El padre Ignacio Amorós (1986) es un joven sacerdote madrileño entregado en cuerpo y alma a la urgente tarea de ganar almas para Dios ya sea por tierra, mar o aire. En estos momentos es misionero en Uruguay, pero a la vez es un incansable evangelizador a través de los medios digitales al ser conscientes de la "sed" de Dios que hay en el mundo.

De los contenidos formativos del canal "Se buscan rebeldes" ha visto recientemente la luz el libro La revolución de Dios (Editorial Nueva Eva), en cuyas páginas se presenta de manera brillante "la belleza de la fe católica hoy".

Doctor en Teología ya siendo sacerdote, antes de ingresar en el seminario Ignacio Amorós se licenció en Administración de Empresas por CUNEF y ejerció como consultor y broker de derivados financieros, obligándole a viajar por toda Europa.

Tenía un trabajo con grandes perspectivas, dinero, una novia, buenos amigos... pero Dios le llamaba a ayudarle a apagar la "sed" de su amor que hay en todo el mundo. Una vocación que descubrió gracias a la Madre Teresa y a las Misioneras de la Caridad.

En esta entrevista con ReL habla de evangelización, pero también de su interesante historia personal:

-¿A día de hoy para mostrar la belleza de la fe católica hace falta una revolución? ¿En qué consiste esta "revolución de Dios"?

- Sí, pienso que es necesaria una “revolución” para mostrar la belleza de la fe católica, si entendemos que la revolución comienza por uno mismo (metaonia) y que tiene como meta el amor a Dios y al prójimo. Como decía Madre Teresa, es la «revolución del amor» la que estamos llamados a instaurar en el mundo a través de las obras de misericordia y del servicio. Por eso, hemos titulado nuestro libro La Revolución de Dios. La belleza de la fe católica hoy. Jesús comenzó su vida pública invitando a cambiar de vida: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). En medio de un mundo de injusticias e insatisfacciones, Jesús vino para instaurar el Reino de Dios en el mundo, un reino de amor, de justicia y de paz. Jesús vino a traer la revolución del amor de Dios a nuestra vida, para luego llevarla a todo el mundo (cf. CEC 545).

En el mundo encontramos a mucha gente buena que quiere hacer el bien. Aunque parezca que el tema de Dios no le interesa a nadie, que hay como un «eclipse de Dios», como decía Benedicto XVI, muchas personas están sedientas de un amor verdadero. El mundo actual ya no se enfrenta directamente con Dios, sino que parece que se ha vuelto indiferente. A pesar de todo ello, la sed de Dios grita desde el interior de los corazones porque se siente el vacío de vivir una vida sin sentido, una vida sin Dios.

Antes, creo que las personas llegaban a Dios por la belleza de la Creación o la hermosura que descubrían en la fe. Hoy, en cambio, muchas personas llegan a Dios después de haber experimentado un vacío interior que les sitúa delante del precipicio de la desesperanza. La mayor parte de las personas del mundo occidental sienten la ausencia de Dios, más que su presencia. Aun así, a pesar de esta aparente indiferencia, en el mundo brilla la luz del amor de Dios que trae una verdadera revolución.

Es probable que muchos jóvenes de hoy en día conozcan algunas cosas de Dios, pero quizás no han descubierto al Dios verdadero. Ese Dios que necesitamos para ser feliz, para dar sentido a nuestra vida y para ir al cielo. Algunas verdades sobre Dios están presentes en nuestras cabezas, pero muchas veces todavía no han penetrado en el corazón. Dios, a veces, parece un ser abstracto y lejano, en vez de una Persona viva y real. Nuestra intención es que esta iniciativa apostólica pueda servir de ayuda para recordar que ser cristiano no se reduce a ir a Misa y no cometer muchos pecados, no consiste en repartir Biblias o llevar cruces colgando o camisetas de santos; sino que ser cristiano es llevar a Jesucristo “en las venas” y ser feliz. Por eso, es necesario, como dijo san Juan Pablo II, abrir las puertas a Cristo y dar paso a la revolución de Dios.

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- Usted es joven y habla también para jóvenes, ¿cómo se puede evangelizar en la cultura digital?

-Realmente nos encontramos ante un gran reto: transmitir el amor de Dios manifestado en Jesucristo en un mundo que ha sido objeto de muchos cambios a una gran velocidad. Uno de esos cambios, sin lugar a duda, ha venido de la mano de la globalización, de internet y de la nueva cultura digital. Creo que la mejor forma de evangelizar esta nueva cultura actual es seguir el ejemplo de Jesús y el camino que nos propone la Iglesia: hablar en positivo, buscar lo que une, no juzgar ni condenar, ir a lo esencial, utilizar un lenguaje cercano y empático, y proponer la fe de forma atractiva en torno a la idea de felicidad.

En septiembre de 2020, cuando lanzamos nuestro canal de evangelización católico «Se Buscan Rebeldes», nos sorprendió a todos comprobar la cantidad de jóvenes que deseaban conocer más cosas acerca de Dios. Nos percatamos de que el hombre “digital” sigue buscando la trascendencia, sigue buscando respuestas, sigue buscando a Dios. Es fascinante ver cómo se pueden utilizar las nuevas tecnologías para servir a la evangelización y al apostolado. Yo, incluso, pienso que la principal misión de internet es ser una canal para extender el Evangelio por todo el mundo. Sea así o no, está claro que la nueva cultura digital nos brinda una oportunidad para llegar a muchas personas que no conocen a Jesucristo. Todos los católicos tenemos una vocación al apostolado, y la Iglesia, a través del Papa y del nuevo Directorio general para la Catequesis, nos pide evangelizar la nueva cultura digital. Este proyecto evangelizador pretende ser un granito de arena que ayude a llevar a cabo la misión de la Iglesia, y así «dar razón de nuestra esperanza» (1 Pe 3, 15).

Después de varios meses sacando un vídeo semanal en el canal de YouTube «Se Buscan rebeldes», nos dimos cuenta de que muchas personas buscaban contenido católico en internet. El volumen de búsquedas de temática religiosa es mucho más elevado de lo que, en un primer momento, podríamos pensar. Millones de personas buscan a diario formación cristiana en temas como Jesucristo, el fin del mundo, la Iglesia, la Virgen, los sacramentos y otros muchos temas espirituales. Todo esto demuestra la sed de Dios que hay en el mundo de hoy y que muchas personas están sedientas de conocer la verdad de Dios. Como hemos dicho, todos somos buscadores de la verdad y, especialmente, la cantidad de búsquedas que aparecen en internet es una prueba de ello.

En términos económicos y salvando las distancias, se podría decir que Jesucristo es el mejor producto, peor vendido. Es verdad que Jesucristo no es un producto, sino el mismo Dios hecho hombre (cf. Jn 1,16), pero esta analogía nos puede servir para reconocer la necesidad de dar a conocer a Jesucristo de forma atractiva y cercana. No es sólo cuestión de marketing, sino de hablar desde el corazón. Como reza el lema cardenalicio de John Henry Newman: «Cor ad cor loquitur» (el corazón habla al corazón). Jesucristo nos revela el secreto más buscado por todos los hombres: el secreto de la felicidad, el sentido de la vida y nuestra meta. No existe nada tan atractivo como Jesucristo y su mensaje de amor. No es necesario crear la necesidad porque la demanda ya está presente en el corazón de los hombres como un «deseo de Dios». Sólo es necesario anunciar por todo el mundo a Jesucristo y la preciosa doctrina católica que es tan rica y bella. Este es el propósito de este libro y de nuestro canal de evangelización.

-¿Cómo se acabó convirtiendo todo esto en un libro?

-Aunque nuestros vídeos han llegado a gente de todo el mundo, muchos comentaban
la conveniencia de tener nuestros textos en papel. Si ahora lo que busca la gente es
vídeos, imágenes y música. Entonces, ¿por qué editar un libro si la gente ya no lee? El
motivo de este libro es la petición de muchas personas que nos han solicitado el material
de nuestros vídeos en papel, para poder trabajar el contenido, y así, sirva como apoyo
para la catequesis. Está comprobado que, muchas veces, la lectura meditada de un texto
deja mayor poso en el alma que el material audiovisual.

Este libro surge de unas charlas de formación católica que hemos ido compartiendo
en internet un grupo de sacerdotes, religiosas y laicos, para «hacer lío» y hacer llegar el
mensaje del Evangelio al «sexto continente» de internet. Empecé con este proyecto de
evangelización grabando vídeos de catequesis para la gente más pobre de la diócesis
que no podían llegar a la iglesia y ha ido creciendo poco a poco, por el soplo del
Espíritu.

Viendo su trayectoria parece que en su vida no ha perdido el tiempo. Creó una
ONG para ayudar en distintos países, fue broker y consultor e incluso cofundó una
empresa de moda masculina… y ahora es sacerdote, doctor en Teología y
misionero… ¿En qué momento de su vida ha visto manifestarse a Dios con más fuerza?

-Al poco tiempo de terminar la universidad, comencé a trabajar en una agencia de valores, como bróker, intermediando derivados financieros en los mercados europeos. En esta empresa aprendí mucho sobre cómo funciona el dinero en el mundo, y tengo un buen recuerdo de mis compañeros de trabajo. Seguía con mi exnovia, tomándome en serio mi vocación de cristiano, y con la ilusión de seguir ayudando a los pobres. Tuve la suerte de que en el bróker apostaron mucho por mí desde el principio, y me dieron mucha responsabilidad desde el primer momento. Conocí cómo son las personas que mueven el dinero en el mundo: sus ideas, sus intereses, sus motivaciones... Desde las 7:30h hasta las 18h trabajamos sin descanso, pendiente siempre de la bolsa y del movimiento del valor de las acciones que negociábamos. Muchas veces teníamos que viajar a Londres, Suiza y Francia para ver a los traders, que son los que mueven el dinero de los bancos de inversión. Era un gran reto para un joven profesional manejar las cantidades de dinero que negociamos todos los días.

Muchas veces, mientras trabajaba en el bróker, miraba por la ventana y veía una iglesia, y me imaginaba sentado rezando delante del Santísimo. En realidad, a mí no me importaba tanto el dinero y la bolsa, porque lo único que quería era trabajar para Dios y dedicar mi tiempo a las cosas de la Iglesia. Pero me convencía de que también se puede ser santo en el mundo, cosa que es cierta, y así alejaba mis inquietudes vocacionales de la cabeza. Además, había que trabajar y ganar un buen sueldo para mantener a mi futura familia y tener un proyecto de vida. Todo eso pensaba yo.

Te voy a contar un suceso que me ocurrió en un viaje de trabajo y del que Dios se sirvió para hablarme. Un día me tocó ir a Londres para negociar con un trader de un banco americano. Se llamaba Andrew. Este era un gran profesional, divertido, con buena facha, inteligente, simpático. No era lo normal dentro del mundo de la banca de inversión, en el que muchos profesionales solo viven por y para el dinero, y no se preocupan de nada más. Después de estar reunidos hablando del precio de algunas acciones en bolsa, y de la perspectiva económica que preveíamos en el mercado, nos fuimos a cenar a un restaurante en el que nos gastamos un buen dinero. Cuando terminamos nos fuimos a tomar una copa a una discoteca conocida de Londres, y llamé a un par de amigos para que se unieran a nosotros. Mientras tomamos una copa, Andrew comentó entre risas:

- ¡Qué difícil es controlarse al ver tantas chicas guapas!

- Pues yo – contestó uno de mis amigos con gracia- cuando vengo a un sitio como este me doy cuenta de la gran mujer que tengo a mi lado. Es más, me voy a estar con ella -. Y se fue.

Yo me quedé con Andrew en la discoteca tomando la última copa. Al salir del local, llamamos a un chofer para que nos viniera a recoger, y mientras llegaba, Andrew me paró en medio de la calle y en tono serio me dijo:

-Estoy vacío.

- ¿Qué dices? – le pregunté sorprendido.

- Estoy vacío – volvió a repetir - y ya no sé qué hacer con mi vida.

- Pero mira todo lo que tienes – le contesté intentando levantarle el ánimo - tus amigos, el buen trabajo que tienes, tu preciosa novia...

- Del trabajo ya estoy cansado – seguía argumentando - la novia solo me quiere por el dinero, mi familia está lejos y nada me llena. Estoy vacío-. Y me contó la historia de su vida y de cómo había apostado por el trabajo para ganar dinero, y había dejado a un lado las cosas importantes de su vida.

Yo le animé, le hice ver todo lo bueno que tenía y cómo todo se puede cambiar si nosotros queremos. Más tarde, nos despedimos, pero yo me quedé pensando en lo que me había dicho Andrew:

- Ni el dinero, ni la fama, ni los placeres, pueden llenar el corazón del hombre. Menuda sed infinita de Dios que tenemos todos. Sin Dios estamos vacíos-. Y me llenaba de deseos de ser sacerdote para llevar a Dios a todos mis amigos.

- Un personaje fundamental en su vida y en su vocación ha sido Santa Teresa de Calcuta, ¿qué ha significado para usted esta pequeña gran mujer?

-Con 18 años sucedieron dos cosas importantes en mi vida: comencé mis estudios universitarios en empresariales en Cunef, y descubrí la figura de la Madre Teresa de Calcuta y los pobres. En mis años de universidad, estudiaba como cualquier otro universitario. Me encantaba la teoría económica y estudiar cómo se mueve el dinero en el mundo. Descubrí que la economía es una ciencia que se dedica a distribuir los bienes escasos, y por tanto, es necesaria para el mundo. Pero la economía tiene que estar siempre unida a la ética porque debe tener como fin el bien del hombre y de todos los hombres. Descubrí que la economía sin ética no es economía, sino un simple deseo de enriquecimiento personal. Durante los años de universidad, hacía unas prácticas en algunos bancos y consultoras para adquirir experiencia profesional. Esto era lo que más me gustaba porque aprendía en la práctica lo que estaba estudiando.

Tenía los mismos intereses que tiene cualquier universitario: intentar estudiar bien para labrarme un buen futuro profesional, hacer buenos amigos y, sobre todo, conocer a una chica buena. Pero ya me había dado cuenta de que lo que quería no era simplemente la mujer más guapa, sino una buena chica a la que amar, con valores, y con la que pudiera formar una familia en el futuro. Salí con un par de chicas, pero no duró mucho tiempo porque mi idea del amor humano era muy idealista.

Desde siempre he tenido una gran inquietud por la solidaridad y el voluntariado. A los 16 años fui a México a un proyecto de voluntariado con Cooperación Internacional, que despertó en mí el interés por ayudar en los países más pobres. Más adelante, me llegó a mis manos una estampa de la Madre Teresa de Calcuta y la comencé a rezar todos los días. Y con 18 años comencé a trabajar en la casa de las Misioneras de la Caridad que hay en Madrid. Todos los martes iba a cuidar a los enfermos de sida por la noche, y después me iba a la universidad. Me sorprendía coincidir con muchos días con una chica de mi edad, estudiante de medicina, que también iba por las noches a cuidar a mujeres enfermas, y que al terminar la universidad se hizo Misionera de la Caridad. Trabajar con los enfermos fue una experiencia que cambió mi vida, porque conocí la alegría de servir a los más necesitados y la realidad de los pobres en el mundo, incluso en mi ciudad de Madrid.

Veía trabajar a las Misioneras de la Caridad y me preguntaba:  "¿Cómo pueden estar siempre tan contentas y sonriendo? Pero si están todo el día limpiando enfermos de sida, recogiendo a gente de la calle, dando de comer a los pobres, limpiando... Y están felices, y han elegido este tipo de vida. Quizás es que entonces la felicidad no está en el dinero o en los placeres, sino en una vida de entrega por amor de Dios".

Era extraño ver lo que sucedía dentro de mí: por un lado el nombre de Jesús y de María estaban grabados en mi corazón y eran lo más importante de mi vida. Y por otro lado, sentía una gran inclinación hacia el mundo, el dinero, sus vanidades y todo lo que ofrecía. Intentaba aprender la unidad de vida cristiana en las dos realidades que vivía: mi trabajo con los más pobres y mi vida con mi familia en un barrio acomodado de Madrid. En ese momento, encontré a un sacerdote lleno de misericordia con el que empecé a hablar regularmente y le contaba mis cosas, y ha sido muy importante en mi vida.

Al año siguiente decidí ir en verano a Calcuta, para rezar junto a la tumba de la Madre Teresa de Calcuta y trabajar con las Misioneras de la Caridad. Quería entender cómo era posible que estas mujeres estaban tan contentas. Nada más llegar, la agobiante humedad, el mal olor, la cultura, y la mucha gente que había por las calles, me impresionaron profundamente. Aun así, iba con una sola idea en la cabeza: descubrir mi vocación junto a la Madre Teresa y dedicar mi verano a trabajar por los más pobres.

A largo del verano, trabajé en varias casas que tienen las Misioneras de la Caridad en Calcuta: Prendam para enfermos, Kaligat para moribundos, Shishu bavan para niños y huérfanos, Dayadam para niños con minusvalía física... Todos los días moría alguno de los enfermos o niños que cuidábamos, y me hizo descubrir que en este mundo no termina todo porque Dios nos ha creado para el cielo, y me llenaba de esperanza por estos pobres que morían. Me sobrecogía vivir en un país como la India, con tantas culturas y realidades distintas. Yo me alojaba en un barrio musulmán, y todos los días salía de mi casa a las 5:00 a.m. para ir a misa en Casa Madre. Me impresionaba ver como los musulmanes rezaban a primera hora de la mañana antes del amanecer. Yo que pensaba que era un “héroe” por levantarme a esas horas para ir a Misa, pero me llevé una gran lección de los musulmanes que ya estaban rezando antes que yo.  Luego cruzaba a un barrio hindú y veía a muchos indios entrar en su templo para rezar y ofrecer sacrificios a sus dioses. Me llamaba la atención la gran sed de Dios que hay en el mundo.

Durante ese verano en Calcuta, trabajé mucho con las Misioneras de la Caridad, pero, sobre todo, recé mucho ante el Santísimo Sacramento y junto a la tumba de la Madre Teresa. Y me planteaba seriamente si mi camino era ser sacerdote o casarme. Llegaba el final del viaje y yo no terminaba de decidirme, cuando conocí a una chica que fue mi novia durante varios años y fue la persona de la que aprendí las mayores lecciones de mi vida.

A mi vuelta del viaje a Calcuta, tenía dos prioridades en mi cabeza: mi novia y montar algo para ayudar a los más necesitados. Nunca había querido tanto a una persona, y por eso, muchas veces me planteaba si cumplía el primer mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas. Pero luego, rezando, me di cuenta de que cuando amas a una persona en verdad amas a Dios, y me quedé tranquilo.

Durante los siguientes años de universidad, además de continuar con mis estudios de empresariales, comenté mi inquietud solidaria de ayudar a los más necesitados con varios amigos que compartían esta inquietud. Intentamos buscar una organización con espíritu joven que se dedicara ayudar a los más necesitados en España y en los países subdesarrollados. Y como no encontramos nada que encajara en lo que buscábamos, decidimos montar una asociación de jóvenes que se dedicara a realizar proyectos de voluntariado y cooperación en favor de los más pobres. La llamamos ASU: Asociación Solidaria Universitaria. Comenzamos ese mismo año yendo a Burundi, África, a realizar un proyecto con niños de la calle y a trabajar con las Misioneras de la Caridad. Ha sido un regalo de Dios, y desde hace 10 años, muchos universitarios y jóvenes profesionales nos han acompañado a los proyectos que hemos organizado para los más pobres en Burundi, Nicaragua, Calcuta... Y los demás sitios que lleguen.

El primer año que fuimos a trabajar a Burundi, sucedió algo que me tocó profundamente y me hizo sentir con fuerza la llamada para ser sacerdote. Ese verano de 2007 fuimos un grupo de universitarios y amigos para trabajar en un campamento con los niños de la calle, y con los pobres de la Misioneras de la Caridad, en una casa que tienen en la frontera con Ruanda. Al viaje iban varios de mis mejores amigos, mi hermana, mi exnovia, etc. Un día, iba conduciendo el coche del Padre Apo Bangayimbaga, un sacerdote burundés amigo mío, camino de Kirundo, un pueblo cercano a Ruanda, y detrás iba mi exnovia. En momento dado, ella le preguntó al Padre Apo:

- Padre, cuéntenos cómo fue su vocación-.

- Un día, siendo aún pequeño, -contestó el Padre Apo- fui a mi parroquia y escuché al párroco decir que el sacerdote es un puente entre Dios y los hombres. Y hace falta muchos sacerdotes que lleven a Dios a los hombres y a los hombres a Dios. Y, aunque quería ser médico, sentí que Dios me llamaba, y le seguí-.

El padre Ignacio, con el cardenal Sturla, arzobispo de Montevideo, quien además prologa su libro.

Yo estaba conduciendo y escuchando todo en silencio, pero esa frase se quedó grabada en mi cabeza: "un puente entre Dios y los hombres". Desde entonces, “el puente” resonaba y se repetía en mi cabeza una y otra vez: “el sacerdote es un puente entre Dios y los hombres”. Y, sin quererlo, me llené de un gran deseo de ser sacerdote; pero ni me lo planteaba, ni le dije nada a nadie, porque no estaba dispuesto a dejar nada de lo que tenía.

Al llegar la última semana del viaje, estábamos en Kirundo, un pueblo muy pobre de Burundi en la frontera con Ruanda, donde trabajan las Misioneras de la Caridad. En esa casa, las hermanas tienen más de 300 niños huérfanos que acogen y dan de comer, un dispensario médico para pobres, una casa para vagabundos, y otras actividades de ayuda a los más necesitados. Un día, me preguntaron si quería ir con ellas a llevar la comunión a los enfermos. Yo les contesté que estaría encantado, y las acompañé. Íbamos caminando por las colinas, con el Santísimo con nosotros y rezando. Yo llevaba una mochila con alguna medicina para los enfermos, con algo de comida y algunos utensilios. Llegamos a una casa muy pobre de un matrimonio enfermo de lepra. Tenían las manos y los pies vendados que parecían muñones, y vendas por muchas partes del cuerpo. Su casa consistía en cuatro paredes de adobe y un techo de paja, y nada más. Tenían un pequeño huerto donde sembraban patatas y alubias, y unos bananeros detrás de la casa. Recogían el agua del río que estaba bajando por el valle. Cuando llegamos a casa de este matrimonio, nos recibieron con una sonrisa. Yo me adelanté creyéndome un “salvador” y les saludé:

- Amahoro - que significa paz, y es la forma con la que se saludan. Me acerqué con la intención de darles ropa, medicinas y ponerles una lona en el techo para que no se mojaran en la estación de lluvias.

Entonces, la mujer me dijo:

- ¡Imana! - que significa Dios, y me hizo entender con señas que lo primero que deseaba era recibir a Jesús.

Asentí con la cabeza y me eché a un lado sorprendido. Ella cogió una pequeña botella de agua y se limpió los tres dientes que tenía, para recibir la Comunión con la mayor dignidad posible. Nos pusimos todos a rezar y recibieron la Eucaristía con gran devoción y recogimiento.

En ese momento, pensé: "Estoy en uno de los lugares más pobres del mundo, y lo primero que busca y necesita la gente es a Dios. Más que comida y medicinas, lo que necesitan es el amor de Dios. Y el que puede traer el amor de Dios al mundo es el sacerdote en la Eucaristía, el “puente” entre Dios y los hombres. Dios mío, ¡que ganas de ser sacerdote!-.

Entonces volví a sentir como me golpeaba en el corazón el deseo de ser sacerdote. Y desde entonces, ese episodio se quedó grabado en mi memoria, aunque no quería plantearme nada en ese momento, porque pensaba que ya se me pasaría poco a poco. No sabía que Dios es el que llama, pero además, es Él quien te da la gracia para dejar todas las cosas y seguirle.

Durante estos años de universidad, pensé que la idea de la vocación sacerdotal se había acallado dentro de mí: la novia, los estudios, el trabajo… ¡incluso ayudaba a los pobres! Quizás ya sería suficiente. Eso creía yo. Quizás Dios se había dado por vencido. Pero no fue así, porque “Dios no se corta las manos”.