En Bagdad los sacerdotes argentinos del Verbo Encarnado y las religiosas calcutas cuentan con un ayudante peculiar, Antonio Baccassino, un italiano que pasó primero por la cárcel, después por la droga y ahora quiere trabajar con discapacitados, visita refugiados y echa una mano a la atribulada comunidad cristiana del país.
Él dice que lo que le transformó fue "el Amor Jesús", un "amor que no juzga"... y que así cambia el corazón. "He pasado la mitad de mi vida en la cárcel, y mucho más cometiendo delitos; teniendo problemas por las drogas", explica a la revista italiana Credere (www.credere.it).
Tiene 50 años, aprendió a relacionarse con Dios solo a partir de los 40 y desde hace 18 meses se ha incorporado como laico evangelizador a la Comunidad Papa Juan XXIII (www.apg23.org/es/) fundada por Don Oreste Benzi.
Antonio Baccassino ha vivido momentos violentos en su vida, pero Bagdad es otro mundo, con sus bombas cotidianas. "Los ataques están a la orden del día, ya ni siquiera es una novedad que casi todas las noches tengamos cuatro o cinco muertes", explica desde la capital de Irak.
"Un día yo estaba de compras y la gente tenía miedo de que nuestro coche, que aparcamos cerca de una tienda de comestibles, fuese un coche bomba. Los años de guerra han potenciado la violencia desde la escuela. Una vez, en un restaurante de barrio, apareció un hombre con guardaespaldas, pero como las mesas estaban ocupadas, mató a algunos clientes gritando: «Ahora hay sitio»". Son anécdotas que cuenta para explicar el ambiente.
Antonio considera que no es correcto explicarlo como "una guerra entre religiones, porque la mayoría de los que mueren son musulmanes. A los cristianos los hostigan particularmente porque representan un elemento de diversidad. Desde que empezó la guerra en 2003 hasta hoy, muchos se han visto obligados a huir".
Vive en la capital iraquí con Stefano, otro italiano miembro de la Comunidad Papa Juan XXIII. Les acogen dos curas argentinos del Instituto del Verbo Encarnado y se alojan en un gimnasio de Cáritas. Por la mañana ayudan a las Misioneras de la Caridad, la congregación de Santa Teresa de Calcuta, repartiendo alimentos a una treintena de personas con discapacidad. Por la tarde visitan a refugiados: cristianos, yazidíes y musulmanes sunitas y chiítas.
Antonio explica que su objetivo "es abrir en breve una casa hogar para las personas con discapacidad. Aquí en Irak la mayoría cree que una persona con discapacidad representa un castigo de Dios y que trae deshonra a su familia".
Antonio llegó a Bagdad después de estar en una misión de Haití atendiendo a víctimas y heridos del terremoto. Allí profundizó en el arte de "compartir sin límites el tiempo, donde desde la fe aprendes no tanto a pensar racionalmente sino a estar unido con el prójimo". "Yo soy el evangelizado; si a través de mi conversión puedo ser un puente de atracción hacia el Evangelio para otra persona, bienvenido sea".
Él sabe, desde pequeño, lo que es perder la libertad. "La primera vez que terminé tras las rejas, a los 14 años, pude gustar lo que era un régimen especial de detención y ser considerado alguien peligroso para la sociedad. La cárcel te destruye".
Más adelante, en la cárcel de Spoleto, se animó a estudiar pedagogía y lo hizo con constancia y éxito. Se graduó con una tesis (110 cum laude) titulada "La genealogía del poder de Foucault". "El estudio me ha dado la oportunidad de salir de una subcultura, y de ver la vida con otros ojos", reflexiona.
Salió de prisión pero estaba lleno de amargura, "disgustado de la vida". Como un "gran estúpido", reconoce, buscó la droga. De forma inesperada, esta re-caída lo terminó llevando a la Comunidad Papa Juan XXIII.
Su conversión ocurrió a los 40 años. "Hasta entonces nombraba a Dios solo para jurar blasfemando". Un momento de cambio lo experimentó en una peregrinación con esta comunidad. "Cuando me llevaron a Roma para un encuentro con el Papa en la Plaza de San Pedro, frente a ese río de gente, pensé: «¿Soy yo el loco, o ellos lo están?»". Fue una de las primeras ocasiones de su vida –recuerda Antonio- en que comenzó a mirar en su interior: "La Comunidad me propuso ser parte de un programa terapéutico no para ‘drogadictos’, sino para cambiar mi vida: tomar conciencia de que toda vida humana, y por lo tanto también la tuya, tiene un valor y no se puede tirar a la basura".
"Un pequeño y anciano sacerdote, don Eugenio, sabía dónde estaba el nudo del problema. Me repetía que yo no me juzgara".
- Si no me juzgo, me olvido... -decía Antonio.
- ¿Quién eres tú para juzgarte? ¡No te corresponde eso a ti!- le gritaba el sacerdote, firme, añadiendo algunas palabrotas.
"Ese curita (diminutivo cariñoso de sacerdote) me introdujo en el Amor Jesús; no un Jesús de la venganza y la flagelación. Perdonarme a mí mismo no era fácil y en la misión descubrí que si no podía amarme a mí mismo no podría amar a los demás. Si Dios no me ha juzgado, ¿quién soy yo para juzgar? Esto no significa que me olvido de mi pasado, pero cuando se acepta esto, se quita una carga de la espalda, porque mirar hacia atrás y mantenerse en paz, no siempre es fácil".
Antonio todavía sufre cuando mira en su interior y revisa el pasado: "El don de la paz es lo primero que le pido a Dios cada mañana. Viví pasando límites sin ser nunca -tanto en lo físico como lo mental- libre de la cárcel y las drogas. Hoy, sin embargo, la única libertad verdadera la tengo en Dios, eligiendo confiarme a Él".