Juan Luis Valera Rubio nació en Madrid en 1979 en una familia de tres hermanos. Él es el mayor y le siguen dos chicas. Acudió a un colegio religioso y tuvo en sus abuelos paternos un modelo de fe, fe que nunca abandonó y que le llevó por el camino sacramental ordinario: primera comunión, confirmación a los 17 años... Si algún bajón o crisis hubo, nunca se separó de la misa dominical. Mantuvo siempre "mucha sed y ganas de aprender". Una búsqueda que le hizo compartir un año el itinerario del Camino Neocatecumenal y posteriormente, durante varios años, el del Regnum Christi. De ambas experiencias conserva buenos recuerdos y grandes amigos.
-Desde pequeño vivía una relación muy personal con Dios, de amistad con Cristo. Pero lo hacía por mi cuenta, sin pertenecer a ninguna comunidad o grupo de catequesis. Leía mucho.
-Uno de ellos, las Confesiones de San Agustín. Tuvo influencia en mí y la sigue teniendo, lo debo haber leído ya cuatro o cinco veces.
-La propia experiencia de la vida me hizo ver que no podía seguir la vida cristiana yo solo. Cuando tenía 18 años entré en una asociación de voluntariado, no religiosa, pero donde conocí jóvenes cristianos que vivían la fe con profundidad, naturalidad y alegría. Vi que había la posibilidad de vivir esto de forma compartida.
-Un poco por descarte. Tenía dudas: Psicología, Ingeniería... Pero se me ocurrió que una buena forma de decidirme era mirar la temática de los artículos de periódico que llevaba recortando desde 5º de EGB. Y encontré que el 80% de lo que había guardado tenía que ver con la Física.
-Quería ser astrofísico, pero descubrí que no me gustaba. Y, sin embargo, me enamoré de la Geofísica.
-Yo pensaba que el Señor me pedía llevar una vida laical y ser profesor. Me sentía muy llamado a explicar cómo funciona el mundo para así poder hablar de Dios. Sabía que esa formación científica daba una cierta autoridad y vi que gracias a ella yo podía decir cosas que a otros no les escuchaban.
-Sí, desde los primeros años de carrera empecé a colaborar con la que sería mi directora de tesis, Ana María Negredo, y a tener publicaciones.
En el despacho de la Universidad.
-Por un lado, había momentos en los que percibía que Dios me quería para el sacerdocio, porque además veía que hay una necesidad real de sacerdotes y pensaba si yo tendría que dar el paso. Por otro lado, me sentía agradecido y agraciado con mi vida académica, que no había buscado y pensaba que venía de Dios. De hecho, lo que me sostenía cuando pasaba 12 y 15 horas diarias durante semanas ante la pantalla del ordenador, revisando fallos de sintaxis en las líneas de programación de una modelización, era esa necesidad de ser doctor, de tener esa autoridad en un campo que me apasionaba y al mismo tiempo me permitiría llegar para hablar de Dios allí donde, de otra forma, no llegaría: una vida docente para llevar a Dios a un ámbito donde, por así decirlo, no lo tiene fácil.
-Efectivamente. Aunque aún no se había producido la llamada al sacerdocio.
-Aunque mi idea era casarme, y había tenido novia, yo percibía las llamadas al sacerdocio como una prueba del Señor, pensaba que mi vocación era laical. Pero en julio de 2012, un domingo totalmente normal en misa, tuve una experiencia personal que me transmitió la certeza de que Cristo me quería en el seminario como sacerdote, que esa invitación la hacía por mi felicidad y para responder a mis deseos más íntimos y que podía decir que no y Él seguiría igualmente en mi vida.
-Yo le había rezado mucho pidiendo claridad y sabía que el Señor quiere mi felicidad. No escuché voces ni nada por el estilo, es algo difícil de explicar con palabras, pero sí sentí una claridad fortísima que hacía caer todas las barreras y argumentos que yo había enarbolado contra la idea de ser sacerdote. Era como un "confía en Mí" al que respondí con un "iré donde tú me digas y dame Tú la fuerza para ello".
-Estaba terminando un máster de Humanidades en la Universidad Francisco de Vitoria, preparando un artículo con unos colaboradores, rematando un proyecto con un profesor venido de la Universidad Goethe de Frankfurt que iba a concluir en un contrato de trabajo para mí de cuatro años...
-Sí, gracias a Dios, aunque es verdad que salvo mis padres y algún amigo, tuve que mantener el secreto porque tenía muchas cosas que atar en poco tiempo y no podía afrontar la idea de despedirme de tanta gente.
-Fue una sorpresa por el cambio de vida que implicaba, pero tampoco tanto porque me veían acudir a ejercicios espirituales, llevar una vida de oración... Mi madre me dijo que algo se imaginaba. Veían que me apuntaba a todo lo que pudiese servir para formarme en la fe y que iba conociendo gente de muchos entornos cristianos distintos.
-También con sorpresa, y cierta incomprensión pero sin hostilidad, incluso los no creyentes. Puede haber influido el hecho de que el departamento de Geofísica de la Complutense lo fundó un jesuita, Agustín Udías, por lo que no les chocaba tanto la idea de un sacerdote científico.
Junto al obispo de Getafe, Joaquín María López de Andújar.
-Por vinculación personal. Tenía amigos y desde 2008 acudía a la Escuela de Verano Joven de la diócesis. Allí todos los años hablaba con un sacerdote con quien tenía mucha amistad... y que resultó ser el rector del seminario, Carlos Díaz Azarola. ¡Yo no lo sabía!
Juan Luis, primero por la izquierda, en abril de este año durante la ceremonia de admisión a las órdenes sagradas.
-No. Mis abuelos eran muy devotos del Sagrado Corazón, y yo veía los cuadros, las oraciones... Pero me parecían cursis y melosas.
-Sí, pero eso lo descubrí en el seminario. Lo cierto es que mi propia espiritualidad, aunque sin ese nombre, se centraba en una relación íntima con Cristo, una conciencia profunda y personal de que Cristo murió por mí. Pero no había leído nada al respecto. Durante un retiro de Semana Santa, ya en el seminario, tuve una vivencia muy intensa del Jueves y Viernes Santos, me sentí muy dentro del Corazón de Jesús, en Getsemaní, en la Cruz... Lo hablé con mi director espiritual y me recomendó un libro del padre Luis María Mendizábal, S.I.
El padre Luis María Mendizábal es uno de los grandes divulgadores contemporáneos de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Pincha aquí para una valoración sobre su obra y también pincha aquí para adquirir una de sus obras más recientes, Los misterios de la vida de Cristo.
-Sí, el Corazón de Jesús había estado siempre en mi vida. Y aquel libro me dio todas las claves de lo que estaba viviendo.
-El amor de Cristo, personal, íntimo, que te eligió y te llama. En mi caso, la devoción al Corazón de Jesús puso palabras a un versículo de Isaías que no se me iba de la cabeza: "No temas, porque yo te he rescatado; te he llamado por tu nombre, tú eres mío" (Is 43, 1). No era algo cursi y para viejas, como yo pensaba, es el centro mismo de la espiritualidad cristiana.
El 30 de mayo de 1919, el rey Alfonso XIII consagró España al Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles. La diócesis ya comienza a preparar el centenario de un hecho capital en la historia de la España contemporánea.
-Sobre todo, el Tesoro Escondido en el Sacratísimo Corazón de Jesús, del Beato Bernardo de Hoyos, S.I., lo tengo mil veces leído y subrayado. Y las obras de Santa Margarita María Alacoque, de San Claudio de la Colombière, de obispo San Manuel González... o textos del magisterio, como la encíclica Haurietis Aquas de Pío XII.
Dios a corazón abierto, documental sobre el Beato Bernardo de Hoyos.
-Yo nunca lo viví como una polémica. Siempre he sido cristiano y siempre me han gustado las ciencias. Lo que hay que ver es qué entendemos por ciencia. Hoy solo queremos considerar conocimiento a la ciencia positiva, experimental, reproducible, expresable con certeza matemática. Pero lo más valioso de la vida no se puede expresar matemáticamente. El amor de una madre no es medible. Nos hemos convencido de que lo único que existe es aquello que puede reproducirse experimentalmente, pero eso implica negar la realidad de lo más importante: el amor, Dios mismo... Pero cuando entiendes que la realidad es más amplia que la Física, no hay oposición.
Agustín Udías, jesuita, fundó el departamento de Geofísica de la Universidad Complutense de Madrid.
-También hay muchos científicos creyentes, y en la historia del conocimiento vemos que la mayoría lo fueron. No es que los científicos se hagan ateos, sino que alguien que es ateo se hace científico.
-Sí, tiene que ver. Pero creo que es algo más profundo. El hombre es un ser constitutivamente dependiente. Ésta es una de las experiencias más originarias del hombre: somos dependientes de otro, lo que somos no podemos serlo en plenitud por nuestras propias fuerzas, sino que dependemos de otro. La experiencia de la dependencia materna y paterna nos abre al descubrimiento de la dependencia de Otro. Pero esa dependencia nos genera inseguridad. El Génesis lo explica: Dios planta un jardín para alimentar a Adán y Eva. Es Dios quien les cuida y les pide así que confíen en Él. Pero ellos eligen no confiar en Él sino que buscan tener seguridad en sus propias fuerzas (ser como dioses). Y al romper la confianza en Dios, desobedecen y quedan heridos en su misma naturaleza. Desde entonces el hombre sigue en esa misma lucha: confiar en Dios o confiar sólo en sí mismo.
-La ciencia positiva y la tecnología que es su fruto son dones de Dios, el desarrollo científico-técnico fruto de la razón humana es algo querido por Dios. Pero cuando ese desarrollo exalta las propias fuerzas, las seguridades del hombre oscurecen la relación de confianza y amor que unen a Dios con cada uno de nosotros. Y así el hombre se aparta de Dios.
-En los tiempos actuales es urgente hacer comprender al hombre que sólo la confianza en Dios le da esa seguridad que anhela. Debemos re-descubrir que uno no se siente seguro al escalar la montaña de la vida por la confianza que tenga en el uso exclusivo de las propias fuerzas, sino que esa seguridad se siente al saberse acompañado, guiado, sostenido, curado por alguien que, sabiendo el camino, escala a nuestro lado y nos cura las heridas que nos hacemos al trepar. Y esa es la experiencia del cristiano con Cristo.