Santa Katharine Drexel (1858-1955) fue beatificada en 1988 y canonizada en 2000 por entregar su vida a devolver a "indios y negros" (incluidos así en la denominación original de la congregación que fundó) la vida de fe y progreso que habían tenido al amparo de los religiosos católicos y habían perdido con la expansión protestante.
Anthony Esolen le ha consagrado recientemente un artículo que recoge el Catholic Education Resource Center:
Allí también estará tu corazón
En 1837, Francis Martin Drexel, un emigrado católico de Austria pintor de retratos, fundó un banco en Filadelfia. Pintaba a los ricos, por lo que sabía quién tenía una moral firme y quién no. Hizo que sus hijos mayores, Francis y Anthony, entraran en el negocio. Tenían 13 y 11 años. Cuando la fiebre del oro se extendió por California en 1849, el anciano Drexel abrió un negocio allí, mientras sus hijos dirigían el negocio en su ciudad. El banco Drexel se convirtió en uno de los más ricos de la nación y ayudó a financiar al Ejército de la Unión durante la Guerra Civil.
En 1860, su hijo Francis, un viudo con dos hijas, Elizabeth y Katharine ("Katie" para su familia), se casó con una mujer llamada Emma Bouvier, que le hizo profundizar en su fe católica. Francis volvía del trabajo y se retiraba a tocar música sacra en el órgano; además, él, Emma y sus tres hijas -el matrimonio había tenido una hija- rezaban y cantaban cada tarde en la habitación que Emma había convertido en oratorio.
La oración y el canto no eran las únicas expresiones de su fe; también lo eran las acciones que llevaban a cabo desde el corazón. Durante la semana, la agente de Emma, Mary Bilger, visitaba los barrios pobres de Filadelfia para atender a los necesitados: mujeres y huérfanos, personas, blancas o negras, que se habían desplazado desde las tierras asoladas del sur; los despojos humanos de la Revolución industrial. Les daba unas tarjetas para que se presentaran en el hogar Drexel, donde Emma hablaba con ellos cara a cara en presencia de las niñas. La mayoría necesitaba dinero para el alquiler, comida y vestimenta, sobre todo zapatos. Era caridad personal. Emma tenía interés en que las personas a las que beneficiaba tuvieran éxito. Llevaba un registro. Les decía a las chicas que era un error dar dinero a espuertas. Debéis tener, escribió, "la agudeza de un bribón, la bondad de un tonto y el juicio de un filósofo".
La riqueza que repartía anualmente, con la alegre aprobación de su marido, era inmensa. Pero dio más de su persona. Katie heredó de sus padres una fe vibrante y activa, la determinación de que los trabajos se llevaran a cabo, la astucia de un hombre de negocios y la humildad de involucrarse en la vida de las personas más humildes.
Ve al Oeste, jovencita
Era 1887, Francis y Emma habían fallecido. Las chicas Drexel, "nosotras tres" como se llaman a sí mismas en broma, estaban en Roma. Había sido un largo viaje. Eran unas ricas herederas que buscan hacer la obra de Dios. Habían visitado numerosos monasterios, suplicando a sacerdotes y hermanas que fueran al Oeste para atender a los nativos americanos. Estaban ante el Papa León XIII. "Hija mía", le dijo el Papa a Katharine, "¿por qué no te haces misionera?".
Santa Katharine Drexel tuvo que esperar hasta ver cumplida su vocación misionera.
¿Por qué los nativos americanos? En 1881, los editores de The Century Magazine, protestantes no hostiles a la Iglesia católica, enviaron a Helen Hunt Jackson al Oeste para que escribiera sobre el estado de las tribus indias. Visitó las misiones de California, en ruinas desde la Guerra de México, y estudió detenidamente los registros de los frailes. Habló con ancianos que recordaban los tiempos de sus padres, tiempos de riqueza, cuando había mucho que comer, cuando miles de indios en las misiones se convirtieron en agricultores, pastores, tejedores, molineros, vinateros, herreros, curtidores e ingenieros. "Trabajan para civilizarse", le dijo un indio anciano, "no por dinero. Trabajan por la religión".
Imagínese el contraste entre las costas: en el Atlántico, "los descendientes de los puritanos, agobiados por sus serios propósitos, dedicando medio a regañadientes el tiempo para su único y estable Día de Acción de Gracias anual y obligando a los indios a adentrarse cada vez más en las tierras salvajes", matándolos en el proceso, mientras que en el Pacífico, "la gente alegre de sangre mexicana y española... bailando durante días y noches enteras como niños, mientras sus sacerdotes reunían a los indios por miles en comunidades y los alimentaban y enseñaban".
Todo esto desapareció y los estadounidenses tienen mucha culpa. El libro de Helen Hunt Jackson, A Century of Dishonor [Un siglo de deshonra], que describe cien años de negligencia, error y traición, encendió un fuego en el alma de Katie. En 1884, también ella decidió partir hacia el Oeste. Recorrió el país y conoció al sabio indio de la tribu dakota Nube Roja, que le suplicó que enviara a los "túnicas negras" para enseñar a su pueblo. Jackson, "Helena de Colorado" como la llamaba Emily Dickinson, se estaba muriendo de cáncer de estómago. Me gusta pensar que Katie la buscó en su viaje. Lo que se había hecho antes podía hacerse de nuevo. La Iglesia debe hacerlo.
El último de estos
Era 1893 y Katie, entonces ya madre Katharine Mary Drexel de las nuevas Hermanas del Santísimo Sacramento para Indios y Negros, estaba escribiendo a su pequeño rebaño. Había abandonado su vida social de heredera de Filadelfia. Le costó años convencer a su antiguo párroco y director espiritual, el padre James O'Connor, luego obispo de Omaha, de que tenía vocación para la vida religiosa. Apeló a Patrick Ryan, arzobispo de Filadelfia, para que les diera permiso para instalarse con los indios. Se negó. Su orden era demasiado joven, demasiado nueva. Debían esperar.
"Hermanas", dijo, "podemos hacer un acto de humildad, no somos los instrumentos adecuados para llevar a cabo la labor apostólica entre los indios de Nuevo México. Sin embargo, no dejéis que esto nos disuada de la obra de nuestra santificación". No se puede dar lo que no se tiene. La madre Katharine tenía dinero. Eso no era suficiente. El dinero es solo instrumental. Las hermanas querían dar a los negros e indios una participación en la vida de Dios. Por eso, dijo, deben morir a sí mismas y dejar que Dios reinase en sus corazones, y entonces "Él, en el momento que Él decida, nos elegirá para ir a trabajar en su viña", para traer la abundante cosecha de almas.
Véase el libro de cuentas del apostolado de Santa Katharine Drexel: inteligencia, determinación y una amorosa humildad. Cuando el arzobispo Ryan finalmente estuvo de acuerdo en que su orden estaba lista, ella fue una dinamo en acción. Los miembros del Ku Klux Klan quemaron una cruz en los terrenos de su casa madre. Pero ¿qué era un poco de fuego y madera contra la fábrica de amor que ardía en su corazón? Algunos pensaron que había huido al convento por su dolor. Eso era una tontería, decía ella: "Soy, y siempre he sido, una de las mujeres más felices del mundo".
Las hermanas construyeron escuelas en todas partes, desde las marismas de Virginia hasta la costa de California. Estoy mirando una foto de la madre Katharine entre varios niños negros vestidos de blanco, delante de una escuela. Está inclinada, sosteniendo al más pequeño, que parece haber perdido algo en la hierba.
Otra foto: está de pie junto al muro de un cementerio con varios indios, la mayoría de ellos ancianos, con años de pobreza, sufrimiento y resistencia grabados en sus rostros. Ella extiende su mano derecha para tocar la mano derecha de un anciano.
Otra: está inclinada, sonriendo, con el rostro bronceado por el sol del sur, mientras prende una flor en el abrigo de una niña india, quizá para su Primera Comunión.
El mayor de sus proyectos, que tardó veinte años en completar, fue una universidad para negros, la única católica del país: la Universidad Xavier en Nueva Orleans.
Veo una foto de una religiosa de la madre Katharine en una cocina, con cacerolas en el fuego y siete jóvenes negras a su alrededor, al parecer escuchando una receta de sopa. Es evidente que mantuvo los votos que había hecho tanto tiempo antes, prometiendo pobreza, castidad y obediencia, en un esfuerzo por "ser la Madre y Sierva de las razas india y negra", y nunca emprender ningún trabajo que pudiera tender a su abandono o descuido.
Que el sol salga de nuevo
Aquella Katie que conoció al presidente Grant como amigo de la familia, que presentó sus peticiones al presidente Hayes en nombre de los dakotas, vivió para ver a una prima lejana por parte de su madre, Jacqueline [Bouvier], casarse con un hombre llamado John, que pronto sería presidente [Kennedy].
A lo largo de sus noventa y seis años de vida, utilizó la fortuna de su padre de forma sabia y generosa, aunque ella misma vivió de forma llana y sencilla. "Desea poco en este mundo", aconsejaba a sus hermanas. Más bien debían resignarse a "la amorosa Providencia de Dios [su] Padre". Seguramente pensaba en la prudencia, la generosidad y la diligencia de su padre y su madre, que construyeron un hogar de santidad, como hizo la familia Martin en Francia para su amada Thérèse [Santa Teresita del Niño Jesús].
Hoy en día es fácil que el ruido de la acción política y la enemistad ahoguen la pequeña y tranquila voz de la conciencia. Deberíamos preguntarnos por qué la madre Katharine consagró a sus hermanas y a su orden al Santísimo Sacramento. Jesús está presente allí, realmente, plenamente, no solo como un signo. La madre Katharine no eligió ayudar a los indios y los negros desde el refugio de los símbolos políticos. Vivió con ellos. Montó en burro con ellos. Los alimentó y los alojó. Rezó con ellos. Fue pequeña con ellos. Y, en Cristo, fue grande con ellos.
Que el sol de su carisma vuelva a salir entre nosotros.
Traducido por Elena Faccia Serrano.