Uno de estos miles es la religiosa leonesa Begoña Escudero Torío, misionera en África durante décadas, y actualmente delegada de Misiones de León, diócesis que tiene en la actualidad más de 400 misioneros.
En una entrevista con el Diario de León habla de su vida misionera y de lo que éstos aportan en los lugares en los que realizan su labor, sea la parte del mundo que sea. Tenía tan sólo 23 años cuando Begoña llegó a Burundi en 1978 tras haber estudiado en Palencia en el colegio de las monjas fundadas por Santa Benita y haber realizado el noviciado con las Hermanas Benedictinas de la Providencia en Italia donde estudió enfermería especializándose en matrona.
En aquel momento Burundi era una colonia belga y ya existían hostilidades étnicas, que años después desembocó en el gran genocidio ruandés. Begoña recuerda que en aquel momento los hutus eran tan dóciles, tenían asimilada de tal manera su inferioridad, que “a los hutus que estudiaban les perseguían y les mataban. Una vez (los tutsis) se llevaron a unos a un bosque para matarles. Se les acabaron las balas y les dijeron que esperaran que iban a por más munición. Cuando volvieron se los encontraron allí, esperando”.
A aquella joven religiosa le tocó estrenarse con una epidemia de cólera. En la misión, las monjas tenían un centro de salud y al lado había un centro de formación profesional que estaba a punto de inaugurarse. Se lo encontró lleno de camas con un agujero en el medio y un cubo debajo. “Aquello parecía un lago... Te puedes imaginar”.
Sin embargo, aquella situación no le hizo retroceder. Tenía clara su vocación religiosa: “La mitad, no. O todo, o nada”. Y así fue como empezó a trabajar con niños malnutridos. La malaria y otras enfermedades tropicales acechaban a numerosos niños a los que tenían que alimentar con sondas por la nariz o mediante jeringuillas con leche en polvo, aceite y azúcar en las dosis adecuadas para no provocarles un colapso después de pasar tanta hambre.
En la provincia de Civitoque pasó dos décadas entre balas y persecuciones, en un país que es zona franca del paso de los diamantes de la República Democrática del Congo y que está asolado tanto por la corrupción de los poderosos como por la miseria de la mayoría de la población, a mayores de las guerras.
Después pasó a Costa de Marfil donde fundó una misión destinada a la formación de las vocaciones nativas hasta que tuvo que volver a España para cuidar de sus padres, ya mayores y enfermos. Entonces vivió la vida misionera desde otra perspectiva y ahora es la representante diocesana de los misioneros.
La provincia de León, con las diócesis de León y Astorga, es una de las más fértiles en vocaciones religiosas en los años 50 y 60, cuenta actualmente 797 misioneras y misioneras en los cinco continentes, un 20% menos que hace diez años. El envejecimiento también hace mella en este ‘ejército’ de personas entregadas a ayudar a los desheredados a lo largo y ancho del planeta.
“La labor que hacen los misioneros no la hacen ni las ONG ni la ayuda internacional”, afirma esta mujer que dejó África con la sensación de que “la miseria es cada vez más miseria y a estos países no se les deja avanzar. Sólo se va a quitarles lo que tienen”.
En su opinión, la labor de los misioneros “no está reconocida porque son gente muy humilde”. Viven tan enfrascados en esos mundos donde la necesidad brota en cada rincón y en cada momento que se olvidan de que “su testimonio es importante para denunciar la injusticia”.
Los niños centraron buena parte de su misión en Burundi
Entre sus recuerdos, destaca la experiencia que vivió personalmente de la expulsión de Burundi en 1985: “No querían que fuéramos testimonio y mataron a unos sacerdotes. Asumíamos que nos llegaba la hora. Salíamos de casa, pero no sabíamos si volveríamos. Nos tiroteaban desde las cunetas”.
En más de una ocasión, la Embajada de España les llamaba para recogerles, pero no se fueron del país. “¿Cómo íbamos a dejarles cuando más nos necesitaban?”, afirma.
También vivió el asesinato de los padres javerianos y una misionera laica que habían rezado en la misa por los tutsis y hutus ejecutados en una matanza. “Los hutus escaparon a las montañas y les íbamos a llevar comida, ya éramos enemigos de los otros”. Al ver que no aparecían los padres fueron a su casa y se encontraron los cadáveres en el salón.
Un día vio su vida más cerca de la muerte que nunca. “Esto se acabó”, pensó. Estaba en el hospital y huyeron todos, pero había una joven de 17 años a punto de dar a luz y le dijo que se quedaba con ella, que no podía marchar así. Eran las seis de la madrugada. Al poco empezaron a traer heridos. “Un niño que me conocía, al que le habían dado un golpe de machete en las piernas, me decía: “No me hagas daño, que soy un niño (varón) y no puedo llorar”.