundía en todo, en los hombres y las mujeres, pero también entre los padres y los hijos, incluso entre las distintas sexualidades. Estaba prohibido prohibir. Todos iguales, todos sujetos, todos dotados de derechos.
Ya no éramos una familia, con un padre, una madre e hijos, sino que "hacíamos familia" con individuos iguales en derechos, con sexualidades distintas. La familia ya no era el lugar de la transmisión, de la herencia cultural y material, sino el lugar de la realización de los individuos. Es aquí donde las necesidades del mercado (transformarse en un consumidor) se unen a los antiguos fantasmas revolucionarios (destruir la familia burguesa). Es el lugar donde los progresistas se alían con los libertarios, donde los movimientos feministas se alían con los movimientos homosexuales, transformados en el ínterin en "gays", y donde las minorías sexuales se alían con las minorías étnicas. Con un enemigo común: el hombre blanco heterosexual occidental.
Uno de los eslóganes del Mayo del 68 era: Todo es política. No hablaban por hablar. Todo: familia, escuela, Iglesia, partido, sindicato, sexo, nación, todas las estructuras jerárquicas y verticales serán subvertidas y derribadas. Echadas abajo. Todas las identidades serán cuestionadas. En nombre de la libertad, sólo tendríamos derechos. En nombre de la igualdad, la sociedad sólo tendría deberes. En nombre del mercado, éramos un individuo rey a quien le estaba prohibido prohibir. Pero, en nombre de la antigua vulgata marxista, todos somos "parias de la tierra" obligados a aplastar a nuestro antiguo dueño: el padre, el profesor, el jefe, el sacerdote, el ministro y, en un sentido más amplio, el hombre, el blanco, el francés. Se ordena a la mayoría inclinarse y someterse a las minorías.
Uno de los lemas del 68, pintado a la puerta de una iglesia: "¿Cómo pensar libremente a la sombra de una capilla?" Foto: RTS.
El redescubrimiento de Tocqueville en los años 80, considerado como un horrible aristócrata liberal por los revolucionarios marxistas de los años 60, permitió volver a la antigua maldición de las democracias: puesto que Tocqueville había visto con claridad que el peligro era la dictadura de las mayorías sobre las minorías, era necesario impedir por todos los medios posibles esta tiranía mayoritaria. En nombre de los derechos del hombre, se les da a los jueces los medios para impedir toda mínima coerción, toda mínima "discriminación" de la más mínima minoría. La democracia ya no es el poder del pueblo por el pueblo y para el pueblo, sino que es el poder del juez, en el nombre del derecho, para las minorías. El resultado no se hace esperar: en nombre de la nueva religión de los derechos del hombre, el principio sagrado de la "no discriminación" afirma la tiranía del juez y de las minorías. Y a esto se le llama con énfasis "estado de derecho".
Los antiguos revolucionarios que habían conservado la idea de Marx según la cual el derecho en general, y los derechos del hombre en particular, no eran más que el arma de la burguesía para afirmar su poder y contener los asaltos del proletariado, cambiaron de bando con maestria y se convirtieron en los defensores más acérrimos de los derechos del hombre. Era su nueva religión secular tras el comunismo. Después de la defensa del proletariado, la defensa de las minorías. Después de la lucha contra el capitalismo, la lucha contra el neocolonialismo. Después del comunismo, el antirracismo. Religión de la que se convirtieron en los nuevos sacerdotes. La religión había cambiado, pero las hogueras de la Inquisición habían sido encendidas por los mismos. Sencillamente, los fascistas de antes se habían transformado en los racistas de hoy.
El pensamiento conservador afirma desde hace tiempo que una nación es una familia de familias. Es inevitable que la disgregación de una implique la disgregación de la otra. El constructivismo nacido en las mentes de los teóricos franceses -Deleuze, Guattari, Foucault- regresaba con la aureola de su paso por las universidades americanas en los años 60. No había nada natural, todo era social. No había nada biológico, todo era cultural. Era la victoria absoluta del existencialismo de Sartre. No nacemos mujeres, nos convertimos en tales. O no. No nacemos hombres, nos convertimos en tales. O no. No nacemos franceses, nos convertimos en tales. O más.
Todos los instrumentos de asimilación -nombres, vestimenta, lengua, escuela, historia, cultura, cocina- que habían permitido la integración de generaciones de inmigrantes provenientes de toda Europa fueron rechazados en nombre del respeto a las culturas y del prestigio de la "diversidad". De nuevo la convergencia tan francesa de libertad e igualdad, de progresismo pero, también, de la antigua vulgata marxista, hacía estragos. Libres de seguir e imponer su cultura de origen, su tradición, su religión, incluso si ésta contradice la cultura dominante en Francia; pero iguales, en nombre del escrupuloso respeto del principio de "no discriminación".
París, 1983: manifestación "por una Francia pluriétnica y pluricultural". Quince años después del 68 seguía avanzando el relativismo de la multiculturalidad.
Esta doble exigencia destruye la nación, que se transforma en un territorio sin pasado en el que cohabitan comunidades distintas en nombre de un "vivir juntas" oximorónico. Pero éste es el objetivo. Daniel Cohn-Bendit decía, muchos años después de sus hazañas de Mayo del 68: "El pueblo francés ya no existe; y tampoco existe la noción misma de pueblo". El verdadero legado de Mayo del 68 es, sin duda, éste: la destrucción intencionada, pensada e impuesta de los individuos, las familias, los pueblos, las naciones. Este nihilismo anárquico se realiza en nombre de un universalismo totalitario heredado del marxismo, casado con el liberalismo de mercado y cuyo fin ya no es sacrificar a la burguesía en el altar del proletariado, sino a los pueblos europeos en el altar del mestizaje generalizado.
Hace mucho que Mayo del 68 ha vencido. Los rebeldes son, ahora, el poder. Un poder que pretende ser rebelde. Y que siempre tacha a sus opositores de conservadores. Cuando, la verdad sea dicha, los conservadores son ellos. Pero se está gestando la revuelta. Es variada, fraccionada, dividida. Es el éxito de la Manif pour Tous, en 2013, contra el matrimonio homosexual. Es el despertar de un catolicismo identitario que ha comprendido el peligro del islam. Pero es también, en las periferias, un patriarcado islámico a menudo virulento, a veces violento, sostenido por los "hermanos mayores", y vivido en oposición al feminismo de su sociedad de acogida.
Las impresionantes Manif pour Tous contra el "matrimonio" entre personas del mismo sexo mostraron al mundo la vitalidad de los defensores de la familia.
Es también, sin que ellas mismas lo comprendan, el ascenso cada vez más fuerte de un neopuritanismo feminista que, en nombre del derecho de las mujeres, cuestiona el hedonismo libertino de los antiguos progres, ya sean productores de cine, fotógrafos o políticos. Es, por último, en el este de Europa, la coalición de pueblos que pretenden salvaguardar tanto su cohesión nacional como sus raíces cristianas.
Todas estas revueltas no están al mismo nivel. A veces son antinómicas, incluso adversarias. Sin embargo, todas ellas son el resultado de la disgregación de las sociedades occidentales después de Mayo del 68, de todas las identidades, individuales, familiares, religiosas y nacionales.
Un día habrá que reconstruir sobre las ruinas del Mayo del 68.
Traducción de Helena Faccia Serrano.