Octavia, Olga y Pilar (41, 23 y 25 años, respectivamente) pidieron ver a un sacerdote antes de morir, pero al único que había lo habían asesinado el día anterior. Varias mujeres se habían ofrecido voluntarias para la ejecución, y tres de ellas la llevaron a cabo. Murieron gritando ¡Viva Cristo Rey! y ¡Viva Dios!, lo mismo que habían replicado desde su detención a cada promesa de libertad si gritaban ¡Viva Rusia! y ¡Viva el comunismo!
Las mártires de Somiedo eran enfermeras de la Cruz Roja de Astorga (León) que prestaban servicio en el frente asturiano, en el hospital del Puerto de Somiedo, a donde llegaron el 18 de octubre. Pudieron ser reemplazadas al cabo de una semana, pero no quisieron separarse de los heridos. El día 27, poco antes de que el lugar cayese en manos frentepopulistas, se les presentó la oportunidad de escapar y, por la misma razón, renunciaron. De poco sirvió, porque los 14 heridos fueron rematados en sus camas. A los prisioneros hechos ese día, incluidos el médico y el capellán, los mataron a todos, entre ellos dos falangistas fusilados inmediatamente antes de las enfermeras.
La historia de las mártires de Somiedo, cuyos restos se encuentran enterrados en la capilla de San Juan de la catedral de Astorga, es una entre muchas que implicaron víctimas de la Acción Católica. La cuenta Laura Sánchez Blanco, profesora de la Universidad Pontificia de Salamanca, en una obra muy ilustrativa: Rosas y margaritas. Mujeres falangistas, tradicionalistas y de Acción Católica asesinadas en la Guerra Civil (Actas).
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La obra rescata del olvido decenas de historias de mujeres de la Sección Femenina de Falange Española o de la Comunión Tradicionalista que, aunque todas ellas católicas, fueron asesinadas por razones prevalentemente políticas, sin excluir que en varios casos pudiese existir además una componente martirial, dado que no siempre es sencillo deslindar hasta dónde llega el asesinato político y hasta dónde el asesinato in odium fidei [por odio a la fe]. Sánchez Blanco añade seis historias de mujeres que sí fueron asesinadas por razones exclusivamente religiosas, en cuanto miembros de la Acción Católica y porque se les ofreció la apostasía como salvoconducto y la rechazaron.
Tres en Valencia, ya beatificadas en 2001: Florencia Caerols Martínez, Amalia Abad Casasempere y María del Pilar Jordá Botella (de 46, 38 y 31 años). Y las tres enfermeras de la Cruz Roja, cuya causa de beatificación avanza en el Vaticano hacia el reconocimiento del martirio.
En los primeros días tras saberse de la desaparición de las jóvenes, familiares y otras personalidades buscaron información acudiendo al delegado de Cruz Roja Internacional en España, Marcel Junod. En algún momento llegó a haber supuesta información de que seguían vivas, hasta que llegó el mazazo el 10 de febrero de 1937, cuando el delegado de Cruz Roja Internacional en Ginebra confirmó la muerte. Fue el primer caso conocido de enfermeras asesinadas premeditadamente por un bando en liza desde la fundación en 1863 del Comité Internacional de la Cruz Roja, por lo cual el estupor internacional ante el crimen fue notable.
En octubre de 1937 fue detenido como instigador de los crímenes un antiguo miembro del sindicato minero de la UGT, presidente de la Casa del Pueblo de Villaseca de Laciana (León), apodado El Patas, que sería condenado a muerte. Las había entregado a los milicianos para que hicieran con ellas lo que quisieran.
La profesora Sánchez Blanco destaca que, cuando las desenterraron, en enero de 1938, los cuerpos estaban en estado de casi incorruptibilidad (para lo cual pudo haber causas naturales, como las bajas temperaturas invernales de la montaña astur-leonesa), lo que permitió identificar perfectamente a cada una de ellas.
Pilar Gullón Iturriaga, de 25 años, la mayor de cuatro hermanos, era madrileña y miembro de la Hijas de María, de las Conferencias de San Vicente de Paúl y de Acción Católica. Era sobrina-nieta de Pío Gullón Iglesias (18351917), ministro de Alfonso XIII, y fue militante de Acción Popular y Renovación Española, aunque ninguno de estos hechos tuvo que ver con su muerte. Pilar no murió con la primera descarga, y antes de ser rematada perdonó a sus asesinos e imploró para ellos el perdón de Dios.
Octavia Iglesias Blanco, de 41 años, nació en Astorga, era hija única y había vivido siempre con sus padres, por lo que su asesinato fue para ellos particularmente devastador. Era prima de Pilar y, como ella, de las Hijas de María, las Conferencias de San Vicente de Paúl y la Acción Católica, además de catequista. Durante el breve cautiverio se preocupó de los demás, pidiendo agua para los desfallecidos y sirviéndosela, como contó Concha Espina en el escrito que consagró a las tres mártires: Princesas del Martirio.
Olga Pérez-Monteserín Núñez, de 23 años, nació accidentalmente en París, en uno de los viajes profesionales de su padre, el pintor Demetrio Pérez-Monteserín (18761958), natural de Villafranca del Bierzo asentado en la capital maragata. Durante el asalto al hospital, Olga recibió una herida superficial de bala en la cara, sin que ello le apartase de cuidar a los enfermos. El dolor de su padre ante la muerte de su hija se plasmó en su cuadro del Redentor titulado La Santa Faz del más Grande Dolor, pintado en aquellos momentos dramáticos y que quiso firmar con la fecha de la pérdida.
Olga, junto a sus padres.
"Con la llegada del Gobierno republicano, las mujeres de Acción Católica se movilizaron en defensa de la religión católica", explica Laura Sánchez Blanco al introducir el capítulo que dedica a sus mártires. Tras los debates sobre la Constitución, centraron su actividad "en el apostolado religioso, en la caridad y en la familia católica", y al comenzar la guerra "desarrollaron una gran labor asistencial, educativa y moral". Muchas lo pagaron con su vida.
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