En 1977, el jesuita Bertrand Lepesant fundó en La Thumenau, cerca de Estrasburgo, el Pozo de Jacob, una comunidad surgida de la Renovación Carismática francesa donde restaurar al hombre en su dimensión física, psicológica y espiritual y fomentar la unidad de los cristianos.

Durante muchos años, uno de los principales responsables del Pozo de Jacob fue el sacerdote Bernard Bastian, alsaciano nacido en 1955 y médico con varios años de ejercicio antes de entrar en el seminario.

Fue víctima desde muy pequeño de una grave enfermedad en la columna que le confinó a una silla de ruedas.  Y su camino pudo torcerse muy pronto por los caminos del espiritismo. Él mismo ha contado su historia de conversión y superación en La Vie a la periodista Alexia Vidot, en un testimonio que traducimos a continuación.

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Bernard Bastian, el hombre que quería alas

Mis padres tenían un restaurante obrero en La Walk, una localidad de la Alsacia profunda e industriosa donde abundaban los fabricantes de calzado. Mamá cocinaba y los cuatro hermanos servíamos las mesas cuando salíamos del colegio.

Fue una infancia feliz y laboriosa, pero que la enfermedad perturbó muy pronto. Conservo un vivo recuerdo del día en el que me atrapó. Yo solo tenía seis años. Era una tarde de invierno. Una batalla de bolas de nieve en el prado que había detrás de casa. De repente, un dolor fulgurante. Que jamás se fue.

El diagnóstico llegó semanas más tarde, cuando un médico de Estrasburgo detectó un gran absceso, del tamaño de una mandarina, en mi columna vertebral: tuberculosis ósea. Había que operar urgentemente. Mis padres me dejaron solo en aquel hospital infantil donde iba a permanecer durante largo tiempo. 

Fue una experiencia terrible. Todavía veo aquella enorme habitación de 16 camas de hierro. Todavía escucho el terrible sonido de la sierra para quitar las escayolas. Y las religiosas enfermeras, vestidas de negro, serias y austeras, que rezaban religiosamente las oraciones e medio de la sala. Me hacían pensar en mi párroco, de quien se rumoreaba que se había vuelto loco durante la guerra y gritaba en todas las misas.

Cuando el miedo me agobiaba en mi cama del hospital, me aferraba con fuerza a la foto minúscula plastificada de Santo Domingo Savio que mamá me había puesto en la blusa con un imperdible. Aquella era mi fe por entonces.

Al cabo de un año y medio volví a casa. En el pueblo se me veía como alguien que ha estado enfermo mucho tiempo, como un animal de circo. Pese a todo, la vida retomó su curso, casi con normalidad.

Otro golpe a los 15 años

Hasta aquella mañana, cuando tenía 15 años: la enfermedad había vuelto hasta el punto de paralizar mis piernas, y tuve que tomar de nuevo el camino de la clínica y de la habitación de mis 6 años. Luego me mandaron a la región de París, a un centro donde los internos, 220 chicos, alternaban sesiones de rehabilitación y estudios escolares.

En aquella época no era fácil tener una discapacidad. Sufrías humillación tras humillación. Ese sufrimiento me lanzó a una búsqueda espiritual desesperada: yo quería alas... y no tenía piernas. Físicamente débil, atrapado en una silla de ruedas, debía ser fuerte de espíritu para poder ocupar mi lugar en la sociedad.

Espiritismo, "hipnotizar", "magnetizar", lo esotérico...

Fue entonces cuando conocí a François, uno de los jóvenes del centro. Este tipo siniestro era miembro de la sociedad espiritista de Allan Kardec, el “papa” del espiritismo. Me enseñó que se podía hipnotizar a las personas, magnetizarlas, dirigirlas con el pensamiento.

Creyendo poseer al fin la llave para mi revancha de las personas válidas, me metí a fondo en el universo de lo esotérico y lo oculto. Comencé a formarme con ahínco.

Establecimos nuestro cuartel general en la sala del capellán. Este hombre generoso era bueno conmigo, aunque su fe no me convencía. Un día, durante una pausa para el café, vi sobre una mesita un [ejemplar de la revista] Paris Match abierto: “Hablan otras lenguas”.

El título del reportaje, realizado en una capilla parisina, me intrigó, porque en ese momento yo buscaba a médiums del calibre de Eusapia, esa italiana célebre que hablaba lenguas.

“¡Padre, me gustaría ir!”, le dije. No se hizo de rogar, dado que –sospecho- él mismo había dejado abierta la revista en la página adecuada... Fuimos poco después. 

Buscaba espiritistas, pero encontró católicos

Al ir avanzando la tarde, me di cuenta de que no estaba donde creía estar: aquellas personas no eran médiums, sino cristianos de la Renovación Carismática, de una comunidad totalmente nueva llamada Emmanuel. En vez de lamentarlo, me sentía muy feliz, con el corazón sorprendentemente tranquilo y en paz. Y esa paz contrastaba con la angustia en la que vivía habitualmente y me carcomía por dentro.

“Al menos hay algo para mí en la casa de Dios”, me dije al entrar en el centro. De la noche a la mañana, abandoné mis actividades ocultas, convencido de haber ido hasta ese momento por el camino equivocado.

Siete meses más tarde, en agosto de 1974, me encontraba en la apertura del concilio de jóvenes de Taizé [el famoso monasterio ecuménico en Borgoña]. Llovía sobre la colina y mi silla se hundía en el barro, pero al ver a aquellos 50.000 cristianos me di cuenta de que no era de locos creer en Jesucristo, que esa historia se sostenía bien.
 
Encuentro de oración de jóvenes en monasterio ecuménico de Taizé, en Francia

El año en el que concluí el bachillerato, mi naciente fe transformó el deseo de ser médico que alimentaba desde hacía algún tiempo: ya no para hacer medicina oculta, sino para atender a las personas como yo, presas del dolor. El jefe de estudios se rio en mis narices cuando le hablé de ello. Pero yo me mantuve. Y a partir de ese día, comencé a recuperar poco a poco el uso de mis piernas...

En julio aprobé el bachillerato en silla de ruedas... ¡y en octubre  entraba en la facultad de Medicina de Estrasburgo apoyado sobre bastones canadienses! No digo que fuese un milagro, pero creo que el poder de Dios, mi voluntad loca por vivir y el trabajo de la naturaleza se aliaron para corregirme, tanto en sentido estricto como en sentido figurado.

Una señal el primer día de universidad

Mi primer día de Universidad, al llegar al anfiteatro de 700 plazas para 1400 estudiantes, me di cuenta de que iba a necesitar ayuda de una comunidad como la del Emmanuel. En el mismo instante en el que  me hacía esta reflexión, un tipo se levantó de entre la masa y proclamó para todos: “¡Quienes busquen un grupo de oración carismática, es el lunes por la tarde en tal dirección!” ¡Aquello era para mí!

Acudí enseguida y viví todo un camino de conversión con lo que se convertiría en el Pozo de Jacob.

Fue largo y escarpado. Pues, por “anormal” que yo fuese para la sociedad, yo deseaba tanto ser normal –y por tanto casarme-, que una llamada al sacerdocio lo tenía muy difícil para labrarse un sendero en mi corazón. Pero el Espíritu me permitió conocer a personas inspiradas que supieron transmitirme las palabras que necesitaba para discernir y avanzar.

En agosto de 1982 dije “sí” al Señor para ser sacerdote, pero continuando siendo médico. El obispo aprobó la idea y me aconsejó practicar antes durante unos años antes de entrar en el seminario. Así lo hice y fui muy feliz, primero en el hospital y luego en una consulta policlínica. 

Al cabo de cinco años, sentí que algo no estaba en orden: cuando salía a trabajar por la mañana, mi corazón se quedaba en el Pozo de Jacob, donde vivía en comunidad y del que era moderador desde 1990. Había llegado el momento de renunciar a mi profesión para abrazar mi vocación sin reservas. En enero de 1992 estaba en el despacho del rector del seminario y en junio de 1993 el obispo de Estrasburgo me ordenó sacerdote y me confió la capellanía de un grupo de hospitales. (Mi recorrido fue tan rápido porque había hecho la teología a la vez que medicina.) 

Con el paso de los años, vi al Espíritu actuar poderosamente en mi vida y, sobre todo, en mi pobreza. Una última peripecia me  hizo comprender que, incluso en mi silla, Él era verdaderamente el Padre de los pobres.

Operación a corazón abierto in extremis

Fue en 2009. Al comenzar un retiro que predicaba sobre la vida en el Espíritu, mi principal válvula cardiaca se rompió... El 3 de septiembre, yo estaba en la mesa de quirófano para una operación a corazón abierto. Salió mal y mis órganos empezaron a fallar uno tras otro. Era mi fin. Los médicos avisaron a mi entorno para el último adiós. Ya me iban a dar por perdido, cuando el cirujano, in extremis, decidió volver a operarme.

“¿Vuelves para hacer la guardia de Navidad?”: fue la primera frase que escuché al salir del coma... ¡a primeros de diciembre!

Tetrapléjico, incapaz de hablar e incluso de tragar, me desperté lleno de dolores. Mi sufrimiento era tan enorme que muchas veces pensé en el suicidio.

Entonces me embargaba la vergüenza y rezaba: “Señor, tú que sufres en la Cruz, eres el único que puede comprenderme”. Era un grito.

Una mañana, un médico me miró con sus grandes ojos negros y me dijo con autoridad: “¿Así que el señor Bastian quiere morir? En mi religión musulmana creemos en el destino. El suyo aún no se ha cumplido, así que aguante”.

Me quedé conmocionado. Al día siguiente, mi obispo me confió que estando en oración había tenido la intuición de que mi misión en la tierra no había terminado. Esas dos personas, que habían profetizado sobre mí, hicieron que desapareciese todo deseo de morir.

El día de Navidad, en la capilla del hospital, cuando todavía tenía que luchar para mantenerme consciente, concelebré la misa. Yo era la imagen de aquel pesebre que servía como altar: llevaba un tesoro como en una vasija de arcilla. San Pablo lo resume todo cuando pone en boca de Dios: “Te basta mi gracia, porque la fuerza culmina en la flaqueza” (2 Cor 12, 9).

Vídeo breve sobre la vida en la comunidad Pozo de Jacob, con el padre Bastian celebrando misa en silla de ruedas