Gregory Aguado nació en Madrid, “sin tener ya papá y con una mamá muy enferma”. Su madre murió después, cuando él tenía 9 años. El dolor, fuerte, se acumuló en su interior, en sus heridas de infancia. No sabía cómo expresarlo, y no tenía con quien compartirlo.
“Yo sufría mucho. Salía de la escuela, y todos mis amigos tenían a sus mamás fuera esperándoles para darles la merienda. Y yo salía y no tenía a nadie”.
No encajó bien en la primera familia de acogida con la que vivió: “Cuando yo me iba a la cama, lloraba, aunque tenía lo que todo niño puede querer. Juguetes, viajes, escuela... Todo. Pero me encontraba solo”. A los 13 años esta familia atravesó una serie de dificultades y tuvo que renunciar a la acogida de Gregory.
Poco tiempo después, Gregory era acogido en una nueva familia, esta vez en Valencia. Y era una familia firmemente católica. En casa se hablaba de Dios y de la Virgen con naturalidad, se rezaba el Rosario e iban a misa diaria.
Gregory estaba contento aquí, y cuando con 16 años le propusieron adoptarlo dijo que sí. “Era la primera vez que yo me sentía amado, querido, y me sentía en familia”.
Sin embargo, Gregory arrastraba las heridas de su infancia en su interior. Le costaba aceptar las reglas familiares, las reglas de cualquier tipo, de hecho. Incluso el amor, aceptar un abrazo de sus nuevos padres... En general, tenía miedo a abrir su corazón, a mostrar su interior, “porque pensaba que lo que yo llevaba dentro no era bonito”.
Estaba convencido de que en su interior él no era bueno, y que debía disimularlo. Debía levantar fachadas, mentir: esa fue su línea de acción desde que tenía 16 años.
“Todo lo que yo pensaba que era malo de mí lo tapaba con la mentira. Yo después he sido un tóxicodependiente. He sido cocainómano durante mucho tiempo. Pero yo pienso que mi mayor droga ha sido la mentira. Tapar todo lo que era, tapar todo lo que yo vivía, todo lo que sentía, intentar no escuchar la voz de la conciencia...”
Comenzó a llevar una doble vida. En casa, en esa familia que le amaba y le había adoptado, era como se esperaba que él fuera.
Pero fuera de casa era distinto. “Con dieciséis años empecé a tomar las drogas, la marihuana, los porros… Yo pienso que lo malo fue que a mí me gustaba, sobre todo me gusta cómo me sentía frente a los otros. Pasaba a transgredir más. Primero pastillas, luego cocaína, crack, heroína... tantas cosas que he tomado...”
Había conseguido una doble vida completa, y se había convencido a sí mismo de que podía “controlar”. “Yo incluso iba a Misa, si se tenía que rezar, yo rezaba”...
Pero cuando sus padres descubrieron que faltaba dinero y que Gregory les engañaba se pusieron serios.
“Tomaron una buena decisión. Me dijeron: «Bueno, si quieres hacer tu vida, vete de casa». Yo con mi orgullo, con mi prepotencia me fui. Y lo primero que sufrí fue la calle. Tuve que vivir cuatro meses en la calle. Trabajando. Lo que cobraba me lo gastaba todo: en mi fiesta, en mis drogas, en estas cosas. Y ahí, empecé a encontrar la soledad, ya la gente no me miraba igual, no. Y si yo salía, me tenía que drogar, porque si no me drogaba no era un día tranquilo”.
Al principio se drogaba solo para salir: los sábados y los domingos. Luego lo fue ampliando a todos los días de la semana.
“Yo pensaba que lo tenía todo controlado y que no era como los yonquis o como el que está en la calle, que tiene que pincharse, que está pasando el mono… Pero ya consumía ocho gramos de cocaína al día. Tenía que robar, tenía que traficar, tenía que hacer de todo… Y lo que más me impresionó un día, es que yo ya no quería salir… Yo me iba a mi apartamento, tenía mis cosas y ya estaba. Y eso era mi madre, eso era mi comida, eso era mi dios… Todo eso, la cocaína era todo eso”.
A los 21 años, Gregory empezó a entender que en realidad no controlaba nada. Y se asustó.
“Sólo me importaba llegar a casa y tener mi cocaína y ya está. Me empezó a dar miedo porque no me importaban las chicas, no me importaba el sexo, dejó de importarme todo... Yo me iba a la cama, y cuando me apoyaba decía: ¡qué mierda de vida tengo! Me levantaba y me iba al sofá, y ahí me drogaba más para evitar las voces”.
A los 22 años, desesperado, Gregory pensó en el suicidio. Y también rezó. Debía tres meses de alquiler, se había roto una rodilla, estaba tremendamente mal…
“Mira, Dios, si estás ahí, dame una respuesta clara, porque ya no puedo más”. Esa fue su oración.
Pensaba suicidarse... pero antes telefoneó a su madre adoptiva, para hablar un poco. Ella le dijo:
- Ven a casa y vamos a hablar...
Gregory acudió, les habló de dinero... “No he pagado, estoy así, estoy mal, con esto de la crisis no me pagan…” Pero su madre tenía una propuesta muy concreta.
- Puedes volver a casa si quieres. Te propongo una cosa: ingresar en la Comunidad del Cenáculo. Pero a lo mejor no es para ti, porque es para drogadictos –dijo ella, sin saber de la adicción de Gregory.
- No, eso no es para mí -dijo Gregory.
Pero volvió con sus padres. Y en esos días conoció al padre Kevin Deakin, de los Siervos del Hogar de la Madre. Kevin Deakin también había vivido la adicción a las drogas y en la Comunidad del Cenáculo, con oración, comunidad y trabajo, se había desintoxicado. (Lea y vea aquí la hermosa historia de sanación de Kevin Deakin).
“Me explicó su vida, que había estado también en las tinieblas, en la droga y cómo todo cambió. Empezó a explicarme cómo se sentía, cómo encontró al Señor. Yo no había escuchado a nadie que sintiera lo mismo que yo. Y me sentí muy, muy igual”.
Gregory tenía pánico a admitir ante su familia que era drogadicto, pero se apuntó a “hacer una experiencia” en el Cenáculo.
A los nuevos en una comunidad del Cenáculo se les asigna un acompañante o “ángel custodio”, un veterano que ha sido drogadicto y se conoce todas las mentiras y los trucos de quien ha sido esclavo de la droga.
En la primera reunión, su “ángel” le explicó:
-Aquí no hay música, no hay mujeres, no hay dinero, vas a rezar, vas a trabajar, vas a hacer amistad, no puedes ponerte las manos en los bolsillos, comerás cuando nosotros te digamos…
- Esto no es una cura, esto es la cárcel –dijo Gregory.
- Pero aquí vas a conseguir amar tu vida. Si quieres hacer un buen regalo a tu vida, a lo mejor tendrías que entrar – le respondió.
Él seguía negando ser drogadicto. Pero observó el caso de otro chico, de 22 años, que reconocía que fuera del Cenáculo se drogaba, que reconocía que necesitaba ayuda... “Lo que más me tocaba era que él sí era capaz de decir la verdad de modo abierto”.
En el Cenáculo, durante dos años, Gregory perseveró sin drogarse y descubrió la amistad verdadera. También descubrió que podía amarse a sí mismo. “Abrazar mis pobrezas y darme cuenta de que es normal ser débil y que es más bonito ser como soy. Me he dado cuenta que esa ha sido mi mayor droga, que siempre he querido tapar eso”.
En una semana con sus padres, Gregory se fue con los amigos y se emborrachó brutalmente.
Su madre, al día siguiente, le interrogó:
- ¿Qué te pasa? Dime la verdad.
Por primera vez, Gregory se animó a explicar la realidad.
- Hay una cosa que te tengo que decir y que a nadie se lo he dicho: soy toxicómano. ¿Te acuerdas cuando yo me escapaba? ¿Te acuerdas por qué yo gastaba tanto dinero?
Su madre lo abrazó. Y le animó a perseverar.
- Gracias, -dijo ella- porque ahora puedo entenderlo. Ahora te conozco más. Y sí han valido la pena estos dos años para que tú aunque salieras y recayeras… lo reconocieras. Vuelve, vuelve allí.
No fue fácil para Gregory volver al Cenáculo y reconocer, ante los sacerdotes y ante toda la comunidad que había mentido. También en esta ocasión, Gregory se sorprendió ante la reacción de la comunidad: “Todos me abrazaron y dijeron: menos mal que has abrazado tu vida”.
Gregory acompaña unas actividades del Cenáculo en México
Gregory hoy va a la raíz del problema de su vida y de mucha gente: una falta de amor y autenticidad en el corazón.
Él, mediante el amor y la amistad en el Cenáculo, descubrió el amor y la amistad de Jesucristo, y eso sanó sus heridas.
“Quien esté en tristeza que se pregunte por qué y si realmente le gusta. A mí no me gustaba estar triste. Yo pienso que en Jesús está todo, hay gente de fuera que dicen que en la comunidad nos hacen cristoterapia. No es verdad. Cristo no es una terapia. Cristo es hombre y existe, no es una ideología, no es filosofía. Cristo es alguien, Jesús es alguien que cura, que si tú le hablas te responde. Y yo, cuando estaba tan desesperado que me quería quitar la vida, me respondió. Cuando estaba en lo más profundo de mi pecado, en la escoria misma, Cristo me escuchó, Jesús me escuchó y me dio una respuesta clara. A lo mejor yo no la veía, pero me dio una respuesta clara".
"Quien esté en tristeza que se pregunte y que grite al Señor, porque tiene derecho a gritar. Si se siente desesperado, que lo haga, porque yo estoy seguro de que Cristo responde, estoy convencido de que Cristo responde y te da la oportunidad. No digo que sea en la Comunidad Cenáculo, pero Cristo te da las herramientas y no te va dejar perder”, anima.