Cornelia Connelly (1809-1879) siempre hizo suya, con una entrega absoluta, la que entendía como voluntad de Dios, al precio de las cruces que fueran. Incluso las más imprevistas. Si un día es elevada a los altares, su historia figurará entre las más rocambolescas en el libro de los santos... donde no escasean las historias rocambolescas.
Cornelia Peacock nació en Filadelfia (Estados Unidos) en 1809 como la hija más pequeña de una familia numerosa presbiteriana en buena posición económica, lo que le permitió recibir una buena educación. Perdió a su padre con 9 años y a su madre con 14. A partir de entonces empezó a vivir con Isabella, hija de un matrimonio anterior de su madre, y con su marido Austin, cuyo hermano era pastor de una comunidad episcopaliana que Cornelia empezó a frecuentar.
Pierce Connelly (1804-1883): el gran error en la vida de Cornelia.
Allí conoció a un predicador, Pierce Connelly, cinco años mayor que ella, con reputación de orador "intenso, elocuente y dramático", además de "guapo y fascinante" con quien se casó en 1831 a pesar de la oposición de Isabella, por razones que siguen siendo desconocidas. Tal vez adivinó en él la ambición que al cabo de unos años llenaría de dolor la vida de su hermanastra y le arrastraría a él hasta el abismo.
Cornelia, en la época de su boda.
Poco después de casarse, a Pierce le destinaron a Natchez (Mississippi), donde el matrimonio se instaló y vivieron, en palabras de su hermana Mary, como "el matrimonio más feliz imaginable". Ambos se volcaron en sus tareas de pastor y de esposa del pastor, y tuvieron dos hijos.
El camino hacia la Iglesia
Entre 1833 y 1834 se dieron tres circunstancias que agitaron el alma de Pierce: una, que él quería ascender en la jerarquía episcopaliana y su absorbente trabajo en una zona enorme le impedía ese paso; dos, que tuvieron lugar en varias zonas del país graves episodios de violencia anticatólica que a él le parecían incompatibles con el protestantismo; y tres, que conoció a un caballero católico francés, Joseph Nicholas Nicollet, con quien trabó buena amistad y mantuvo numerosas conversaciones sobre religión.
Joseph Nicolas Nicollet, célebre topógrafo y explorador.
Pierce y Cornelia empezaron a leer sobre el catolicismo y se dieron cuenta de que sus prejuicios eran erróneos. En 1835 él volvió a fracasar en su intento de ser obispo, y aumentó su decepción, hasta el punto de abandonar su cargo como pastor para seguir profundizando en su estudio de la Iglesia. Esto les dejaba sin trabajo y con dos hijos pequeños, pero encontró el apoyo de su esposa, quien en una carta a su hermana Addie mostraba su "confianza en la integrada, piedad y saber" de su marido y confianza "en la dulce Providencia de Dios" ante los pasos que tendrían que dar.
Los procesos de conversión del matrimonio fueron distintos e independientes. Él retrasaba dar el paso porque quería a toda costa mantener un papel sacerdotal. Ella estaba tranquila porque pensaba que aquello era imposible y ambos eran felices. Pero Pierce supo que había una rara excepción que le permitiría ser ordenado sacerdote si se separaba de su esposa. Para explorarla en Roma -pues requería la aprobación del Papa- vendieron todas sus posesiones y se fueron a vivir a la Ciudad Eterna. Cornelia, aceptó, resignada y amante tanto de su marido como de los designios de Dios para él... y para ella.
Porque, mientras esperaban durante un tiempo en Nueva Orleáns a coger el barco hacia Italia, Cornelia no quiso esperar más y pidió ser formada como católica para ser recibida en la Iglesia. Pierce, más calculador y a la expectativa de lo que sucediese en Roma, no dio aún el paso, pero no se opuso al de su esposa, quien el 8 de diciembre de 1835 hizo su profesión de fe y su Primera Comunión.
El matrimonio Connelly hizo muchas y buenas relaciones romanas. Finalmente Pierce obtuvo una audiencia con el Papa Gregorio XVI, a quien llegó a conmover hasta las lágrimas, y de la que salió aún más convencido de sus planes. Cornelia empezó a angustiarse y escribió en una carta: "¿Es necesario que Pierce se sacrifique y me sacrifique a mí también? Amo a mi marido y a mis hijos. ¿Por qué tengo que renunciar a ellos?".
El 27 de marzo de 1836, Pierce se hizo católico. El matrimonio vivió dos años felices viviendo de rentas en los que conocieron otros lugares de Europa, tuvieron un hijo más, John Henry, y perdieron otra al poco de nacer, Mary Magdalene. Cornelia confiaba en que los sueños de ser sacerdote se esfumasen de la mente de su marido.
La obsesión de la ordenación
Volvieron a Estados Unidos como una familia unida y que había superado sus problemas económicos. Se instalaron pobremente en Grand Coteau (Luisiana), donde Pierce empezó a dar clase en un colegio jesuita. Ambos continuaban su formación y en 1839 siguieron sendos ejercicios espirituales ignacianos.
La vida les golpeó al año siguiente con la muerte de su hijo pequeño en un accidente horrible, abrasado en líquido al caer, empujado por un perro, en un hervidero de azúcar ante los ojos de su madre. La forma en la que Cornelia vivió esa desgracia muestra que ya era un alma de gran perfección y fidelidad a los designios de Dios.
La tumba, en Grand Coteau, de los dos hijos del matrimonio que murieron pequeños.
Quedó embarazada de nuevo, y estaba en ese estado cuando, a finales de 1840, Pierce, cada vez más insatisfecho con su situación personal y obsesionado con la idea que le comía por dentro, le anunció su determinación de ser sacerdote, para lo cual necesitaba que ella consintiese en una separación definitiva. Al escuchar el plan, Cornelia quedó devastada (más tarde diría que, sin el soporte de la gracia, se habría desmayado), pero le dijo: "Si el buen Dios me pide este sacrificio, estoy dispuesta a hacerlo con todo mi corazón".
Fue el final de la familia. Ella, con su hijo recién nacido, Frank, y su hija Ady fueron acogidas en una casa de las hermanas del Sagrado Corazón, donde Cornelia empezó a meditar si la voluntad de Dios no sería, también para ella, la vida religiosa. Él se llevó a su hijo mayor, Merty, para ingresarlo en un colegio en Inglaterra, mientras continuaban los trámites de la dispensa que le permitiese ser ordenado.
Cuando la Santa Sede decidió aprobar las intenciones de Pierce, pidió que la renuncia de Cornelia fuese en persona. Así que la familia entera volvió a viajar desde Filadelfia a Roma. Llegaron en diciembre de 1843 y en marzo de 1844 él hizo la petición formal, que fue inmediatamente aceptada y ambos firmaron la solicitud de separación.
Cuando, en 1845, Cornelia tuvo que hacer voto perpetuo de castidad para que su marido pudiese ser ordenado, le pidió que reconsiderase una última vez sus planes y el impacto que iban a tener en la familia. No tuvo éxito en su petición. Ella hizo el voto, y al mes siguiente Pierce fue ordenado sacerdote. Cornelia, aunque destrozada por dentro, participó en la ceremonia desde el coro: "Se lo he entregado a Dios, y este pensamiento me consuela mucho", escribió entonces.
Establecieron un régimen de educación para los hijos (Ady estudiaría en Roma y los chicos en Inglaterra) y de visitas para Pierce. Cornelia seguía en el convento del Sagrado Corazón en Trinità dei Monti, en Roma.
Retrato que hizo Cornelia para sus hijos mientras estaba en la Trinità. Nunca llegaron a recibirlo.
No se sentía a gusto allí, en un régimen de clausura, pero sí seguía convencida de su vocación religiosa: "Pertenezco enteramente a Dios. Lo abandonaría todo para seguir su voluntad".
La Sociedad del Santo Niño Jesús
Junto con su confesor, un jesuita estadounidense, John Grassi, concibió la idea de una nueva congregación de vida activa entregada a la educación de los católicos pobres, en particular los inmigrantes irlandeses: la Sociedad del Santo Niño Jesús. (Para este artículo hemos seguido en buena medida la biografía incluida en su portal.)
La imagen del Niño Jesús característica de la congregación.
Aunque Cornelia quería volver a Estados Unidos, el Papa le pidió que fundase en Inglaterra, donde el Movimiento de Oxford estaba produciendo numerosas conversiones (en 1845, la del futuro santo John Henry Newman). Cornelia obedeció y se fue allí con sus dos hijos pequeños. En 1846, bajo la protección del obispo Nicholas Wiseman, recibió en Derby a las primeras tres postulantes de la nueva fundación, dos de ellas recién conversas.
En 1850, Nicholas Wiseman (1802-1865) sería promovido al cardenalato y designado por el Papa como primer arzobispo de Westminster desde la restauración de la jerarquía católica en Inglaterra.
En este punto, la vida de Cornelia Connelly exige dos perspectivas distintas.
Una es la de su congregación, que fue extendiéndose ya en vida suya por diversos países, donde continúa su obra de formación con colegios en cuatro continentes (quince en Estados Unidos). A lo largo de los años, la fundadora demostró sabiduría y criterio y, sobre todo, santidad de vida tanto en los momentos de privaciones para la nueva fundación, como cuando empezó a recibir favores y donaciones que le permitieron crecer.
Se abre un abismo
La segunda y más dramática es el calvario al que la sometió Pierce.
Él también había sido destinado a Inglaterra, pero no había visto a Cornelia desde su separación en Roma. Al igual que le había pasado como pastor episcopaliano, como sacerdote católico empezó a sentir frustración porque sus planes de hacer carrera no se verificaban. Entendía que sus talentos se estaban desperdiciando en el ministerio encomendado. Su carácter impulsivo y radical había perdido el factor estabilizador que había supuesto su esposa durante el matrimonio. Y ahora no podía verla en virtud de los votos de ambos. Además quería tener un papel relevante en la naciente Sociedad del Santo Niño Jesús.
Una mañana se presentó en Derby sin el preceptivo permiso y sin avisar. Cornelia le dijo, con firmeza, que tenía que marcharse, lo que provocó una iracunda carta al día siguiente. Ella le contestó diciéndole que la había hecho llorar, y le reprochó no ser consciente del dolor que le había causado con una separación que él mismo había pedido. En más de una ocasión reiteraría que la congregación se había fundado sobre un corazón roto. Y una de sus insistencias en la educación de las alumnas, reflejo tal vez de la nostalgia de su familia perdida, era que las religiosas las quisiesen como si fuesen sus hijas.
Pierce regresó en otra ocasión e intentó verla infructuosamente, gritando y llorando durante seis horas en el recibidor e incluso tirándose por el suelo en desesperación. Su esposa, aconsejada por su director espiritual, se negó a recibirle en esas condiciones, fiel a los compromisos adquiridos ante él y ante la Iglesia.
Eso disparó el odio de Pierce, quien sacó a sus hijos menores del colegio donde estaban, sin permiso de Cornelia, y se los llevó consigo para forzarla a verle y negociar. Ella comprendió la trampa. Carecía de instrumentos legales para reclamar a sus hijos, así que decidió ser fiel a Dios y a su voto de no ver a su marido y entregarse a la vida religiosa.
Pierce, descompuesto ante una situación que él había creado y se volvía en su contra, mostró el rostro oculto de hombre ambicioso y, en el fondo, escéptico, que quizá sí intuyó la hermanastra de Cornelia cuando se opuso a su enlace. Abandonó el sacerdocio, perdió la fe, empezó a escribir contra la Iglesia y en 1849 puso una demanda judicial para acusar al obispo Wiseman de secuestrar a su mujer y a ésta de abandonar a sus hijos. Solicitaba además la restauración de sus derechos conyugales.
Pierce, en su madurez.
Los amigos de Cornelia le aconsejaron volver a Estados Unidos, pero ella estaba convencida de su razón. Aunque en 1850 el tribunal falló a favor de él, la apelación de los abogados de Cornelia tuvo éxito y en 1851 fueron restituidos sus derechos y Pierce condenado a abonar las costas. Como no tenía dinero para hacerlo, abandonó el caso judicialmente, pero continuó durante toda su vida sus campañas anticatólicas y contra su esposa, quien por su parte nunca dejó de rezar por su conversión. En torno a 1868 fue restituido como pastor anglicano y se ocupó de una rectoría en Florencia hasta su muerte en 1883. Fue enterrado en el cementerio evangélico de la ciudad.
Los sufrimientos continúan
El escándalo perjudicó no solo la reputación de Cornelia, sino también la de su obra, que fue sumando nuevas dificultades. Confió sus dolores a la Virgen María, y llegó a confesar la "alegría de corazón" de su vida de "aceptación del sufrimiento".
En cuanto a sus hijos, Cornelia nunca volvió a ver al mayor, Mercer, quien murió joven en Estados Unidos de fiebre amarilla.
A la segunda, Adeline, que fue muy desatendida por su padre, no la vió hasta 1877, cuando la visitó en el convento. Al morir su padre volvió a la Iglesia -él la había alejado de la fe- y destacó por sus obras de caridad. Murió en 1900.
En cuanto al pequeño Frank, fue un pintor y escultor de renombre. Tuvo un hijo a quien educó en un colegio del Santo Niño Jesús en Neuilly (Francia) y mantuvo buenas relaciones con la fundación de su madre, pero a ella solo la vio dos veces y siguió siendo protestante hasta su muerte en 1934.
La fama de santidad vence al olvido
Los veinticinco años siguientes al final de su pleito con Pierce no fueron sencillos para Cornelia. Su fundación se enfrentó a diversas dificultades canónicas e intromisiones, y al alejamiento del ahora Cardenal Wiseman. Sacerdotes y obispos quisieron controlar la obra, pero ella se resistió y ganó.
A partir de 1874 fue cediendo el gobierno de la Sociedad del Niño Jesús a las hermanas. En 1879, a consecuencia de una nefritis, falleció tras una agonía en la que destacaron la paz de su alma y de su rostro.
En plena Inglaterra victoriana, las circunstancias familiares de Cornelia seguían produciendo escándalo, por lo cual la congregación decidió no hablar de ella, y durante medio siglo prescindió lo más posible de su recuerdo y escritos.
Sin embargo, su fama de santidad persistía a través del recuerdo de quienes la conocieron, expresado en cartas que llegaban al Santo Niño Jesús evocando gracias místicas de las que habían sido testigos. Algunas de las religiosas que más la habían conocido plasmaron en el papel sus recuerdos, adquiriendo especial importancia los de la madre Maria Joseph Buckle. Y las oraciones y canciones que ella hacía para sus alumnas siguieron utilizándose en sus colegios. En 1911 se habló de una curación por su intercesión, y en 1922 se publicó la primera biografía oficial.
Un documental sobre Cornelia Connelly.
En los años treinta se dieron los primeros pasos para su beatificación, que fueron frenados porque no se consideraron suficientes las pruebas documentales. Sin embargo, en 1935 su exhumación para trasladar el cuerpo desveló un buen estado de conservación. En 1959 se abrió oficialmente la causa en la diócesis inglesa de Southwark, y en 1992 fue declarada Venerable, a la espera de un milagro que la eleve a los altares.