En la web del Opus Dei, donde Yamuna vive su fe, esta joven relata su testimonio en primera persona, dejando claro que los abuelos son parte fundamental en la Iglesia:
Me llamo Yamuna. “Yamuna” es el nombre del mayor afluente del Ganges y uno de los principales ríos del norte de la India, pero no soy nada exótica. Nací en un pueblo valenciano y estudié Filología Hispánica.
Tengo 26 años. Mi padre es de religión hinduista. Nació en un pueblo de Castilla La Mancha, en una familia católica, pero se marchó de casa joven para vivir su vida. Conoció al que luego sería su guía espiritual, se hizo Hare Krishna y abrazó el celibato. Tres años después, el guía abandonó su religión y mi padre, desorientado, rompió su voto y conoció a la que sería su mujer, aunque siguió practicando su fe.
Yo fui a la India cuando estaba en el vientre de mi madre. Me encantaría volver alguna vez, no por turismo, sino para hacer voluntariado, porque siempre he sentido que tengo un vínculo con esa tierra. Mi nombre pertenece ahí y el nombre siempre te define. Me han preguntado muchas veces por su significado y siempre viene a la mente el mapa del Yamuna.
Es un río inmenso. Atraviesa los estados de Uttarakhand, Haryana, Uttar Pradesh y Delhi, y es frontera también de Himachal Pradesh. Recibe muchos afluentes en el camino, incluyendo los enormes ríos Giri, Tons, Hindon, Chambal, Betwā, Mandakini, Sindh y Ken. Pienso que, de alguna manera, mi vida ha seguido ese mismo recorrido: Partió del hinduismo y fue recogiendo diversas aguas, hasta llegar a su destino. He visto muchos modos de vivir, muchas alternativas, hasta encontrar la plenitud de la fe.
Por su parte, mi madre siempre ha sido católica, aunque no muy practicante. Cuando conoció a mi padre empezó a acercarse al hinduismo y ambos prefirieron no bautizarnos a mi hermano y a mí. De aquellos primeros años recuerdo los veranos en la comunidad de los Hare Krishna. De mi padre he aprendido muchas cosas, por ejemplo, el valor de la oración, el vegetarianismo —que aún practico—, la espiritualidad y el desprendimiento de lo material.
Mi abuela, la madre de mi padre, era católica practicante. Murió cuando yo tenía 15 o 16 años. Cuando era pequeña, me hizo un gran regalo. Y hasta hoy no me he dado cuenta de lo mucho que le debo. En la JMJ de Río el Papa Francisco dijo unas palabras con las que me siento muy identificada: "¡Que importantes son los abuelos en la vida de la familia para comunicar ese patrimonio de humanidad y de fe que es esencial para toda sociedad!".
Solía pasar los veranos con mi abuela en el pueblo, donde me hablaba de Jesús y de la Virgen María, me llevaba a la iglesia los domingos y me enseñaba a rezar. Siempre que estaba con ella me llevaba a visitar al Señor, me quería hacer consciente de que Jesús estaba en el sagrario. Era una mujer muy cariñosa, que vivía su fe profundamente y me la transmitía. Mi abuela no compartía la religión de mi padre, pero siempre que estábamos la familia en su casa por vacaciones, se unía a nuestras costumbres y no comía carne, ni huevos para respetar las creencias de su hijo.
Aunque yo entonces no me daba cuenta, aquellas conversaciones de nieta y abuela no cayeron en saco roto. Cuando mis padres se divorciaron y mi madre volvió a su práctica católica ocasional, me di cuenta de que quería conocer las cosas de Jesús que mi abuela, mi madre y la profesora de religión, me contaban. Cuando íbamos a alguna celebración religiosa y veía a la gente comulgar sentía un deseo grande de hacerlo yo también. Mi abuela tenía muchas ganas de que yo hiciera la Primera Comunión, aunque mi padre no lo aprobaba. De hecho, yo había ido a algunas catequesis y estaba ilusionada.
Crecí con inquietud religiosa, pero no pasaba de ahí. Sin embargo, siempre que viajaba y veía alguna iglesia, sentía la necesidad de entrar. Ir a la iglesia y sentarme delante de Jesús me daba mucha paz. Yo iba y le contaba mis cosas.
Cuando llegué al bachillerato, ocurrió una catástrofe. Elegí la línea científico-técnica, pero se me dan mejor letras y suspendí. Mis padres se enfadaron mucho cuando vieron las notas y decidieron llevarme interna a un colegio adventista de Valencia, para repetir el primer curso. El colegio tenía buena fama y además los adventistas practican el vegetarianismo, lo que facilitaba bastante mi alimentación. La experiencia me gustó y pedí quedarme a cursar segundo.
Los adventistas, que proceden de una rama protestante, me enseñaron muchas cosas sobre la fe cristiana y, sobre todo, me ayudaron a entrar en contacto con la Biblia. Todos los días, a las ocho de la tarde, teníamos culto. A partir de un relato bíblico nos hablaban de valores y de cómo aplicar lo que leíamos a la vida cotidiana. Cada viernes, cuando se ponía el sol, empezábamos a celebrar el culto grande, que duraba hasta el atardecer del sábado: el día del Señor para los adventistas. Venía gente de los pueblos y lo celebrábamos a lo grande. Ese día era entero para Dios. A mí al principio me fastidiaba no poder estudiar, sobre todo en época de exámenes, pero luego lo entendí y ya lo hice voluntariamente.
Salí triunfante del bachillerato y comencé la carrera de Filología Hispánica en la Universidad de Valencia. Conocí a un chico que me gustaba, y empezamos a salir. Mi novio era ateo, me hablaba de que lo único existente era lo material. Poco a poco, sus palabras me iban alejando de Dios y de la espiritualidad que había vivido de tantas maneras, pero siempre con una experiencia de trascendencia. Cuando me di cuenta de que yo no podría vivir sin Dios y decidí romper con mi novio. Dios había estado cerca de mí siempre de una manera natural, sin yo pedirlo, y ahora me tocaba a mí.
Yamuna, junto a varias amigas durante la Jornada Mundial de la Juventud en Cracovia en 2016
Al terminar la carrera quise hacer el máster para ser profesora de Secundaria, porque descubrí que mi vocación era enseñar literatura. Podía cursarlo en mi universidad pública pero surgió la oportunidad de recibir una beca en la Universidad Católica de Valencia y mi padre estuvo de acuerdo en que lo hiciera allí porque, en el fondo, siempre ha pensado que la formación en los centros de inspiración cristiana era humanamente más completa.
En el máster tuve profesores muy buenos, me gustaba cómo enfocaban la educación desde el punto de vista de la persona en su totalidad. Lo que oía en las clases sobre la fe católica, la familia, la educación, etc., me atraía. Siempre me he sentido en consonancia con los valores de la fe, porque en el fondo son muy humanos. Pienso que de alguna forma yo ya creía y vivía mi fe pero me faltaba el testimonio de gente como yo que me enseñara a ponerla en práctica.
Un compañero me habló del Opus Dei, me dijo que él recibía formación en un centro de la Obra para universitarios. A mí me gustó mucho lo que me contó, me atraía vivir así y, como tenía que escoger un colegio para hacer las prácticas del máster, pedí hacerlas en Guadalaviar, que es una obra corporativa del Opus Dei. Pensé que era una buena oportunidad para conocer de cerca aquello que me había llamado la atención.
Desde el primer día, sentí la emoción de estar en el lugar adecuado, de estar en casa y ahí empezó todo. Nunca había conocido un estilo de vida tan auténtico: veía gente que practicaba su fe y que hablaba de ella con normalidad, veía que la gente estaba feliz y me decidí. Estas cosas no se pueden explicar, la verdad... Cada uno tiene su proceso.
El 13 de julio de 2016 recibí, a la vez, el Bautismo, la Primera Comunión y la Confirmación, en la Iglesia de San Juan del Hospital. Ese día me acordé mucho de mi abuela, pensé que estaría contenta de que al final se cumpliera lo que ella quería y que fuera también lo que yo quería.
Mis padres también se alegraron con mi conversión. Estuvieron presentes en la ceremonia y al acabar me dieron una sorpresa: me dijeron que como regalo me pagaban el viaje a la JMJ de Cracovia que sería unas semanas más tarde, para poder ver al Papa. Aunque soy la misma hay algunas cosas que han cambiado en mi vida. Antes, cuando tenía dificultades, pensaba en abandonar y tirar la toalla, pero ahora he entendido que puedes ofrecer a Dios tus cosas y que a Él le importan todas. La fe le ha dado solidez a mi vida. Antes todo lo que yo hacía, mí día a día, era muy superficial, pero ahora puedo darle un sentido nuevo a todo.
Es como el Yamuna que, a su paso, crea una llanura de aluvión en esa franja que queda entre ese río y el Ganges, regando tantos terrenos de cultivo y dando de beber a millones de personas. Así de fértil espero que sea mi vida. Si tuviera que resumir en una palabra la fe, sería felicidad porque realmente me ha cambiado la vida y me ha hecho más feliz. Todo se lo debo a Dios y a mi abuela, que abrió aquel manantial de fe en mi alma. La culpa es tuya, abuela. ¡Gracias!