Terminada la guerra no se daba por vencido y continuó con sus actividades anticlericales, lo que le llevó a ser detenido, juzgado y encarcelado. Pasó algo más de seis años en distintas cárceles. Cuando cumplió su pena y salió de prisión, conoció a María, era una mujer diez años mayor que él, se enamoraron y se casaron, cuando esto ocurrió María tenía 36 años. Querían tener hijos y enseguida María quedó embarazada, pero abortó, volvió a quedar embarazada y de nuevo abortó, en el tercer embarazo parecía que todo terminaría bien, pero el bebe murió en el parto. Empezaron a temer que no tendrían hijos, porque María ya estaba próxima a los 40 años, y en aquellos tiempos era una edad avanzada para tener hijos, pero de nuevo quedó encinta y por fin les nació un hijo, todo era felicidad, que no duró demasiado, a los seis meses el niño tenía pulmonía y se estaba muriendo, los médicos no podían hacer nada para salvarle, esperaban su muerte. La pareja estaba como es natural en un estado de desesperación, el niño se moría y no podían hacer nada.
Un vecino de la pareja le dijo a nuestro hombre: “¿Por qué no rezas? ¿Qué tienes que perder? —No sé rezar, le contestó”. Pero en su desesperación, decidió acudir a una iglesia, era noche avanzada y pensó en ir a la iglesia del hospital del Niño Jesús, había otras iglesias más cercanas a su casa, pero fue a esta donde pensó ir, tal vez porque pertenecía a un hospital, y en su ignorancia unía iglesia de hospital con curación. Lo cierto es que cuando llegó a la iglesia elegida, eran más de las doce de la noche y estaba cerrada.
Imagino a ese hombre, desesperado, llorando, en la puerta de una iglesia cerrada, una de tantas a las que habría agredido y sin saber rezar. Estando en esta situación, solo Dios sabe por qué, un sacerdote le vio, se acercó y le preguntó qué le pasaba, aquel hombre entre sollozos le contó su drama y terminó diciéndole: “Aquí estoy y no sé rezar”. El sacerdote le consoló y le dijo: “Dices que no sabes rezar, pero tú hoy has rezado más que yo. Vuelve a tu casa”.
Regresó a su casa caminando, porque el transporte público no funcionaba a esas horas. Tardó en llegar, ya que había algunos kilómetros de distancia entre la iglesia y su casa. Al llegar, su mujer estaba sentada con el niño en brazos y nuestro hombre no pudo contar lo ocurrido a María, porque ella no le dejó hablar, no entendía por qué, pero el niño respiraba bien, no tenía fiebre; no comprendía qué pasaba, pero su hijo estaba curado.
Aquel hombre enseguida comprendió lo que pasaba, el Señor le había escuchado. Su vida cambió: el ateo se convirtió en cristiano y aquí comenzó su misión de apostolado, comenzó a decir a sus amigos lo que había ocurrido y el resultado de su primer apostolado fue que sus “amigos” le consideraron un traidor y le retiraron su amistad, todo su entorno le era hostil, pero siguió confesando lo que había pasado, aunque su apostolado iba derribando todo su entorno; se estaba quedando solo, pero no podía parar. Sin sus viejos amigos y sin conocer a nadie en la Iglesia, él seguía contando su historia a todo el que quisiera escuchar. El Señor les dio dos hijos más y como una familia cristiana, educó a sus hijos en un colegio católico, y nunca dejó de hacer apostolado, se integró en la iglesia y colaboró en cuanto pudo.
Sus hijos fueron creciendo en un entorno cristiano; él daba ejemplo con su vida y siempre estaba dispuesto a contar aquella historia que cambió su vida. Pero sus hijos no siguieron sus pasos. Fijaros, a pesar de todo el apostolado que este hombre hizo, no daba resultados aparentes, pero nunca dejó de hacer su apostolado con su vida y sus palabras.
Después de 40 años su hijo mayor –el que se había curado de la enfermedad– sintió el deseo de conocer la verdad de la vida desde el punto de vista de la fe y como si no tuviera suficiente ejemplo con su padre, comenzó a indagar en distintas iglesias: estuvo en iglesias evangélicas, acudió a reuniones de los testigos de Jehová, incluso estuvo con los musulmanes y estudió el Corán; estando en estos andares, una mañana se despertó con un deseo muy grande de ponerse en paz con Dios, y acudió a una iglesia católica a pedir confesión, y encontró la misericordia de Dios que centró su vida y comprendió que la verdad de la vida ya se la había contado su padre, con su historia y con su vida. Se le abrieron los ojos del corazón y siguió los pasos de su padre. De este modo, su padre le pudo decir al Señor: “Mira, me diste un talento, aquí tienes dos”.
Su apostolado, aunque él no lo vio, dio su fruto. No nos cansemos de hacer apostolado, porque es nuestra misión, porque solo Dios sabe cómo hacer fructíferas nuestras obras y, por eso, seríamos muy injustos con nuestros hermanos si no les llevamos la buena noticia de que Dios está aquí y que nos ama.
Esta historia la conozco bien porque el hombre de la historia era mi padre.