En estas respuestas podría sintetizarse el mensaje transmitido por el cardenal Burke en la extensa entrevista concedida al periodista francés Guillaume d'Alançon, publicada ahora en español bajo el título Esperanza para el mundo. Unir todas las cosas en Cristo (Bibliotheca Homo Legens). Con realismo absoluto, huye de versiones edulcoradas sobre el mundo que vivimos y sobre el papel de la Iglesia en él, al mismo tiempo con la certeza de que la victoria le corresponde a Cristo, y no a sus enemigos.
El cardenal Burke, junto a Guillaume d'Alançon, autor de la entrevista. Foto: Radio Notre Dame.
El cardenal Burke destaca por encima de todo el problema de la catequesis, de la enseñanza de la fe, como una de las mayores necesidades de la Iglesia hoy porque está en la raíz de su declive. Nacido en 1948, conoció la época en la que se daba importancia a los contenidos: "Las definiciones y fórmulas que teníamos que aprender eran muy ricas y favorecían la reflexión sobre las realidades de la vida. El catecismo me ayudó a descubrir el significado profundo de los misterios de la fe". Posteriormente conoció "las serias ambigüedades de los nuevos métodos de enseñanza del catecismo desarrollados a partir de los años sesenta", un "método de catequesis que exaltaba al individuo humano en detrimento de Dios".
De abuelos irlandeses e hijo de un granjero que falleció cuando él tenía 8 años, Burke recibió una sólida formación cristiana en el hogar y en la parroquia, ingresó en el seminario menor en 1962 y fue ordenado por Pablo VI en 1975. Cuando empezó su preparación sacerdotal, justo al inicio del Concilio, "en la Iglesia había un sentimiento de serenidad y confianza". Enseguida, "a medida que se desarrollaban las sesiones, se empezó a oír una crítica cada vez más dura relacionada con los distintos aspectos de la vida de la Iglesia. Era preocupante... De vez en cuando, se llamaba a los denominados expertos sobre el Concilio para que hicieran presentaciones en el seminario. Algunas de estas presentaciones reflejaban una seria falta de respeto por la vida de la Iglesia tal como era antes del Concilio; algunas llegaban tan lejos que cuestionaban continuamente la enseñanza de la Iglesia en materia de fe y de moral".
El efecto fue demoledor sobre "la vida y disciplina sacerdotal y religiosa", con abandonos masivos y "un rápido declive de las vocaciones". También "disminuyeron la participación en la misa dominical y el fervor religioso en general". Entre los fieles "se desarrolló una noción errónea de la conciencia, que tuvo un efecto desastroso en la vida moral de los católicos. El sentido de seguridad sobre la vida, que hasta entonces había sido común en la Iglesia, se reemplazó rápidamente con un sentido de imprevisibilidad, cuestionamiento, duda y experimentación. En lugar de intentar solucionar esta situación, parecía que hubiera una especie de fascinación en el hecho de cuestionarlo todo".
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Una vez ordenado sacerdote, sus primeras tareas fueron en el ámbito de la enseñanza y la catequesis, donde percibió un problema que persiste: la "falta de textos catequéticos serios" para los niños y la ausencia de contenidos en los que había. El joven vicario parroquial se encontró con un cambio brutal respecto a su propia infancia, apenas tres lustros anterior: "Lo que seguramente más me asombró fue la incultura religiosa que tenían los niños que, en cambio, eran inteligentes y estaban bien formados en otros ámbitos".
Mientras, continuaba su formación, y revela a Alançon que él habría querido estudiar teología y no le atraía el Derecho Canónico, al que se consagró a partir de 1980 por petición de su obispo. Una dedicación que, al final, ha dado sentido a toda su trayectoria eclesiástica.
El cardenal Burke es un caso especial de vinculación pontificia: ordenado sacerdote por Pablo VI (1975), fue consagrado obispo por Juan Pablo II (1995) y elevado al cardenalato por Benedicto XVI (2010).
Ya como obispo (1995, La Crosse; 2003, Saint Louis), Burke seguía detectando el agujero catequético y sus consecuencias. Una dificultad en su ministerio era "la invasiva secularización de la cultura que, por desgracia, también había entrado en la vida de la Iglesia. El empobrecimiento que había sufrido el contenido de la catequesis durante décadas impedía a los fieles dar testimonio en la cultura como cristianos. La formación de los seminaristas también se había debilitado y había perdido su rumbo".
Todo procedía desde los primeros años 60: "El sentimiento generalizado era que toda la vida de la Iglesia antes del Concilio no tenía valor, que era necesario crear una nueva Iglesia para poder vivir en un mundo que había cambiado mucho".
Aunque eso no pasó por casualidad: ya antes del Concilio mucha gente "había perdido el sentido de la transmisión de la fe" por un sentido "erróneo" del "progreso humano" que "hacía difícil acoger el don de Dios": "Las verdades de la fe ya no se aceptaban con el corazón inocente de un niño".
"Junto al misterio desapareció el sentido de la fe y de lo sagrado", añade poco después: "La gente sufría cruelmente por una falta de formación y, en el mejor de los casos, había mantenido un formalismo desarraigado, ya fuera en las relaciones humanas o en la práctica litúrgica".
Pero el cardenal Burke no se queda en una descripción de errores pasados. El mensaje que quiere transmitir es, como titula su libro, Esperanza para el mundo. Porque la hay.
"En las relaciones que he tenido con sacerdotes jóvenes, como obispo y como cardenal que trabaja en Roma, he observado que no comprenden el tipo de revolución que hubo en la Iglesia que se identifica con el mayo del 68 y, dessde luego, ellos no forman parte de ella... Han sufrido la derrota moral de una sociedad totalmente secularizada" y quieren tomar parte en "la nueva evangelización a la que el Beato Pablo VI y San Juan Pablo II tan a menudo nos exhortaban".
Para ello, el cardenal propone, una "renovación espiritual" que parta de un fundamento consistente: "Debemos volver a nuestras raíces, a los fundamentos de nuestro ser y, por lo tanto, a la metafísica". La mente humana necesita "una filosofía realista que sirva como base para su comprensión de los misterios de la fe". "La Iglesia debe redescubrir su visión teocéntrica", que "puede sostenerse sólo con la sagrada liturgia celebrada con dignidad", esto es, con una perspectiva de adoración que es urgente recuperar para "que haya una gran devoción y un sentido de la trascendencia que indica que nos estamos dirigiendo al Señor y que el sacrificio en el Calvario se está renovando".
Ese regreso de Dios al centro de la liturgia es fundamental, porque "la Iglesia sigue enfrentándose al desastre causado por una errónea interpretación de la reforma litúrgica deseada por los padres del Concilio Vaticano II", que se tradujo en "una violenta reforma de los ritos litúrgicos, acompañada por el incentivo a experimentar con ellos".
"Es de la máxima importancia el modo en que adoremos al Señor", subraya Burke, "porque esto permitirá que Cristo sea cada vez más visible y tangible". Ha de quedar "claro", dice, "que la liturgia es la acción de Cristo: "Para los niños, ir a una misa en la que el sacerdote piense que él es el protagonista les destruiría su sentido de la liturgia".
El 9 de septiembre del año pasado, el cardenal Burke estuvo en el cementerio de los Mártires de Paracuellos del Jarama, en el Primer Encuentro Infovaticana, donde disertó sobre La esperanza de la familia en un mundo secularizado, conferencia que se publica como anexo en este nuevo libro.
A lo largo de Esperanza para el mundo, Alançon va proponiendo numerosos otros temas: el aborto, la vida familiar, las nulidades matrimoniales, el matrimonio homosexual, la homosexualidad misma, la ideología de género... Tiene claro que, ante todo ello, "abandonar la política de golpe sería una catástrofe. Debemos hacer todo lo posible para que los cristianos se impliquen en la política, para no dejar el sistema legislativo en manos de quienes quieren legislar contra la Ley natural".
Vivimos "en un mundo que ya no es cristiano. El mundo ha cambiado y debemos re-cristianizar la vida ordinaria de cada día", y es misión de los laicos "la transformación del mundo". Eso implica antes una transformación personal, espiritual, para lo cual propone un pequeño programa que descansa sobre un pilar diario: "Se tiene que encontrar tiempo para dedicarlo exclusivamente al Señor en oración", uno mismo y en familia.
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