Meagan Jude Montanari es ahora una madre orgullosa, estudia en la Universidad, ayuda a personas adictas a la drogadicción y es evangelizadora callejera. Pero para llegar a este punto de su vida pasó por un auténtico infierno durante más de 15 años en los que vivió alejada de Dios. Durante ese tiempo pasó por depresiones, intentos de suicidios, la cárcel, la calle y la adicción a la droga.

Fue gracias a la acogida de unas monjas cuando no tenía casa y era adicta a la heroína cuando vio la felicidad con la que estas religiosas vivían sin apenas nada. “Lo que sea que tengáis, lo quiero”, las dijo. Le ofrecieron a Cristo y ella acabó en la Iglesia.


Meagan cuenta en Catholic Sentinel, publicación de la Archidiócesis de Portland, un testimonio cuyo origen empieza en la niñez. “Siempre recuerdo haberme sentido mal. Realmente no encuentro una  mejor manera de explicarlo. Era un descontento que nunca desaparecía por completo, aunque no tenía ningún motivo real para sentirme así”, cuenta.


Meagan, con 23 años, en una de sus detenciones

Sus problemas empezaron en la escuela secundaria al juntarse con “malas compañías” con los que empezó a consumir alcohol y drogas. Sus padres intentaron sacarla de ese ambiente cambiándola de escuela pero ella se rebeló cayendo además en una profunda depresión.


Esta mujer recuerda que fue con 13 años la primera vez que intentó suicidarse. Se cortaba el cuerpo con cuchillas. “Quería desesperadamente morir para que mi sufrimiento terminara”, afirma Meagan.

Mientras tanto, siguió metida en el mundo de la droga cayendo en la adicción mientras también empezó una vida criminal que la llevó a ser condenada en varias ocasiones y ser enviada a prisión. “Cuando miro la foto de la ficha policial de ese momento –explica durante su testimonio- veo la mirada pérdida y dolor. Estaba consumida por mi odio. Ahogada en mi dolor, había perdido toda esperanza, y en este punto de mi vida realmente creía que no había Dios, y que todos estábamos aquí por accidente”.

Según pasaban los años, las consecuencias de la adicción a las drogas eran cada vez más grandes y más visibles. Ya nadie creía que pudiera cambiar de vida. De aquel momento recuerda especialmente una situación que ahora se le ha iluminado tras su conversión.


“Durante aquellos años de drogadicción, durante una noche en la habitación de un motel donde dormía vi a los demonios rodeándome. No lo sabía en ese momento, pero ahora creo que estaba viendo directamente el infierno, mirando el destino de mi propia alma. Nunca olvidaré lo que vi”, asegura.

Otro momento importante en medio de aquel infierno se produjo cuando tenía 24 años y recibió una extraña llamada de su madre. Estaba muy alterada y le dijo a su hija: “Meagan, todo es real”. Preguntada sobre qué era real, su madre le contestó: “¡Jesús, el cielo, los ángeles, todo es real!”. Todo ello lo había visto en una visión que acabó con la palabra “Pentecostés”, tres veces repetida en su interior.


Meagan, una vez ya convertida y rehabilitada, con su hijo menor


Meagan se quedó turbada con esta llamada. Además no sabía que significaba la palabra “pentecostés” ni se la había escuchado a su madre nunca. “Fue el momento en el que creí por primera vez”.

Ahí empezó su viaje, aunque aún debería recorrer un enorme camino. No sabía dónde buscar a Jesús. Lo hizo en una iglesia protestante, donde recibió una Biblia. Ya creía en Dios pero su vida seguía igual, no había ningún cambio. “Tenía el deseo de enmendar mi vida y apartarme de mi vida pecaminosa, pero simplemente no tenía la fuerza para hacerlo por mi cuenta”.

Y así fue de nuevo como siguió hundiéndose más y más. Tuvo dos hijos, cuya custodia le fue retirada por los servicios sociales debido a su adicción y al grado de abandono al que los sometía. Uno fue dado en adopción poco después de nacer, el otro fue a vivir con los padres de Meagan.

La espiral llevó a esta joven a la heroína. Era cuestión de tiempo que acabase muerta y mientras tanto quedó embarazada del su tercer hijo. Entonces, fue cuando echó la culpa a Dios de todos sus males.


Pero un tiempo después, ya desesperada volvió a gritar: “Dios, necesito saber dónde estás, muéstrame dónde estás”. Ya contemplaba el suicidio cuando de repente, Dios le dio una gran respuesta. Entró a una iglesia protestante para que la ayudaran pues vivía en la calle. Aquella noche le pagaron un hotel pero luego le dieron una lista de refugios cercanos. El primero en la lista era un refugio para embarazadas de las Misioneras de la Caridad.

Fue aceptada allí en el momento. Todos los días rezaba con ellas y pasaba más tiempo con estas religiosas. “Era intrigante para mí. Sabía de su intenso voto de pobreza y me llamó la atención su inquebrantable alegría. Ellas irradiaban felicidad y amor. Me preguntaba cómo podrían tener nada materialmente hablando y ser tan felices. Finalmente, me dirigí a una de las hermanas y le dije: ‘Lo que sea que tengáis, lo quiero’. Habladme sobre la Iglesia Católica”, explica Meagan.


Meagan, orgullosa, en la primera comunión de su hija

Ahora su vida sí que empezaba a cambiar de verdad. Empezó el catecumenado de adultos y fue recibida en la Iglesia Católica en la Vigilia Pascual de 2015. El estado de California le otorgó la custodia de su bebé y volvió a tener relación con sus padres.


Explica además que “después de recibir la Eucaristía, noté que estaba cambiando: internamente, espiritualmente, intelectualmente  y moralmente. Empecé a pensar y sentir de manera diferente. Me estaba convirtiendo en una persona nueva, literalmente estaba experimentando un volver a nacer”.

Dejó radicalmente las drogas y el alcohol pues “nada pueda compararse con el amor que sentía por Dios”. Meagan confiesa que “mi vida está llena de una paz que no puedo explicar”. Al ver su cambio, su padre volvió a la Iglesia Católica 40 años después y su madre fue bautizada católica.


Actualmente, participa en tres ministerios de evangelización callejera en Portland pues “es una alegría poder compartir mi historia de redención con otros y mostrarles cómo son amados y apreciados por Dios”. En estos momentos vive con sus dos hijos mientras estudia en la Universidad y es apoyada por sus padres. El otro vive con su familia adoptiva.

Jesús me salvó de una vida de tormento y de una eternidad en el infierno. Ahora, no quiero nada más que servirlo”, concluye Meagan.