Nacida hace 31 años en Honolulu (Hawái) la hermana Conway es la menor de seis hermanos de una familia profundamente católica. Primero fue al colegio de las Religiosas Dominicas de Nashville y de ahí pasó al instituto, donde comenzaron los problemas. “El instituto también era católico, pero allí no había religiosas y mi madre era la directora. Me eché malos amigos, y ya la primera semana mi madre tuvo que valorar si expulsarme del instituto, porque había cometido un acto vandálico”.
Y es que en plena adolescencia ella se dejó llevar por las malas influencias. “Ante la presión de no querer ser conocida como la hija de la directora, escogí amigos que para mí eran buenos, pero mi madre siempre me avisaba. Como ella era la directora, los conocía, y sabía que eran chicos que ya habían dado problemas en el instituto en años anteriores”.
Los años fueron pasando en el instituto hasta que un día, una compañera se acercó para tener con ella una conversación que iba a ser trascendental: “El último año, una chica se me acercó y me preguntó por mi relación con Dios. Yo la dije que quién era ella para preguntarme sobre ese tema, cuando ella era una persona de mala reputación, conocida por su vida libertina. Ella me contó que había estado en un retiro y que eso había cambiado su vida, que había comenzado a tener una relación con Dios. Supongo que como ella me veía mal, quería ayudarme, porque yo a lo que me dedicaba era a ir de fiesta, a cometer actos vandálicos, a tener malas conversaciones”.
Megan recuerda como si fuera ayer aquella conversación de más de tres horas que resultó clave para su conversión posterior: “Me di cuenta de que había perdido la relación que había tenido anteriormente con Dios. En la conversación con ella nació de nuevo el deseo a volver a tener esa relación con el Señor. En esta época aquella compañera me ayudó mucho”.
De ahí pasó a la universidad y de nuevo se dejó llevar por el miedo a ser rechazada socialmente. Llegó con una beca de deportes. “Cuando perteneces a un equipo de futbol, lo haces todo con ellos: salir, comer, ir de fiesta… Tienes que hacerlo todo con el equipo. Como entrenábamos juntos, después íbamos todos al mismo sitio, porque si no te acusaban de causar desunión”.
Además, Conway recuerda que “el trato entre chicos y chicas era muy malo: relaciones prematrimoniales, bebida, drogas, malas diversiones… Yo iba con ellos a pesar de que en mi cabeza estaban siempre los consejos que mi amiga me había dado en el instituto y todo lo que habíamos hablado”.
El pago de esa dicotomía, entre lo que sabía que debía hacer y lo que realmente hacía, fue la tristeza: “En esta época, se notaba que yo estaba muy triste. Mis padres se daban cuenta y, cuando volvía a casa, sentían que algo me pasaba. Yo estaba metida en ese ambiente para no estar sola, pero me sentía más sola que nunca. Por otro lado, sabía que lo que hacía estaba mal, y que yo conocía otra cosa, sabía que Dios existía y que Él esperaba otra cosa de mí”.
Y es que aquella amiga del instituto todavía tenía mucho bien por hacer. “Cuando ahora miro hacia atrás, sé que Dios siempre está conmigo, nunca estoy sola. Pero antes no lo veía así, y creía que no estar sola significa estar siempre rodeada de gente. Pero, a la vez, como no era feliz, me daba cuenta de que tenía que salir de este ambiente. Recuerdo que cuando yo hablaba con mi amiga del instituto sobre Dios, y empezó a cambiar mi vida, yo le dije que si me convertía tenía que ser monja porque, para mí, la única manera de corresponder al Amor que Dios me tenía era entregándome totalmente”.
Después de un año en esa Universidad, la Hna. Megan Mª comprendió que debía cambiar de Universidad para tratar de encontrar un ambiente más sano. Entró en una universidad católica, pero se encontró con un tremendo escándalo, es decir, con una piedra de tropezar y caer, como dice Jesucristo en el Evangelio. “No me daba cuenta de que hacíamos dos cosas que eran incompatibles: primero íbamos de fiesta, luego el sábado nos confesábamos -con poca intención de cambiar de vida- y el domingo íbamos a Misa. Y así siempre, una semana tras otra”.
De nuevo, el Señor habló a su corazón a través de una amiga que comenzó a cambiar: “Tenía una compañera de habitación con la que siempre me iba de fiesta. Un día me la encontré llorando y le pregunté qué le pasaba. Me dijo que se había confesado y que pensaba que tenía vocación. Ella tenía novio, pero rompió con él y me dijo que tenía que discernir, tenía que ver si verdaderamente tenía vocación”.
Un día su amiga le comentó que la habían invitado a cenar con las religiosas de la universidad y el fundador del centro y la invitó a ir con ella. “Yo no quería pero al final me convenció”, cuenta Megan. “Fue como cuando el Señor cenó con Mateo, el publicano. El Señor me hablaba directamente. Mientras el Padre conversaba con mi amiga y con las hermanas, yo me iba preguntando qué era lo que yo hacía allí. Fui recordando lo que había vivido con las Dominicas, lo que había recibido de mis padres, todo lo que había perdido, cómo había llegado a esa universidad… Y veía que era Dios el que me había conducido hasta allí”.
A partir de ese momento, Megan comenzó a cambiar un poco. Un día, una hermana le hizo una pregunta que la desconcertó: “Me preguntó: “Oye, ¿tú sabes que estás llamada a ser santa?” Yo me quedé extrañada (…)Tenía mala reputación por mi actitud en las clases, era muy negativa, contestaba fatal a los profesores, iba a las fiestas y hacía lo que quería… Por eso, yo le decía a las hermanas: ‘Vosotras no sabéis quien soy yo. Yo tengo muy mala reputación, no puedo ser buena como para ser santa’. Las hermanas me animaban y, poco a poco, me fui acercando cada vez más a ellas”.
Un día asistió a una reunión de formación cristiana que daban las hermanas: “No dijeron nada nuevo realmente, pero para mí -en aquel momento de mi vida- fue totalmente nuevo. Me hablaban del amor de Dios, del que yo dudaba porque vivía mal. Me hacían reflexionar, hablábamos sobre el pecado, la vida de la gracia, la santidad… Y me di cuenta de que si yo me moría en aquellos momentos, como estaba tan lejos de Dios, me iba al infierno”.
La hermana Megan en el programa Cambio de agujas
Este pensamiento me movió a querer cambiar cuanto antes, pero era una lucha, porque tenía mis amigos, y cuando me veían con las hermanas me decían que iba a ser una de ellas, y me bromeaban con ese tema diciéndome que sería la monja más guay, porque sería la que más aguantara bebiendo, y cosas así. Yo les decía que no quería ser monja, que solo me enseñaban cosas buenas. Ellos me escuchaban y después cambiaban de tema”.
El proceso de conversión estaba ya en marcha, tenía muchas luchas pero una confesión supuso otro punto clave en su camino. “Le expliqué al sacerdote que estaba muy quemada de la vida(…) Me dijo que el Señor no me rechazaba ni me odiaba, sino que me acogía y me enseñaba el camino”.
De ahí fue a la capilla y vio claramente que la Virgen le pedía tres cosas: “Una de ellas era dejar mis malos amigos. Gracias a la confesión, Dios me dio la fuerza para hacerlo. Después de esta confesión, y gracias a la Virgen, me sentí muy fuerte y pude hacer aquello que antes no podía hacer. Dejé de ir a las fiestas y con mis amigos”.
Esa decisión le llevó a ganar la paz que tanto ansiaba. “Tener esa paz y seguridad merece la pena, se superan todos los obstáculos. Cuando conoces la misericordia y paciencia de Dios que está esperándote, en el momento en que encuentras esto, adquieres una paz y seguridad en su amor que te ayuda a superar todas las otras cosas, entonces ganas la paz de la conciencia y la fuerza de su misericordia y su amor. Y, es gracioso, porque tú te haces propiedad de su Misericordia, pero a la vez su misericordia se hace tu propiedad”.
Y así pudo decir finalmente sí a Dios y ahora ella transmite esa misma paz a jóvenes que eran como ella hasta que halló el tesoro de la fe. “Para lograr esto, tienes que confiar y abandonarte en el Señor, no mirarte a ti mismo, olvidar lo que pierdes que, en realidad no es nada, porque lo que vives es nada, y pensar en lo que vas a ganar que es Dios mismo, es su misericordia, es el cielo, su amor”.