“La gente se muestra indecisa a la hora de decir si soy un héroe o un loco; creo que la segunda respuesta es la buena. Pero no pueden comprender lo que significa para un sacerdote la salvación de una sola alma”, escribía el padre Willie Doyle, jesuita y capellán militar irlandés durante la I Guerra Mundial donde acabaría muriendo en el campo de batalla en agosto de 1917 cuando al ver a un herido salió de la trinchera y fue en su auxilio.
Ya en vida era admirado por sus compañeros, pero muerto empezó a ser destinatario de una gran devoción. Más de 6.000 cartas habían recibido los jesuitas irlandeses en 1931 provenientes de todo el mundo explicando las gracias y favores por su intercesión.
Un ejemplo de entrega y sacrificio para los sacerdotes de hoy
Recientemente, se ha publicado el libro To Raise the Fallen, en el que se recogen sus cartas, oraciones y escritos espirituales que realizó mientras estaba en el frente de guerra. Precisamente, en estos textos que escribió hace ya un siglo hablaba en numerosas ocasiones de una misión muy concreta en su vida. “Creo que Nuestro Señor está pidiendo víctimas que estén dispuestas a sufrir mucho en reparación por los pecados, especialmente los de los sacerdotes”, escribió en varias ocasiones, tal y como recoge Catholic World Report.
El jesuita Willie Doyle nació en Irlanda en 1873 y murió durante la batalla de Ypres, en Bélgica, en 1917
Estos días precisamente se ha estado celebrando en Roma una cumbre convocada por el Papa Francisco para atajar los aberrantes escándalos, pecados y delitos cometidos por sacerdotes durante décadas contra los más vulnerables y que tanto daño han hecho a la Iglesia.
El padre Doyle hace un siglo ya hablaba de los pecados de los sacerdotes tanto como para ofrecer sus sufrimientos y hasta su propia vida en la guerra. Además, este jesuita era irlandés, uno de los países que más ha sufrido con los casos de abusos perpetrados por clérigos.
Una llamada a la santidad de los sacerdotes
Frente a los abominables pecados de unos pocos es urgente una llamada a la santidad. Y este capellán castrense encarnó esta lucha para la reparación de los pecados de otros, aunque eso conllevara su propia muerte.
En su vida como sacerdote promovió numerosas vocaciones y predicó, como buen jesuita que era, muchos retiros espirituales. En una carta escribía: “Cada día veo más y más como de diferente sería el mundo si tuviéramos más sacerdotes realmente santos”.
EWTN realizó una película documental sobre la vida de este capellán castrense. Se titula "Bravery under Fire"
Esta crisis de santidad es la raíz de muchos de los problemas que se viven hoy. Él tenía claro este aspecto, y en sus diarios privados confesaba: “anoche me levanté a la una de la mañana y caminé dos millas con los pies descalzos hasta la capilla en reparación por los pecados de los sacerdotes, donde hice la Hora Santa".
Sin tiempo que perder
Este parecía ser un tema que preocupaba mucho al padre Doyle. En plena guerra y estando ya en las trincheras con los soldados escribía que “Nuestro Señor pareció instarme a no esperar hasta el final de la guerra, sino a comenzar mi vida de reparación de inmediato… Me pidió estos sacrificios: levantarme por la noche en reparación por los sacerdotes que se quedan en la cama en vez de decir misa…”.
Tres semanas antes de que muriera por el obús que le cayó encima mientras atendía a un soldado herido volvía a insistir sobre este asunto: “Nuevamente me ofrecí a Jesús como su víctima para hacer conmigo absolutamente lo que quisiera. Trataré de aceptar todo lo que ocurra, sin importar de quién venga, como Jesús, y lo soportaré con alegría como parte de mi inmolación en reparación por los pecados de los sacerdotes. Desde este día, trataré con este espíritu de soportar valientemente todos los pequeños dolores”.
Nunca se pudo recuperar su cuerpo. El obús destrozó todo lo que había alrededor. Pero para los soldados era un héroe y un mártir. Y diez años después había auténtica devoción por su figura.
Una vida entregada a la obra de Dios
Muchos recordaron su incansable labor en medio de un campo lleno de sangre y muertos como fue la cruel Gran Guerra. “Estamos teniendo un trabajo desesperado estos días. El Dios bueno simplemente está derramando su gracia sobre estos pobres individuos y reconciliándolos antes de que mueran. Hay que ser rápidos, no hay tiempo que perder. Tengo un gran dolor en el brazo, aunque positivo, de dar la Absolución y las Comuniones durante toda la mañana. Pude realizar la Exposición el domingo durante todo el día, lo que trajo a muchas ovejas errantes”.
En otra parte de su diario recuerda la festividad del Corpus que se celebraba en plena guerra mientras él estaba junto a todo el Ejército en las trincheras. “Pensé en las muchas procesiones del Santísimo Sacramento que se celebraban en ese momento en todo el mundo. Seguramente nunca hubo una más extraña que la mía ese día mientras llevaba al Dios de la Consolación en mis indignos brazos sobre el campo de batalla manchado de sangre. No había música para darle la bienvenida, excepto el ruido de un obús; las flores que le precedieron en su recorrido eran los cuerpos quebrantados y sangrantes de aquellos por quienes había muerto una vez; y el único altar de reposo que pudo encontrar fue el corazón de quien estaba trabajando solo para él, esforzándose de una manera débil para hacerle un retorno por todo su amor y bondad”.