Vittorio Messori ha sido uno de los grandes referentes intelectuales católicos recientes y un gran apológeta mariano a través de obras como Hipótesis sobre María o Bernardette no nos engañó, libros que puede encontrar AQUÍ. Ahora aprovechando el centenario de las apariciones de la Virgen en Portugal ha prologado el libro de Vincenzo Sansonetti Inchiesta su Fatima. Un mistero che dura da cento anni [Investigación sobre Fátima. Un misterio de cien años], editado por Mondadori.
El diario La Nuova Bussola Quotidiana ha publicado algunos párrafos del prólogo, que por su interés Cari Filii News ofrece en español:
Todas las apariciones se parecen unas a otras, al tener como centro un llamamiento a la oración y a la penitencia; sin embargo, también son distintas porque cada una acentúa un aspecto particular de la fe. El aura que rodea a Lourdes es sosegada: tanto, que se ha observado que en ninguna otra ocasión María ha sonreído tanto, llegando incluso a reír en tres ocasiones. Dijo Bernadette: “Se reía como una niña”. Esta pequeña santa no sabía que fue esto, precisamente, lo que indujo a los austeros investigadores de la comisión que juzgaba su fiabilidad a ser aún más suspicaces. “¡Nuestra Señora riéndose! Vamos, ¡un poco de respeto por la Reina del Cielo!”. Al final tuvieron que aceptarlo: realmente había sucedido así. Es verdad que la que en la gruta dijo ser la Inmaculada Concepción asumió también un aspecto serio, repitiendo los llamamientos a la penitencia y la oración por uno mismo y por los pecadores. Pero el aire de serenidad, la falta de amenaza de un castigo es, quizás, uno de los aspectos que más atraen a los Pirineos a las multitudes que vemos.
Misericordia y justicia
La atmósfera de Fátima es, en cambio, sobre todo escatológica, apocalíptica. Aunque con un final que consuela y tranquiliza. Es evidente que la razón principal de la aparición portuguesa es recordar a los hombres la tremenda seriedad de una vida terrena que no es más que una breve preparación a la verdadera vida, a una eternidad que puede ser de alegría, pero también de tragedia. Es una llamada a la misericordia y, al mismo tiempo, a la justicia de Dios.
La actual insistencia unilateral sólo sobre la misericordia se olvida del et-et que preside el catolicismo [que no plantea o misericordia o justicia (aut-aut), sino misericordia y justicia (et-et), n.d.T.] y que, aquí, descubre en Dios al Padre amoroso que nos espera con los brazos abiertos y, al mismo tiempo, al juez que pesará en su infalible balanza el bien y el mal. Es verdad, nos espera un paraíso; pero es necesario merecerlo y para ello debemos utilizar del mejor modo posible los talentos, pequeños o grandes, que nos han sido confiados. El Dios católico no es, desde luego, el Dios sádico del calvinismo que, según su insondable voluntad, divide en dos a la humanidad: los que nacen predestinados al paraíso y aquellos a quienes espera el infierno ab aeterno. […] Es así, afirma Calvino, cómo Él manifiesta la gloria de su poder. No, el Dios católico no tiene nada que ver con este tipo de deformaciones. Pero tampoco es el Dios afable y permisivo, el tío tolerante que acepta todo y acoge a todos por igual, el Dios del que habla sobre todo el laxismo de los teólogos jesuitas (que fueron condenados por la Iglesia) y contra los que Blaise Pascal lanzó sus indignadas Lettres provinciales.
Aunque suene desagradable a oídos de un cierto “buenismo” actual, tan insidioso para la vida espiritual, Cristo propone a nuestra libertad una elección definitiva para toda la eternidad: o la salvación o la condena. Por lo tanto, podría tocarnos también ese infierno que hemos eliminado, pero pagando el precio que conlleva eliminar, también, las claras y repetidas advertencias del Evangelio. En éste sí encontramos la conmovida invitación de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”. Son muchos los gestos y las palabras que demuestran su ternura. Y, sin embargo, guste o no, en los Evangelios hay otras cosas. Hay un Dios que es infinitamente bueno y, también, infinitamente justo y a cuyos ojos, por lo tanto, un sinvergüenza impenitente no equivale a un creyente en Él que se haya esforzado, a pesar de sus límites y las caídas de todo ser humano, en tomar en serio el Evangelio. […]
El infierno no es una invención
En ese texto fundamental de la enseñanza de la Iglesia que es el Catecismo, enteramente renovado por deseo de Juan Pablo II y bajo la dirección del entonces cardenal Joseph Ratzinger (un texto que ha hecho suyo el espíritu del Vaticano II), los autores advierten: “Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión” (1036). Son precisamente estos llamamientos (a la responsabilidad y a la conversión) los que están en el centro del mensaje de Fátima y que hacen que sea más urgente y actual que nunca: ciertamente, mucho más que cuando María se apareció en la Cova da Iria.
Hace ya decenios que de la predicación católica han desaparecido los Novísimos, como los llama la teología: muerte, juicio, infierno y paraíso. Una reticencia clerical que ha eliminado -es más: en el fondo, ha renegado-, el antiguo y saludable adagio que ha salvado a tantas generaciones de creyentes: el inicio de la sabiduría es el temor de Dios. En la historia de los santos, esta conciencia de un posible fracaso eterno ha constituido un aliciente constante para practicar hasta el fondo las virtudes. Sabían que la existencia del infierno no es un signo de crueldad divina, sino de respeto radical: el respeto del Creador por la libertad concedida a sus criaturas, hasta el punto de permitirles que elijan la separación definitiva.
En la teología y en la pastoral actual, el obligado anuncio de la misericordia no está unido al anuncio, igualmente obligado, de la justicia. Pero si en Dios conviven con una dimensión infinita todas las virtudes, ¿puede faltar en Él esa virtud de la justicia que la Iglesia -inspirada por el Espíritu Santo, pero siguiendo también el sentido común- ha incluido entre las virtudes cardenales? Hay teólogos, respetados y conocidos, que desearían amputar una parte esencial de la Escritura eliminando lo que molesta a quienes se creen más generosos y buenos que Dios. Por consiguiente dicen: “El infierno no existe. Y si existe está vacío”.
¡Lástima que la Virgen María no piense lo mismo…! Es verdad que la Iglesia siempre ha afirmado la salvación de algunos de sus hijos, proclamándolos beatos y santos. Y la propia Iglesia nunca ha querido proclamar la condena de alguien dejando a Dios, justamente, el juicio final. Pero quien diga que el infierno puede existir, pero que está vacío, merecía que se le replicase: “¿Vacío? Pero esto no excluye la terrible posibilidad de que seamos tú y yo los que lo inauguremos“. Otros avanzan la hipótesis de que la condena es sólo temporal, no eterna: pero también esto contrasta con las palabras claras de Cristo, que en varias ocasiones habla de pena sin fin. Por tanto, a distintos concilios no les ha sido difícil rechazar una posibilidad como ésta, sin apoyarse en la Escritura.
“Rezad, rezad mucho”
[…] En la aparición más importante, la del 13 de julio de 1917, sucedió lo que sor Lucía narrará así, en 1941, en la famosa carta a su obispo: “El secreto que nos confió la Virgen consta de tres partes distintas, dos de las cuales estoy a punto de revelar. La primera fue, pues, la visión del infierno. Nuestra Señora nos mostró un gran mar de fuego que parecía estar debajo de la tierra. Sumergidos en ese fuego, los demonios y las almas, como si fuesen brasas transparentes y negras o bronceadas, con forma humana que fluctuaban en el incendio, llevadas por las llamas que de ellas mismas salían, juntamente con nubes de humo que caían hacia todos los lados, parecidas al caer de las pavesas en los grandes incendios, sin equilibrio ni peso, entre gritos de dolor y gemidos de desesperación que horrorizaba y hacía estremecer de pavor…”. […]
Jacinta, que murió tres años después, siendo aún una niña (tenía 10 años) y trastornada por lo que había visto en esos pocos instantes, dirá en su lecho de muerte: “Si sólo pudiera mostrar el infierno a los pecadores, harían todo lo posible para evitarlo cambiando de vida”. […] Visiones del infierno como ésta no son únicas en la historia de la Iglesia. Descubrir esta terrible realidad es una experiencia que han vivido muchos santos y santas. Y su credibilidad, también psicológica y mental, ha sido estudiada con rigor en los procesos canónicos. Limitándonos a las santas más conocidas y veneradas podemos mencionar a Santa Teresa de Ávila, Santa Verónica Giuliani, Santa Faustina Kowalska. Y entre los hombres, ¿podría faltar San Pío de Pietrelcina, el estigmatizado que vivió en lo sobrenatural como si fuera la condición más natural, hasta el punto de que se asombraba de que otros no vieran lo que él veía?
En Fátima, confirmando la centralidad en el mensaje del peligro de perderse, se incluye el hecho de que la Virgen enseña a los videntes una oración que se debe repetir en el rosario después de cada decena de Ave María. Oración que ha tenido una extraordinaria acogida en el mundo católico, hasta el punto que se recita allí donde se rece con la corona mariana. Dice: “Oh Jesús mío, perdónanos, líbranos del fuego del infierno; lleva a todas las almas al cielo, especialmente a las más necesitadas de tu misericordia”. Palabras todas ellas centradas, como se puede ver, en los Novísimos y dictadas a los niños por la propia Virgen. Lo que el cristiano debe implorar, sobre todo, es la salvación del “fuego del infierno”, además de pedir a la misericordia divina una especie de reducción del castigo de quien sufre en el purgatorio. La Virgen dijo “con tristeza”, como anota sor Lucía: “Rezad, rezad mucho y hace sacrificios por los pecadores. Muchas almas van, de hecho, al infierno porque no hay nadie que rece y se sacrifique por ellas“.
Bajo su manto
Pero volvamos a las últimas líneas del relato de la testigo Lucía, después de la visión de la terrible suerte de los pecadores impenitentes: “Inmediatamente levantamos los ojos hacia Nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza: ‘Visteis el infierno a donde van las almas de los pobres pecadores; para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si se hace lo que os voy a decir, se salvarán muchas almas”.
He aquí, por lo tanto, el consolador toque del todo cristiano; es más, católico […]. La verdad impone recordar que los hombres que se olvidan de la seriedad del Evangelio corren un grave riesgo. Pero la misericordia del Cielo está lista para proponer inmediatamente una solución: refugiarse bajo el manto de ella, de María, confiando en su Corazón Inmaculado, abierto a todo el que pida su maternal intercesión. […]
El peso creciente del pecado es grave, pero se indican las soluciones y, sobre todo, la Virgen guarda un final feliz, con las palabras justamente famosas y justamente fuente de esperanza para todos los creyentes. En efecto, después de haber profetizado las tribulaciones futuras, María anuncia, en nombre del Hijo: “Por fin mi Inmaculado Corazón triunfará”. Por consiguiente, la salvación personal es posible -y está sostenida por el propio Cielo- aunque se propague la iniquidad. Pero podemos tener esperanza en la conversión del mundo, que tendrá lugar en un futuro impreciso que sólo Dios conoce, confiando en el corazón de la Madre de Cristo, poderosa defensora de la causa de la humanidad.
¿Para qué “sirven” las apariciones? […] Fátima es una de las respuestas mayores para un mundo que, cada vez más, se olvidaba, y aún hoy lo sigue haciendo, del significado verdadero de la vida en la tierra y su continuación en la eternidad. Fátima es un mensaje “duro” que, en el lenguaje hodierno, diríamos “políticamente incorrecto”: precisamente por esto es evangélico, en su revelación de la verdad y en su rechazo a las hipocresías, los eufemismos, las eliminaciones. Pero como sucede siempre en todo lo que es verdaderamente católico, donde todos los opuestos conviven en una síntesis vital, la “dureza” convive con la ternura, la justicia con la misericordia, la amenaza con la esperanza. Así, la advertencia que nos ha llegado de Portugal es, a la vez, inquietante y consoladora.
Traducción de Helena Faccia Serrano (diócesis de Alcalá de Henares).