"El papa Francisco, en las cuestiones sociales y económicas, es un ortodoxo defensor de la doctrina católica", subraya Juan Manuel de Prada en su colaboración del pasado sábado en XL Semanal. El autor de Mirlo blanco, cisne negro comentaba así las difundidas palabras del pontífice en una entrevista concedida a Eugenio Scalfari sobre alguna coincidencias entre comunistas y cristianos.

"Resulta evidente", afirma, "que el Papa pretendía distinguir entre el mandato evangélico y la ideología comunista (a cuyos propagadores llama implícitamente «demagogos» y «barrabases»); pero de inmediato los sembradores de cizaña propagaron que el Papa había afirmado que católicos y comunistas piensan lo mismo, para que los católicos chorlitos reaccionaran paulovianamente y juzgasen al Papa un peligroso comunista".

Prada denunciaba así a quienes rechazan la doctrina social de la Iglesia porque "no solamente odian a Francisco, sino también y sobre todo a la institución de la que es cabeza visible".

Por su interés, reproducimos a continuación el artículo en su integridad (las negritas son de ReL):


Afirmaba Chesterton que, al entrar en una iglesia, se nos pide que nos quitemos el sombrero, no la cabeza. Esta máxima es la que me ha animado, durante los últimos años, a discrepar en algún artículo de ciertas declaraciones, ‘gestos’ o poses del papa Francisco, al que sin embargo he aplaudido en otros artículos. Me ha llamado mucho la atención que, cada vez que he discrepado del Papa, mis artículos han sido difundidos interesadamente, mientras que los artículos en los que lo he defendido han sido concienzudamente silenciados. Además, he podido comprobar que muchos hipócritas que me felicitan privadamente por los artículos en los que (con el sombrero entre las manos, pero con la cabeza sobre los hombros) denuncio ciertas delicuescencias papales se afanan luego en utilizarlos para estigmatizarme en círculos oficialistas católicos. Pero todas estas vilezas las sobrellevo con paciencia, pues tengo bien identificada a la chusma que las promueve, formada por falsos y puritanos creyentes que necesitan demonizar al creyente sincero, pero pecador, para medrar y cuspidear en aquellos ámbitos eclesiásticos donde se mueven el dinero y las influencias. Y, además, ser estigmatizado por esta chusma constituye un timbre de gloria.

Tengo las espaldas anchas y he quemado todas las naves. Sin embargo, no soporto que mis críticas puntuales al Papa sean metidas en el mismo saco que los alevosos y torticeros ataques que el Papa recibe por oscuras razones ideológicas, o por sórdidos intereses económicos. Pues mis críticas son las de alguien que estaría dispuesto a derramar hasta la última gota de sangre en defensa de Francisco; mientras que estos ataques están urdidos por gentes que no solamente odian a Francisco, sino también y sobre todo a la institución de la que es cabeza visible, que -como nos enseñaba Chesterton- guarda en sus cimientos la única dinamita que puede cambiar el mundo. Y lo más triste es que muchos católicos chorlitos se están dejando pastorear por estos sembradores de cizaña, que odian al Papa por razones ideológicas y anhelan conducir a estos católicos chorlitos hasta su redil ideológico. Así, por ejemplo, en una entrevista reciente, Eugenio Scalfari afirmaba que el mandato evangélico de amor al prójimo «es el programa del comunismo»; a lo que el Papa respondía muy pertinentemente que en todo caso «son los comunistas los que piensan como cristianos» en este punto, precisando que «Cristo ha hablado de una sociedad donde los pobres, los débiles, los excluidos puedan decidir; no los demagogos ni los barrabases». Resulta evidente que el Papa pretendía distinguir entre el mandato evangélico y la ideología comunista (a cuyos propagadores llama implícitamente «demagogos» y «barrabases»); pero de inmediato los sembradores de cizaña propagaron que el Papa había afirmado que católicos y comunistas piensan lo mismo, para que los católicos chorlitos reaccionaran paulovianamente y juzgasen al Papa un peligroso comunista.

Pero lo cierto es que el papa Francisco, en las cuestiones sociales y económicas, es un ortodoxo defensor de la doctrina católica. Lo ha sido también, recientemente, en un discurso pronunciado en el Encuentro Mundial de Movimientos Populares, donde ha denunciado que el dinero gobierna «con el látigo del miedo, de la iniquidad, de la violencia económica, social, cultural y militar», imponiendo una «dictadura terrorista» y levantando «muros que encierran a unos y destierran a otros». Lo ha sido, desde luego, cuando ha lamentado que se destinen sumas escandalosas para evitar la bancarrota de los bancos y ni siquiera se destine una milésima parte para evitar la «bancarrota de la humanidad», que se encarna en tantos millones de personas que sufren guerras, éxodos y exclusión. Y, por rebelarse contra el ídolo del dinero, «que reina en lugar de servir, que tiraniza y aterroriza a la humanidad», por proclamar desde la más rigurosa ortodoxia católica estas verdades del barquero, el Papa escandaliza a los sembradores de cizaña, que lo tildan de «rojo», porque saben que en sus palabras se contiene la única dinamita que puede renovar el mundo, la única dinamita que puede arrojar al vacío cósmico toda la basura ideológica con la que estos moscones han envenenado a tantos católicos chorlitos.

Seguiremos entrando en una iglesia con el sombrero entre las manos y con la cabeza sobre los hombros. Y seguiremos, mientras nos dejen, señalando a los sembradores de cizaña que quieren descabezar a los católicos con una doble estrategia: denigrando burdamente al Papa y atiborrando nuestras cabezas de alfalfa ideológica.