"Yo tendría unos 14 años. Con el grupo de amigos con el que salía decidimos ir el sábado de feria a Córdoba. Allí empezó mi infierno, el camino de la droga. Al principio, todo parecía fantástico y maravilloso. Yo creía divertirme, pero me estaba adentrando en un laberinto del que muchas personas nunca salieron".
La lista de drogas que probó Cristóbal es muy amplia, "prácticamente todas las drogas que existen en España, menos la heroína". Al principio todas le parecían perfectas. Siendo muy joven, no tenía ninguna conciencia de peligro.
"Consumía hachís, marihuana, barbitúricos, anfetaminas, speed, extasis, MDMA, LSD en carton y micropunto. Toda clase de setas y trufas alucinógenas: hawaianas, mexicanas, tailandesa, copilandia, etc… peyote, san pedros, ketamina, GHB..." "Me hice adicto, no a todas, pero sí a muchas de estas sustancias".
Las dos que más le dañaron, dice, fueron el alcohol y la cocaína. "También me hice adicto al juego: tragaperras, bingo, poker, etc."
Las adicciones le llevaron al crimen. Para pagar sus drogas y su ludopatía, vendía droga. "Empecé a ganar grandísimas cantidades de dinero. Podía ganar en una semana lo mismo que una persona trabajando durante un año. Esto hizo que mi consumo cada vez fuera mayor y más prolongado".
La droga le llevaba a un bucle de consumo y agotamiento. "Durante cuatro o cinco días solo consumía, no comía nada. Al terminar estos días, mi cuerpo estaba agotado y reventado. Descansaba durante un día, comía y vuelta a empezar. Mi cuerpo se estaba pudriendo y mi mente vivía en una vida paralela a la realidad. Ahora sí que me arrepentía de haber cogido este camino, pero ya me era imposible encontrar la salida. Llegué a odiar la droga y aun así, no podía parar de consumir".
En esa época de consumo brutal fue cuando sufrió tres sobredosis que le llevaron a ingresar en la UCI, "con un pie más allá que acá".
La segunda fue de gravedad extrema. "Durante unos instantes entré en paro cardiorrespiratorio. Mi cuerpo se iba. Viví en primera persona la horrorosa sensación de estar muriéndote. Solo notaba las manos del doctor guanteándome la cara y diciéndome que no me durmiera. La visión se me oscurecía. A la segunda inyección de adrenalina, reaccioné".
Esa experiencia no detuvo su consumo compulsivo. "No pasaron ni veinte días cuando entré otra vez en la UCI por la tercera sobredosis".
También el alcohol cobraba su precio. "Entré un día en urgencias por coma etílico, porque mi consumo de alcohol era brutal. La realidad es que tenía pocas esperanzas de vida y no me daba muchos años.
¿Cuántos hombres se han salvado en situaciones extremas gracias a presencia constante de una mujer que les quisiera, gracias a una madre, hermana o esposa? Esa fue la experiencia de Cristóbal.
"La primera vez que entré en prisión fue a los dieciocho años. Fue una estancia breve, pero el poco tiempo que estuve, solo me sirvió para salir peor. Con treinta y cuatro años, entre por segunda vez a prisión, pero esta vez, la estancia fue mucho más larga, cuatro años y medio".
"Mi madre y mi tía venían cada dos semanas a verme, siempre detrás de los cristales. Un día me metieron un libro que hablaba sobre Dios. En un principio, pensé en tirarlo. Le dije a mi madre que no lo iba a leer, que no me metiera esas tonterías. Pero la perseverancia de ellas dos, cada vez que venían a verme, hizo que me leyera el libro", recuerda Cristóbal.
"Cuando les comenté que me había leído el libro, me trajeron tres libros más. Al principio pensé: 'no les tendría que haber dicho nada'. Pero seguí con mi ritmo de lectura".
Al poco tiempo, sintió la curiosidad de integrarse en una reunión católica que se celebraba todos los domingos en el comedor de la prisión. "Estas reuniones, en las cuales compartíamos el Evangelio, me llenaban mucho, así que comencé a asistir semanalmente". Había algo especial en esas reuniones: eran hombres que exploraban el Evangelio.
"Al estar apuntado en este grupo, el encargado de llevar esta reunión te apuntaba para ir a misa. Llegó el día de ir por primera vez voluntariamente a misa. Me gustaría decir que fue preciosa, pero no fue así. Viví unos momentos muy desagradables. Mi mente iba a mil por hora, buscando escusas para no volver a asistir a misa. Que si ese sitio no era para mí, que se iban a reír de mí los otros reclusos en el patio.... Lo pasé fatal. Yo creo que a la niña de El Exorcista la sientan conmigo ese día en misa y no hubiese estado tan mal como yo. Me fui con el pensamiento de no volver nunca jamás".
Lo que pasaba es que las reuniones para hablar del Evangelio sí que le gustaban. "Me daba vergüenza no acompañar a los otros a misa", recuerda. Así que repitió la asistencia a misa. "La segunda, tercera y no sé cuantas más misas fueron también bastantes desagradables, aunque no tanto como la primera; se podían medio soportar".
En unas de las reuniones, se habló del sacramento de la confesión.
"Yo no creía nada en la confesión, para mí era un cuento chino. Pero a pesar de eso, sentí la necesidad de confesarme unas de las veces que asistí a misa. Después de pasar varias veces por el confesionario, poquito a poquito empezaron a gustarme cada vez más las eucaristías. Y llegó el momento en que cuando oía por el megáfono, 'salida para misa', dejaba lo que estuviera haciendo e iba el primero a que me abrieran la puerta para poder asistir a misa".
Fue por esas fechas cuando Ramón, el encargado de aquel grupo, "hoy en día buenísimo amigo mío", le invitó a un Cursillo de Cristiandad. "Era tan grande mi inquietud y el hambre por conocer a Dios, que no esperé ni a terminar la condena: hice el Cursillo en un permiso penitenciario". Y el Cursillo significó la transformación completa.
"A partir de este encuentro con Jesús, mi vida cambió por completo, dio un giro radicalmente. Faltarían palabras en el mundo entero y en todos los idiomas para poder describir lo que significó para mí".
Cristóbal lo expresa contrastando lo que veía el mundo y la libertad poderosa que notaba en su alma.
"El lunes siguiente regresé a prisión y tuve una de las experiencias más bonitas de mi vida. Comprobé que los barrotes de mi celda, los muros de hormigón de seis metros, el alambre de espino y las torres con los centinelas vigilando las veinticuatro horas del día, no me privaban de libertad. Yo era totalmente libre. Las cadenas que realmente me esclavizaban, las rompió Jesús de un plumazo".
"Comprobé también que la cárcel no fue un castigo, sino un regalo, que Dios me hizo para que me encontrara con él", explica hoy, con la perspectiva de unos años. "Bendita prisión que me dio a Jesús. Hoy en día, después de cinco años de ese maravilloso encuentro, tengo que decir que sigo teniendo la inmensa suerte de contar con Jesús en mi vida. He entrado a pertenecer a la escuela de Cursillos de Cristiandad de Córdoba y quiero anunciar a otros muchos que sólo el Amor de Dios salva la vida".