“Fui criada como católica. Mi padre se convirtió para casarse con mi madre, que era de una comunidad católica granjera alemana del sur de Texas. Íbamos a misa cada domingo y rezábamos juntos el rosario. Incluso cuando yo era pequeña eran fieles a los sacramentos, y después tuvieron incluso una conversión más profunda”, explica la hermana Miriam.
Sin embargo, la Miriam niña y adolescente no experimentaba la fe como algo vivo. “Crecí aprendiendo, básicamente, las ‘reglas’ del catolicismo. Veía a Dios como alguien al que hay que obedecer, y si no lo obedeces, te irás al infierno. Lo encontraba opresivo. No amaba a Cristo, en realidad ni siquiera lo encontré”.
Por supuesto, nunca pensó que acabaría de religiosa misionera. “Yo quería ser empresaria o periodista deportiva”, comenta.
La hermana Miriam James
aún recuerda como jugar a voleibol
De su pequeño pueblo del estado de Washington (al noroeste de EEUU) llegó a la pequeña universidad de Reno-Nevada para estudiar comunicación con una beca como deportista por su buen rendimiento como jugadora de voleibol.
Se le pedía ir simplemente a clase y aprobar más o menos las asignaturas, y entrenar mucho y jugar bien para la selección de la universidad. “Grandes viajes, y estancias en sitios buenos y los ayudantes del entrenador nos gestionaban muchas cosas”, recuerda.
Los entrenadores y ayudantes pedían a las jugadoras que estuviesen listas para los entrenamientos y los partidos y las castigaban si alguna no podía acudir por trasnochar, estar de fiesta o emborracharse. Pero no había ninguna supervisión más que esa. Los otros días Miriam se emborrachaba, iba de fiestas inacabables y, por supuesto, lejos de la supervisión familiar, dejó de ir a misa.
Hoy Miriam explica que ella buscaba amor, buscaba sentido y significado a la vida… “y tocaba a cualquier puerta”. Buscaba amor en los sitios equivocados, en relaciones dañinas, y en el alcohol buscaba olvido.
“Yo aún tenía sueños grandes, quería ser alguien. Pero como sabía que era infeliz, evitaba el silencio, la sobriedad… porque sabía que las cosas que me dañaban salían a la superficie en esos momentos”, recuerda.
En los programas de 12 pasos para dejar adicciones se suele decir: “tu dolencia es tan profunda como tus secretos”. “Esa era yo: tenía muchos secretos, que eran tóxicos, en mi interior. Yo ya sabía lo que era bueno y lo que era malo, pero tomaba decisiones que me dañaban y avergonzaban”.
Ha reflexionado mucho sobre eso para poder ayudar a otras personas. Señala que buscamos plenitud en cosas que no pueden dárnoslas, llegando a la adicción (en móviles, comida, ir de compras, alcohol, relaciones). “Un día entiendes que esas cosas te dañan, pero no estás dispuesta a dejarlas, y te autoconvences de que si tuvieras más de eso, todo se arreglaría”.
Hoy entiende que “hay algo en el ser humano que, desde el principio de los tiempos, le hace desear la eternidad”. Cuando experimentamos un momento hermoso, de plenitud, queremos que sea para siempre.
Pero también experimentamos una tendencia destructiva, engancharnos a cosas que no nos dan vida, pero nos mantienen caminando, aunque sea en círculos dañinos.
Ella empezó a salir de este ciclo cuando conoció a un sacerdote que llamó su atención: “Era divertido, con los pies en la tierra… y caminaba con Dios. Me decía verdades, me animaba a salir de donde estaba, como un padre espiritual”.
Fue un proceso lento. Lo conoció a los 19, y a los 21 ella aún no era capaz ni siquiera de reconocer que era alcohólica y que “estaba muy llena de lujuria, muy rota”.
Pero a esa edad le dijo: “Padre, no sé lo que tiene usted en la vida que es diferente, pero yo lo quiero”.
"Mirarle a él me hacía sentir que era posible vivir para Dios y ser feliz”, explica.
Miriam cree que Benedicto XVI lo expresa bien en su encíclica Spe Salvi: “el que tiene esperanza, vive distinto”. Y este sacerdote tenía esperanza, y así podía darla.
La transformación de Miriam fue lenta, con muchas caídas y recaídas. Pero entendió lo que necesitaba. Entendió que su corazón deseaba tres cosas buenas: amor, comunidad y belleza. Y entendió que las había buscado en modos y lugares incorrectos.
Al acabar la carrera universitaria y ya de vuelta a su casa, este sacerdote la invitó a acompañarla unos días en una misión en Nuevo México. Por supuesto, ella no quería ser misionera en absoluto, pero por confianza hacia él acudió.
“Allí no había televisión, de hecho no había casi nada que pudiera distraerme. Tenía mucho tiempo para estar en silencio. Y en ese silencio entendí que mi deseo último, final, era estar con Dios”.
“Y oí que Dios me llamaba. Sentí que en un momento oí con claridad que Dios me llamaba a ser suya. Y dije sí: eso fue hace 18 años”, explica en una entrevista a Coming Home Network, un portal de testimonios de conversos.
El proceso de conversión y de vocación siguió: requirió crecer en honestidad, en apertura, en sobriedad, aceptar el asesoramiento y la dirección espiritual y confesarse. "Era aprender cómo ser una persona, aprender cómo amar”. Finalmente, en 1998 entró en la Sociedad de Nuestra Señora de la Santísima Trinidad.
A la gente que evita el silencio, que busca engañarse atiborrándose de experiencias, emociones o adicciones para no dejar hablar a la conciencia y a Dios, les anima a pensar en esos momentos de paz y belleza verdadera y a imaginar cómo debe ser vivir eso eternamente: eso es lo que Dios da.
“Él quiere que seamos felices, y quiere que seamos felices en Él”, explica.