De hecho, el psicólogo católico Paul Stevenson, un australiano que ha conseguido llegar hasta allí (algo que el Gobierno de la isla dificulta a periodistas y activistas denegándoles visados), considera la situación mental y humana de los refugiados es peor que en una prisión, porque falta algo clave: falta la esperanza, el sentido de que mejorar es posible, de que hay control sobre la propia vida. Y sin eso se suceden los casos de intentos de suicidio, automutilaciones y autolesiones. Y todo tipo de abusos y corrupciones de los fuertes sobre los débiles.
En 43 años de carrera, Paul Stevenson ha estado en lugares golpeados por el horror. Estuvo con las víctimas de la masacre de Port Arthur en Tasmania (35 muertos y 23 heridos por el tiroteo de un desequilibrado en 1996) y con las de las bombas yihadistas de Bali (las de 2002 causaron 202 muertos y 209 heridos; las de 2005 causaron 20 muertos y 129 heridos). Y atendiendo a los afectados del tsunami de 2004. Pero dice que nada se parece al horror de Naurú.
Estaba allí en primavera contratado para atender a los guardias. Pudo visitar los centros de retención de inmigrantes y solicitantes de asilo 16 veces, en viajes de dos o tres semanas cada uno, durante 2014 y 2015. Después, en 2016, contó al The Guardian lo que había visto y el artículo tuvo 3 millones de visitas en Internet. Y de inmediato se le prohibió volver a la isla.
Un cristiano encuentra a Cristo y su esperanza también donde hay horror. En el tsunami, en Bali, en Tasmania, Stevenson encontró gente con coraje, con fe, con esperanza, con resiliencia ante el sufrimiento y la pérdida.
Pero en los centros de retención de Naurú no vio nada de esto.
“Si Dios tiene un plan, solo lo veremos en la plenitud de los tiempos. No hay mucha belleza donde los retenidos en Naurú. Me gustaría haber visto cosas grandes, pero es difícil verlas allí”, dice al Catholic Leader. “No ves destellos positivos, no ves la fuerza de la resilencia, no ves las pequeñas cosas positivas que hace la gente, no ves risa ni coraje, ni esperanza de mejoría”.
Naurú es un pequeño estado de 21 kilómetros cuadrados con una población de unos 10.000 habitantes
Stevenson explica que cada día se dan allí actos de lesiones y autolesiones, suicidios, gente que se cose los labios, o se corta, se daña, o que piden a otros que les peguen con rocas, que tragan detergente o repelente de mosquito… “Esta gente está tan desesperada que solo tienen su cuerpo para protestar”.
En una prisión un preso tiene cierto control sobre su vida: sabe cuando saldrá, sabe que con buen comportamiento, siendo un preso modélico, puede reducir su condena y mejorar sus condiciones, sabe que puede hacer talleres o aprender un oficio, sabe que puede salir antes con la condicional, o en fines de semana…
“Hay muchas cosas que puedes hacer en prisión para sentir que controlas tu vida, pero en Naurú y en la Isla Manus solo hay retención indefinida y no puedes hacer nada para mejorar. Puedes ser el interno más cooperativo y no mejorará nada. Cada día es, simplemente, retención indefinida”.
Están detenidos por haber intentado llegar en bote a Australia. Australia paga al microestado de Naurú (tiene 9.000 habitantes y es muy pobre) un buen dinero por mantener allí a los migrantes.
Y la opacidad es tremenda: es difícil para el mundo saber lo que sucede en esos lugares.
“Les castigan sin haber cometido un crimen, es injusto e inmoral, y las condiciones son peores que en prisión: viven en tiendas, a 40 grados de calor, con polvo y suciedad, sin agua fresca para beber, comidas insuficientes, sin cuidados médicos o muy inadecuados, y sin libertad para atender a tu familia o a tus propios hijos. Es asqueroso lo que se hace allí”.
Eso se hace a hombres mujeres y niños, y a menudo con familias separadas.
La reflexión sobre el sufrimiento es importante para Stevenson no solo como profesional de la psiquiatría, sino como católico, que encuentra un gran espacio de meditación cada año cuando ayuda a organizar una representación de la Pasión de Cristo en el colegio Iona de Wynnum, Brisbane. Fue actor ya como estudiante en 1971, y volvió en 1984 para ayudar en la organización. Participó activamente hasta 2012 y aún disfruta con ella.
Los refugiados que están retenidos en la pequeña isla viven sin esperanza y en muchos casos intentan suicidarse
“La Pasión es la historia más grande que se ha contado, y toda mi vida he intentado trabajar como hizo Jesús”, explica. Ha sentido varias veces que Dios se hacía presente durante esta representación. “Tenía un sentido de que Dios estaba ahí, y me decía: ‘hagamos que suceda’”, comenta.
Pero en Naurú ve un sufrimiento sin sentido, extremo y evitable. Como médico y como seguidor de Cristo, que pasó por la tierra curando y haciendo el bien, y aún sigue sanando y animando a sanar, Paul Stevenson dice: “Tenemos que aliviar el dolor”.
Aproximadamente un tercio de los habitantes de Naurú son católicos (unas 3.000 personas) son católicos, y han intentado ayudar a los retenidos pese a su pobreza. Los Misioneros del Sagrado Corazón que gestionan la parroquia también han puesto en marcha programas (recogen dinero en Australia, más que bienes, para ayudar a la economía isleña al mismo tiempo que a los internos). Pero hay poca transparencia con lo que sucede en los campos y hay guardias y mafias que abusan de los débiles.
Varias entidades sociales católicas de Australia han pedido que los detenidos sean llevados a la isla-continente y se ofrecen a cuidar de ellos: son grupos como el programa de las Briginidas para Búsqueda de Asilo, CatholicCare, Servicios Sociales Católicos, Servicios Sociales Jesuitas y Cabrini Health. Un estudio de la auditoría Australian Audit Office calcula que retener a cada uno de los internos en Naurú y en el campo similar de Isla Manus (en las Islas del almirantazgo, al norte de Papúa) cuesta al contribuyente 570.000 dólares autralianos al año (9.600 millones al año). Cualquier cosa que se hiciera con ellos en Australia misma, dicen las asociaciones católicas, sería infinitamente más barato y más humano.