Nicola Commisso tiene 34 años y desde hace casi uno es sacerdote de la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri. Nació en uno de los barrios de los suburbios de Roma y allí vivió hasta que en 2013 ingresó en esta congregación trasladándose al centro de la urbe.
En este camino, este joven relata cómo el Señor le ha sacado de “caminos peligrosos” y cómo a través de la figura de San Felipe Neri y su Oratorio se enamoró de Jesucristo hasta tal punto de entregar su vida por completo.
En una entrevista con Gerardo Ferrara para CARF (Centro Académico Romano Fundación), organización que beca a sacerdotes y seminaristas como Nicola, este religioso habla de su vocación, de los retos de la Iglesia y de la respuesta que los cristianos deben dar en una sociedad en gran medida indiferente y hostil hacia la fe:
-¡Un muchacho de las afueras! Y ¿fue tu vocación a traerte aquí, al corazón de la ciudad?
- Sí, fue mi vocación, y más precisamente Jesucristo: Él es mi vocación. Fue Él quien me sedujo, me atrajo, me llamó mientras que yo buscaba el amor que diera un sentido a toda mi vida; fue Él quien libremente me salvó cuando era un chico que andaba por caminos peligrosos; y fue Él quien, una vez que volví a la Iglesia, me quiso entre sus más íntimos amigos mientras que yo pensaba casarme y trabajar como periodista.
- ¿Qué pasó entonces?
-Después de la licenciatura en Ciencias Políticas, estaba empezando una carrera como periodista, hasta que Dios, en su misericordia, no me eligió para Él, llamándome al sacerdocio en la tradición oratoriana de Padre Felipe Neri. A cualquiera que me pregunte “por qué” tomé esta decisión, sólo le doy una respuesta: porque Jesucristo me lo ha pedido.
Volví a mi parroquia a los veinte, después de dejar a Dios y a la Iglesia y nunca me he imaginado la vida que tengo ahora: estaba enamorado de una chica guapísima y soñaba con tener una familia con ella, pero Jesús crecía en mi corazón y me llamaba con su Amor, un amor con el que ninguna criatura humana puede llegar a competir. Por eso diría, con las palabras de Santa Teresa de Lisieux, que “mi vocación es el amor” y el amor de una persona viva y real: Jesús.
-A través de otro amigo especial…
- ¡Por supuesto! En esta relación mía con Jesús ha sido fundamental, y sigue siéndolo, la figura de San Felipe Neri que me atrajo con su fuego y su pasión por Jesucristo. Él siempre iba diciendo: “Quien quiera algo que no sea Cristo, no sabe lo que quiere; quien pida algo que no sea Cristo, no sabe lo que pide; quien no trabaje por Cristo, no sabe lo que hace”.
Y me pareció que estas palabras llegaran a explicar mis años de búsqueda en vacío, en la oscuridad, a ciegas de un amor que diera sentido a todo mi existir. San Felipe Neri me ha enseñado a tener una relación personal, carnal, verdadera y leal con Cristo; me ha enseñado a rezar con sus palabras – “Jesús mío, si me quieres, ¡quita cada obstáculo!”; ¿Qué haré si no me ayudas, Jesús mío? – librándome del peso del “tener que ser algo” con mis fuerzas y enseñándome el fuego de Dios, el Espíritu Santo, enseñándome a pedirlo sin cesar como un pobre, como un mendigo.
Es este Fuego el carisma de nuestra Congregación: incendiar hoy, como en los tiempos de Felipe, los corazones de los hombres del amor de Dios y hacerlo en esta ciudad, santa por elección divina pero tan necesitada de Cristo. Es verdad que, como el mismo San Felipe solía decir, “quien hace bien a Roma, ¡hace bien a todos y por todo el mundo!”.
- ¿Tu experiencia está relacionada también con la formación?
-Sin duda. Creo que la formación es fundamental para un sacerdote, y sobre todo hoy en día, en una sociedad muy crítica hacia la fe y la cultura cristiana. Estamos llamados, ayer como hoy, a “dar razón de nuestra esperanza”, y eso supone un estudio hecho con inteligencia y amor: con inteligencia, capaz de captar el corazón de la belleza del Evangelio y explicarlo sencillamente; con amor, es decir hacia la Verdad que es Dios, ante todo, pero también hacia cada hombre que está sediento de esta Verdad y al servicio del cual se dirige nuestro estudio.
-¿Y toda esta formación la has encontrado en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz?
- Sí, estoy muy agradecido a Dios por la formación recibida en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. El año pasado terminé el Bachiller de Teología, pero no me he alejado de nuestra universidad: sigo estudiando latín. Por lo tanto, he decidido compartir una parte de lo que he aprendido con mis profesores de la Santa Cruz sobre todo en estudios de la Biblia, y en particular del Evangelio de San Juan.
Les estoy dando un seminario sobre este mismo Evangelio a los consagrados de mi parroquia y la verdad nos lo estamos pasando muy bien. Siento una gran responsabilidad en dar lo que yo mismo he recibido durante estos años, o sea un gran amor por la verdad – un amor que siempre he percibido, en los profesores como en las clases – que es propio solamente de quienes, en el ámbito del saber, reconocen humildemente que son “enanos aupados a hombros de gigantes”, como decía Bernardo de Chartres. Y creo que es también por eso que en la Santa Cruz siempre he encontrado libre investigación teológica, fidelidad y amor por el Magisterio.
-¿Cuáles son los desafíos de la Iglesia en Europa, y en particular, en Italia?
- Los desafíos de hoy son – la misma palabra lo dice – la falta de fe de nuestra época. ¿Por qué los hombres no creen en Jesucristo? Puede que sea porque, a veces, ni nosotros que lo anunciamos creemos en Él; o también porque, en lugar de anunciar a Jesús, proponemos valores, estilos de vida, obras de solidaridad… En mi opinión, las crisis de la Iglesia siempre son crisis de santos: veo a muchachos encenderse cuando se les habla de la santidad, de la belleza de una vida llena empleada por amor, por amor de Quien lo es todo y que lo da todo.
Nuestro mundo occidental, en particular, ya está saturado y vacío: como escribía el cardenal Biffi hablando de su ciudad, Bolonia, es un mundo “saciado y desesperado”. ¿Y qué? ¿Qué se puede hacer? Se puede anunciar Aquel que es el sentido de cada respiro, de cada latido, de cada obra. Pidámosle a Dios que nos haga santos, abrasados de su Amor, para alumbrar y encender las tinieblas dentro de nosotros y alrededor de nosotros.
De verdad quiero agradecerles a todos los benefactores por lo que están haciendo por mí, por todos nosotros. Su ayuda es una señal concreta de la comunión espiritual que nos une, y por eso pido por cada uno de ellos el ciento por uno y la recompensa de la vida eterna, en la certeza de la promesa de Cristo: “Y cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría solamente, por cuanto es discípulo, de cierto os digo que no perderá su recompensa” (Mt 10,42).