Son palabras que le describen bien. Marcelo Van nació en 1928 en Ngam Giao (Tonkín, región de Hanoi) y murió de beriberi y tuberculosis en 1959 en el campo de prisioneros de Yen Binh, también en el norte de Vietnam, tras cuatro años de reclusión por los comunistas. Había sido condenado a quince. Su delito, quedarse en Hanoi como voluntario para atender a católicos de la parroquia redentorista que no pudieron huir hacia el Sur cuando el país se partió en dos mitades irreconciliables.
Lugares y fechas del itinerario vital de Marcelo Van. Fuente: Pequeña historia de Van, del padre Antonio Boucher.
Marcelo Van padeció mucho en esos años de confinamiento, pero todos los que compartieron padecimientos con él recuerdan la permanente sonrisa con la que les atendía y escuchaba, que él explicó así: "¿Por quién la caricia de mi sonrisa, si no es por Jesús, el bien Amado? Me queda el amor, y con el amor, una voluntad heroica. Soy la víctima del Amor y el Amor es toda mi felicidad, una felicidad indestructible".
Lo cierto es que él venía preparado para el dolor por las circunstancias llamativas de su infancia y adolescencia, auténtica criba para su vocación. Sufrió lo indecible desde niño para lograr su sueño, ser sacerdote, y renunció a su sueño, cuando empezaba a tocarlo con los dedos, al conocer milagrosamente que no era esa la voluntad de Dios.
Van nació en una familia católica vietnamita devota y practicante, de padre sastre y madre arrocera y partera, y vivió unos primeros años absolutamente feliz con sus tres hermanos. Le encantaba el rezo diario del rosario en familia y orar ante el Santísimo. Le gustaba tanto jugar que podía saltarse una comida para hacerlo, pero había algo a lo que no faltaba nunca: "Al primer tañido de la campana de la iglesia, le veo llegar y sé que la hora de la visita al Santísimo Sacramento se acerca", recuerda su madre. La noche antes de su Primera Comunión no pudo conciliar el sueño.
Pero algo iba a perturbar ese mundo ideal. Una enfermedad dejó ciego a su hermano mayor, Liêt, y a consecuencia de la tragedia el padre de familia empezó a beber y a apostar y a abandonarse en manos de la pereza. Por su conversión ofreció el pequeño sus primeros sacrificios, al tiempo que sentía crecer en él su gran deseo: ser sacerdote.
Empezó a formarse para ello en una escuela de Huu Bang regentada por un cura poco diligente que lo asignó a un catequista que pronto envidió su santidad de vida y se lo hacía pagar a base de vara de bambú, imponiéndose incluso tres golpes cada noche si quería comulgar al día siguiente. Van aceptaba el castigo para obtener tan preciado premio, lo que enfureció aún más a su guardián, quien además quería violarlo y, ante su negativa, redobló las palizas.
Marcelo se aferraba a la Virgen María y al rosario para soportar aquello, así que sus compañeros le quitaron el rosario primero, luego los garbanzos que llevaba en el bolsillo para contar avemarías, y finalmente la cuerda de diez nudos que escondió en el cinturón.
Marcelo en 1940, en una foto tomada de su certificado de estudios.
Todo esto lo sufría un niño de ocho años que, pese a todo, no perdía de vista su norte: ser un día ordenado y celebrar misa.
Durante los siguiente siete años, Marcelo alternó la formación en esa casa, donde un día el catequista que le torturaba fue apartado, con estancias en casa de familiares, o de una señora adinerada que le acogió durante una enfermedad, o en su propia casa, donde su padre agravaba sus males, en vez de recuperarse de ellos.
En 1942 ingresó en el seminario dominico de Langson, que tuvo que abandonar meses después por falta de recursos, para volver al año siguiente en Quang Uyen. Allí sucedería algo que cambió su vida.
Atribulado por dudas sobre su capacidad para el ascetismo que exigía la santidad a la que aspiraba, pidió a la Virgen que le orientase con uno de los libros de espiritualidad de que disponían. Los desparramó sobre una mesa, cerró los ojos y escogió uno al azar: resultó ser la Historia de un alma de Santa Teresita del Niño Jesús.
Su lectura llevó paz a su espíritu, porque se encontró perfectamente reflejado en esas páginas. Inicio así una devoción especial por la carmelita de Lisieux, quien al cabo de un tiempo empezó a guiarle mediante locuciones interiores: "Hermanito, sigue mi consejo, sé siempre atento a ofrecer a Dios tu corazón, tus pensamientos y todas tus acciones. Nuestro Padre celestial nunca desprecia las pequeñas cosas. Desde ahora, hermanito, en tu relación con tu Padre, confórmate con mis consejos".
Muchas de las circunstancias de la vida de Van las conocemos por él mismo, gracias a la iniciativa de su director espiritual, Antonio Boucher, CSSR, quien le pidió que las pusiese por escrito, como hizo, obediente como siempre, a lo largo de ocho años.
El padre Boucher dice haber descubierto en él "una vida interior poco común" y presintió "que este pequeño hermanito, a quien Jesús, María y [Santa] Teresita [del Niño Jesús] llevaban de la mano, habría de desempeñar un papel en la Iglesia y en el mundo... Reconozco humildemente que el Hermano Marcelo me enseñó mucho más sobre la vida espiritual de lo que yo pude enseñarle a él de mi parte".
Hanoi, 1946: Van junto con el padre Boucher, su director espiritual.
El padre Boucher es el autor de la primera biografía en español que se publica sobre Marcelo Van: Pequeña historia de Van. Un texto breve y económico, destinado a difundir la doctrina de la infancia espiritual, de la que este joven religioso puede ser un exponente de importancia comparable a la de su guía y modelo, la carmelita de Lisieux.
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Van vivió buena parte de su existencia en un coloquio frecuente con Jesucristo, la Virgen María y Santa Teresita: "Su vida ejemplar, la pureza de su alma, su obediencia perfecta a su director espiritual y su generosidad frente al sacrificio me dan un prejuicio favorable con relación a la veracidad y a la autenticidad de aquellas comunicaciones", afirma Boucher.
De hecho, recibió de Santa Teresita el golpe más tremendo para sus ilusiones: "Dios me dio a conocer que no serás sacerdote. Serás religioso". Y le anunció que la misma Virgen le indicaría en qué orden ingresar.
Dos semanas después, mientras rezaba el rosario, recibió la visión de un hombre de aspecto manso y agradable que le preguntó: "Hijo mío, ¿quieres...?". Marcelo no esperó a que terminase la pregunta y respondió: "Sí quiero". El hombre le sonrió y desapareció. Tiempo después, ya en los redentoristas, Marcelo Van le reconoció en una de sus imágenes: había sido el mismo San Alfonso María de Ligorio quien le había convocado para su congregación.
Porque, al cabo de unos días de aquella visión, mientras limpiaba un armario, Van descubrió una pila de folletos de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro publicada por los redentoristas de Hanoi. Fue su lectura y la devoción a esa advocación la que le condujeron a pedir el ingreso en la Congregación del Santísimo Redentor.
Antes de eso, llegaron nuevas dificultades. La noticia de su salida no sentó bien a los dominicos, que le expulsaron de mala manera. Pero tampoco los redentoristas le quisieron de primera intención.
Tras dos años de idas y venidas a su casa, el 16 de julio de 1944, festividad de la Virgen del Carmen, se presentó ante el padre Letourneau para su admisión... y una nueva prueba, donde se jugaba su fidelidad al plan que Dios tenía para él.
El religioso le ofrecía entrar ya en la casa juvenil de Hué para continuar los estudios y ser sacerdote... o "esperar mucho tiempo antes de ser admitido". Ahí estaba, ante él, por fin, el ideal soñado: al fin, franco, el camino a su ilusión sacerdotal.
Pero Marcelo Van ya sabía que no contaba su voluntad, sino la de Dios: "Dios no quiere que sea sacerdote", le dijo al padre Letourneau, con un nudo en el estómago. Y el sacerdote le despidió entonces, ordenándole "regresar al mundo por algún tiempo a fin de que te fortalezcas y crezcas un poco más", porque tenía 16 años y un estado físico lamentable.
El joven tuvo que volver a casa, pero buscó influencias para ser recibido y lo logró finalmente el 2 de agosto, pero uno de los hermanos lo mandó a un granero donde vivió dos meses y medio entre ratones que de noche recorrían su cara y mosquitos que se la picaban hasta dejarla deformada. No se quejó y mantuvo su obediencia hasta que finalmente en octubre fue por fin presentado a la comunidad.
"Marcelo, ¿me amas mucho?", le preguntó el Señor aquel día, en oración: "Sí, Dios mío, te amo mucho. Y fuera de Ti, no sé a quién podría amar. Te amo mucho, mucho". Lo había demostrado.
En junio de 1945, Van tuvo una visión que le marcaría hasta el fin de sus días. Estaba rezando ante el Santísimo Sacramento cuando vio a Jesús, quien le tomó en brazos como si de repente tuviese dos o tres años y le mostró, mientras le abrazaba (es la "ternura de niño" que caracterizó siempre el alma de Marcelo, según destacaba el cardenal Van Thuan) algo horrible: "Una multitud inmensa compuesta de gente de todas condiciones, [que] pasando delante de Jesús, lo insultaban, alzando el puño contra Él de una manera arrogante. Algunos le tiraban piedras, tratando de alcanzarlo en la cara, pero sin lograrlo. Durante aquellos insultos, Jesús conservaba el rostro lleno de bondad, y no dejaba escapar ninguna odiosa palabra, ni de maldición. Tenía compasión de ellos y lloraba por ellos. Poco a poco el ruido se alejó, y por fin cesó totalmente".
Cuando acabó la visión, Marcelo se determinó a entregarse aún más por la salvación de los pecadores.
Así transcurrieron sus años de formación y prueba como redentorista hasta su profesión solemne el 8 de septiembre de 1952. Dos años después era detenido. Le aguardaban los últimos sufrimientos a manos de otros puños cerrados... pero también un consuelo: no era sacerdote, pero su labor en el campo de concentración comunista se asemejaba "al cargo de cura de una parroquia": "Fuera de los horarios de trabajo obligatorio, debo recibir a la gente y aconsejar a uno tras otro... Muchas veces Dios me hace ver que aquí estoy cumpliendo su voluntad... Dios mío, quiero obedecerte en todo".
Murió el 10 de julio de 1959, enfermo de beriberi y tuberculosis, y por otros prisioneros se sabe que lo hizo rebosando fe, paz y alegría.
La edición inglesa de los coloquios de Marcelo Van con Jesús, la Virgen y Santa Teresita ha sido prologada por el cardenal arzobispo de Viena, Christoph Schönborn.
Allí, bajo la férula comunista, comenzó a extenderse su fama de santidad, y se están publicando sus diarios, sus coloquios y numerosas obras que difunden su devoción.
En español, además de la Pequeña historia de Van escrita por su director espiritual, el padre Boucher, se han publicado 22 tomitos de la colección Una misión extraordinaria en la que distintos especialistas en su vida y obra abordan aspectos particulares de su espiritualidad, como su devoción mariana, su vínculo de infancia espiritual con Santa Teresita o su explicación del dolor y el sufrimiento, que jamás le abandonaron en su corta vida.
Y, con imprimatur de 1993, se difunde también una oración tan sencilla como su alma, toda ella concentrada en hacer la voluntad de Dios:
"Señor, manifiesta a los ojos de los fieles que rezan con tu servidor Van, la eficacia de su intercesión atendiendo sus súplicas, por Jesucristo Nuestro Señor. Amén".
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