La pasada festividad de la Virgen del Carmen, Carole Demoulin recibió el bautismo y concluyó un difícil camino iniciado en su infancia. Nacida en Lieja (Bélgica) hace 45 años, residió una temporada en Santander en sus tiempos de estudiante Erasmus. Luego se licenció en Comunicación de Empresas y en Sociología y desde hace diez años vive en España con su marido y sus tres hijos por razones de trabajo. Actualmente es profesora de ciencias económicas y de francés, y ha compartido con ReL la historia de su conversión.

Un paso en el que ha sido un acompañante fundamental el sacerdote comboniano Antonio Pavía, personalmente y con sus obras: cita, entre las que más la han iluminado, En el principio... la Palabra y Las Bienaventuranzas. Para aspectos didácticos y apologéticos, Carole buscó apoyos en su lengua natal, como Creer. Invitación a la fe católica para hombres y mujeres del siglo XXI de Bernard Sesboüé y Guía de las dificultades de la fe católica de Pierre Descouvemont. Y hay dos textos a los que acude con frecuencia: Los ocho secretos de la felicidad, de Anselm Grün, siempre en su mesilla de noche, y La alegría de creer, de la escritora espiritual francesa Madeleine Delbrêl (19041964), mística y activista social cristiana cuya causa de beatificación está en Roma desde 1990.

Pero, por encima de todo, Carole fue guiada por las catequesis de los sábados del padre Pavía en la Comunidad María Madre de los Apóstoles, decisiva para su decisión final de bautizarse. En Pascua le espera la Confirmación: "Siento que el Evangelio trabaja en mí", confiesa para referirse al largo viaje del que ella misma da testimonio.



Recibí el sacramento del Bautismo y de la Primera Comunión el 16 de julio 2017 a los 45 años.


El día de la Virgen del Carmen, Carole culminó el largo camino de su conversión. Fue el día de su bautizo.

Desde pequeña he sentido la presencia de Dios dentro de mí y el deseo de aprender a conocerle. Sin embargo, en mi familia se consideraba que la religión no era adecuada para mentes curiosas y reflexivas. Ni siquiera contemplaban creer en algo que para ellos era “fuera de lo posible, fuera de lo racional”.
 
En el patio de la escuela infantil, una amiga mía me preguntó por qué no sonreía y... si conocía a Dios. Ella empezó a hablarme de su fe y me enseñó a rezar el Padre Nuestro. Desde ese día seguí rezando, buscando en la soledad la presencia de este Padre. Cuando pedí a mis padres seguir la clase de religión en el colegio, se negaron.

En otra ocasión, me encontré con una Biblia en la mesilla de noche de una habitación en un hotel. Enseguida mis padres me dijeron que no era para mí, sino para “aquellos que creían en Dios”. Deduje, entonces, que abrir la Biblia me permitiría conocer mejor a Dios, y me encerré en el cuarto de baño para leerla. A los 15 años, mis amigos hicieron referencia a los Reyes Magos y me di cuenta de que yo era la única que no sabía quiénes eran. ¡Mis amigos no se lo podían creer!


Yo, según las “oportunidades” que se me presentaban, seguía avanzando en mi búsqueda de Dios. Alimentaba mi fe con lecturas o encuentros. Hubo momentos fuertes, como mi matrimonio y luego los bautismos y primeras comuniones de mis tres hijos. Junto con mi marido, que era de una familia católica, les quisimos ofrecer la oportunidad de conocer a Dios, descubrir el Evangelio y seguir un camino de fe. Mi madre, convencida de que lo hacía por complacer a mi marido, respetaba mis decisiones aunque evitaba hablar del tema en la familia.
 
Mi ser profundo estaba abrumado por un sentimiento de gran soledad, ya que se encontraba irremediablemente dividido entre dos realidades que se repelían: por un lado, el sentir cada vez más la presencia de Dios dentro de mí, y por otro lado, la fuerte conciencia de que aquello constituía una traición respecto a mi cultura familiar. Con el tiempo, la soledad se convirtió en malestar, especialmente en la misa, porque en medio de la familia cristiana, frente a Jesús en la Cruz, me sentía como “clandestina”. Además, no estaba todavía “invitada a la cena del Señor”. Sin embargo, en mi ser interior sentía que ése era mi lugar.
 
El día de la comunión de Thibault, mi hijo menor, a pesar de la felicidad propia de tal evento, me sentí muy desamparada, con gran sufrimiento y tristeza. Era más fuerte que mi voluntad: lloré, sintiéndome hundida por mi impotencia. Normalmente no solía pedirle nada a Dios, más bien le expresaba mi confianza y agradecimiento, pero ese día sentí como un grito que surgía de mi alma: “¡Dios! ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué quieres que haga?” Y… ¡Él me respondió!


El padre Antonio Pavía guía el estudio del Evangelio en la Comunidad María, Madre de los Apóstoles, una comunidad bíblica católica surgida del compromiso de varias personas en unos ejercicios espirituales en Asís en 2001.. 

Una amiga me propuso ir a las reuniones de un grupo parroquial (Descubrir o volver a descubrir la fe) y también a las catequesis semanales del padre Antonio Pavía, misionero comboniano. Sentí que era una respuesta clarísima, una manifestación de Dios, Él me abría un camino y solamente tenía que dejarme guiar. Desde entonces sentí una paz interior que nunca me ha dejado, así como un sentimiento de profundo agradecimiento.
 

No obstante, una sensación de gran vértigo se fue apoderando de mi; me sentía pequeña, minúscula, ignorante. El padre Antonio iba aclarando mis dudas, literalmente me “partía” el Evangelio como se parte el pan, el pan de la Palabra. Yo aprendí a acoger la Palabra porque sentía que alimentaba mi alma, la transformaba, le aportaba quietud espiritual; pero también caos emocional frente a lo desconocido, frente a algo que me superaba totalmente.
 
Desde mi infancia había aprendido a dirigirme a Dios Padre en mi oración silenciosa, a Él solo. Jesús era ese hombre a quien yo reconocía como Hijo de Dios, de quien admiraba el Amor que le unía a su Padre, su libertad de acción y de palabra y su fuerza para enfrentarse a los que no reconocían quién era. Lo miraba, sin más, incluso a veces con incomodidad, al verle crucificado (¿por qué?) en la cruz. No me dirigía a Jesús porque no tenía ninguna relación personal con Él. Pero sí que, al acoger en mi corazón, en mi alma, la Palabra de Dios, conocí a Jesús. Este encuentro me conmovió, me ayudó a tener confianza, a soltarme y dejarme guiar.


Carole, junto a sus padrinos de bautismo, Elisabeth y Luis.

Así que poco a poco me entregué con confianza, dejando mis emociones en manos de Jesús. Seguí descubriendo los tesoros que Dios me tenía guardados. Fueron, entre tantos, todas las personas que se cruzaron en mi camino de fe, y que tanto me ayudaron con su testimonio, su propia fe y su confianza en Dios. Doy gracias a Dios por cada una de esas personas, y les doy gracias a ellas: a Elisabeth y Luis (mis padrinos de bautismo), a Lucile, al padre Antonio y a todos los miembros de la Comunidad que me acogieron con tanta generosidad. Entendí que no somos cristianos solos, cada uno frente a Dios, sino juntos unidos en Jesús, en una gran familia.
 

Como todos los años, la Comunidad María Madre de los Apóstoles celebró en Segovia su semana de Ejercicios Espirituales anuales bajo la dirección del padre Antonio.
 
Algunas palabras de las catequesis que nos dio el padre Antonio a lo largo de esos días en Segovia resuenan todavía en mí: “Nos toca amar, mirar de frente y, desde el corazón, levantar los ojos y caminar por las alturas”.
 
Mirar de frente sin necesidad de mirar atrás, de pensar en el sufrimiento que acompañó mi camino de fe, es precisamente la libertad que me regala mi fe. Ya no me hace temblar lo alejada que está mi familia de Dios, lo difícil que es comunicar sobre este tema con ellos. Hoy sé que todavía no han hecho la experiencia de acercarse a Dios o dejarse acercar por Él. ¡Si la hicieran, seguramente estarían conmigo! Ya no temo los comentarios a veces llenos de hostilidad o de incomprensión de las personas de mi entorno, cuando vienen a enterarse de mi “conversión”.
 
Quizá sea un poco temprano para asimilar los momentos intensos, muy íntimos que viví aquella semana de julio en Segovia, y que culminaron con la celebración de mi bautismo y mi primera comunión.

Quizá resulte confuso mi testimonio por falta de perspectiva, pero me atrevo con confianza y humildad. Recibí regalos inestimables, mi corazón se abrió aún más al Amor. Me sentí tan privilegiada... Recibir el bautismo y comulgar por primera vez fueron momentos de profunda gracia que siguen acompañándome desde entonces.


Madeleine Delbrêl, autora espiritual francesa con varias obras publicadas en español: La alegría de creer, La santidad de la gente sencilla, El bello escándalo de la caridad...

Alabar a Dios brota en mí como una evidencia. Pero ¿cómo alabar a Dios? Pues como diría Madeleine Delbrêl: se alaba a Dios desde la necesidad de vivir del amor que recibimos de Él, profundamente, humildemente, en nuestro día a día. Luego, ofrecer a los demás el amor recibido es nuestra manera de devolverle a Dios su Amor. Amar a Dios en cada persona. La fe desnuda, la fe esencial de Madeleine Delbrêl. Todo un ejemplo para mi.
 
¿Alguna transformación? No lo sé, pero me siento a gusto con Dios. Ahora, cada domingo, cuando me acerco para recibir la comunión, me siento transportada por una alegría vivaz que me acompaña todo el día.


La Primera Comunión, poco después de recibir las aguas bautismales.

Cuando sonrío ahora, es como si lo hiciera junto con Jesús, junto con Dios. Sigo en el camino. La “llama del Amor” está dentro de mí y procuro hacerle más espacio a Jesús. Conforme voy avanzando en mi camino, descubro que el Evangelio no es un libro que se lee desde una mirada externa, sino desde el interior, desde nuestras vidas, se adhiere a nuestras vidas. Lo que deseo es hacer el bien, alabar a Dios desde mi humildad, y cultivar la alegría de confiar en Él. Su ternura es inagotable. Le pido la fuerza para que nunca me aleje de Él.
 
Mi fe me da fuerza, como una energía que me supera y transciende mi persona, la siento dentro de mí, la saboreo. Espero poder mantener intacto este sentimiento de "nunca tener bastante", siempre tener sed y hambre de Dios, agua viva, fuente de vida.
 
En la Pascua podré recibir el sacramento de la Confirmación. Dios sigue sembrando en mi alma, siento que todo se mueve de nuevo en mi corazón. Emociones muy fuertes me inundan, pero con la experiencia previa de mi bautismo, sé que puedo estar tranquila, estoy en camino, buscando sin parar el rostro de Dios.