El Papa Francisco ha querido evidenciar en más de una ocasión su apoyo a las obras del padre Aldo Trento.
En esa larga y exigente historia de fidelidad sacerdotal jugó un papel muy relevante, sosteniéndole y apoyándole, el padre Alberto Bertaccini, un amigo suyo también sacerdote que falleció hace dos años y a quien dedicó con ese motivo en Tempi un evocador artículo:
El 5 de junio se han cumplido dos años de la muerte del padre Alberto. Una muerte repentina que le sorprendió en la cama tras haber pasado la noche con amigos suyos en su ciudad natal, Forlì. Lo había conocido en Corvara, durante las vacaciones internacionales de los responsables de Comunión y Liberación, en agosto de 1989. En esa época yo era víctima de una grave depresión y, desesperado, había ido a pedir ayuda al único sacerdote que me podía ayudar. «Ahora por fin empiezas a ser un hombre», me dijo don Luigi Giussani [fundador de Comunión y Liberación]. «Lo que te ha sucedido es un gracia no sólo para ti, sino también para el movimiento, para la Iglesia».
Cuadro que representa el encuentro entre Luigi Giussani y Aldo Trento.
Aunque seguía encerrado en mi dolor, acogí su propuesta de ir a Paraguay, país en el que Comunión y Liberación había puesto raíces desde hacía unos años. Así, ese mes de agosto, Giussani me acompañó a Linate, donde el padre Alberto, misionero en ese país desde hacía tres años, me estaba esperando.
Llegué a Paraguay el 8 de septiembre, día de la Natividad de la Virgen. Comenzó una aventura que nos mantuvo juntos durante diez años. Una convivencia como hombres, no como sacerdotes. No faltaron las discusiones, no es fácil vivir con un neurótico como yo 24 horas al día. Y sin embargo, el padre Alberto nunca me dejó solo.
El padre Alberto Bertaccini, gran amigo del padre Aldo Trento desde su llegada a Paraguay.
Todos los días vivíamos una regla, desde los laudes a la hora intermedia y las vísperas, seguidas éstas por media hora de lectura espiritual. No era un deber, sino una exigencia recíproca. En los momentos de crisis sabía escucharme con infinita paciencia y mostrarme la belleza de lo que me había sucedido. Cada lunes lo dedicábamos al silencio. Había lunes muy duros a causa de los “cabreos”; ninguno de los dos abría la boca, hasta que uno le pedía al otro: «¿Me puedes confesar?». Y la gracia del sacramento nos permitía ir siempre a la razón de nuestra convivencia.
Era un hombre lleno de misericordia. Valoraba todo de mí, hasta el punto de que me entró la duda de que su modo de educar mi afectividad fuera laxista. Así, un día le dije: «Si no vas a Milán para verificar con don Giussani si de verdad somos amigos o cómplices, y si tu modo de educarme es verdadero o no, me siento perdido». Yo era tan moralista a causa de la educación que había recibido que tenía miedo de mi humanidad, de lo humano tal como es.
El padre Alberto fue a Milán y don Giussani le dijo: «Dile al padre Aldo que confíe, como siempre, porque la vuestra es una verdadera amistad y el modo como lo estás acompañando es el camino a la libertad, al encuentro consigo mismo».
A partir de ese día nuestra amistad se convirtió en la única regla segura de nuestra vida. El esfuerzo seguía estando presente a causa de nuestros fuertes temperamentos. Cuando predicábamos durante la misa no necesitábamos micrófono. El tono de voz era el de dos enamorados de Cristo. El padre Alberto no conocía el descanso, se olvidaba de apagar el móvil y era cómico ver cómo se levantaba el alba cuando sonaba durante la consagración. No conocía el burguesismo, para él la pasión misionera era todo. ¡Cuántos viajes hemos hecho juntos para dar a conocer a Comunión y Liberación! Viajábamos de noche y dormíamos en una silla de la estación de autobuses, esperando que llegara el amanecer.
Mi vida había empezado a reflorecer cuando un infarto obligó al padre Alberto a volver a Italia. Recuerdo esa mañana de enero de 1999: mientras lo acompañaba al aeropuerto me sentía perdido, incapaz de un último diálogo. ¡Qué perdido me sentí cuando entré en la casa parroquial, donde todo me hablaba de él! Una soledad que me hizo caer en una nueva depresión. Intenté hablar con él por teléfono, pero estaba siendo operado a corazón abierto en el Hospital Sacco de Milán. Cuando supe que estaba mejor fui a verlo a Forlì. Fue un encuentro lleno de silencio. Cada uno leía en los ojos del otro el drama de la soledad tras la separación.
Años más tarde, después de vivir en Forlì, en Venezuela y en Ecuador, el padre Alberto volvió, un año antes de morir, a Paraguay. Habían pasado casi 14 años desde su vuelta a Italia y la parroquia había cambiado mucho. La convivencia no fue fácil, pero de nuevo la confesión recíproca daba un sentido profundo a nuestra amistad, una amistad entre hombres adultos que no ha conocido nunca lo “políticamente correcto” o el formalismo que define a la mayoría de los párrocos. Gracias, amigo, a ti la muerte te ha llegado repentinamente, mientras que yo estoy haciendo el novenario para ser digno de ser acogido en los brazos de Jesús.
Traducción de Helena Faccia Serrano (diócesis de Alcalá de Henares).