Entre 1926 y 1929, México vivió una de las mayores persecuciones religiosas de la época contemporánea: los especialistas en el conflicto en el que desembocó la persecución -la Guerra Cristera o Cristiada- hacen oscilar entre 300 y 58 los sacerdotes asesinados. Teniendo en cuenta que uno de los mayores perseguidores, el presidente Plutarco Elías Calles, reconoció que solo él mandó fusilar a 50 sacerdotes en 1928, es de suponer que el cómputo total se aproxime más a la primera de las opciones. Junto a ellos, 12 generales, 70 coroneles y 1800 oficiales de ambos bandos perdieron sus vidas. El total de fallecidos superó los doscientos mil.
Santos y pecadores en la Guerra de los Cristeros (Palabra) es una de las últimas compilaciones publicadas en torno a esta persecución netamente anticatólica que no solo desgrana las causas, motivos y desarrollo de la persecución. También profundiza en los numerosos ejemplos de vida que protagonizaron esta defensa de la fe popular, y de la que los 25 mártires canonizados en el año 2.000 por San Juan Pablo II son una pequeña muestra.
Más allá de su fama entre la población mexicana, Santo Toribio Romo es uno de los sacerdotes y mártires menos conocidos de la Cristiada que James Murphy describe profusamente en su último libro.
Rosario, Misa y Adoración, en su rutina desde la infancia
Toribio nació en una humilde familia de Santa Ana el 16 de abril de 1900. Su primera infancia transcurrió en un clima de relativa paz para los católicos, como un oasis entre las continuas persecuciones que sufría la Iglesia desde hacía décadas.
Entonces, los sacerdotes podían moverse libremente sin preocuparse por la hostilidad de las autoridades civiles. Así, la reducida presencia de religiosos y sacerdotes en su localidad natal se veía subsanada por otros que acudían a ella para celebrar Misa, confesar a los fieles y visitar a los enfermos.
Desde su infancia, Romo recuerda como sus padres daban cobijo a todos aquellos religiosos. Algo que, en parte, acabaría motivando que conforme se acercaban nuevamente los años de persecución, la de Toribio fuese la primera vocación de su Santa Ana natal.
Toribio y su hermana Quica compartieron una ardua infancia compaginando su asistencia a la escuela con largas horas de duro trabajo. Y la Misa diaria, la oración y el rezo del rosario o la visita al Santísimo Sacramento siempre fueron parte de su rutina.
Un sacerdote en tiempos sombríos
A los 12 años, Toribio accedió al seminario menor en San Juan de los Lagos, sede de un famoso centro de peregrinación mariana. Desde entonces destacó por una gran inclinación social -especialmente a favor de los migrantes y frente a los excesos del capitalismo-, el estudio del latín y la excelencia académica. Unos rasgos que le llevaron, en no pocas ocasiones, a sustituir a maestros y profesores cuando no podían impartir ellos las clases.
Cuando cumplió su sueño, el de dedicarse a Cristo de por vida y ser ordenado sacerdote, no quedaba mucho de la paz que vivió la Iglesia durante su infancia. Fue un 22 de diciembre de 1922, doce años después de que estallase la Revolución Mexicana y cinco desde que se promulgó la Constitución de 1917, marcadamente liberal, laicista y hostil a la Iglesia.
Es por ello que Murphy describe los años de su ordenación como "tiempos sombríos". Y es que la que fue una de las mayores persecuciones contemporáneas contra la fe fue precedida por el saqueo de Guadalajara y la profanación de su catedral en 1914 o el atentado bomba contra la Virgen de Guadalupe un mes antes de su ordenación, entre otros ejemplos.
Desde entonces, los ataques a la Iglesia se sucedieron con una frecuencia cada vez mayor. Un mes después de su ordenación, el delegado apostólico fue expulsado de México por participar en la dedicación de una estatua de Cristo Rey en Guanajuato. En 1923 se prohibió al clero no mexicano residir en el país y no tardó en aprobarse la conocida como Ley Calles, según la cual -entre otras cosas- el Gobierno y no los obispos confirmaban qué sacerdotes podían ejercer como tales, bajo obligación de inscribirse en un registro oficial emulando a los juramentados contrarrevolucionarios de La Vendée.
Puedes conseguir aquí "Santos y pecadores en la Guerra de los Cristeros".
En la lista negra del Gobierno y las catacumbas
Toribio no fue uno de ellos y desde entonces vivió convencido de que cada día podría ser para él el último como católico o sacerdote.
No tardó en ser incluido en la lista negra del Gobierno, pues tampoco puso mucho empeño en ocultar su fe ni su condición de sacerdote. Algo que mostró sobradamente su asistencia, junto a 15.000 fieles, a una Misa pública para celebrar la festividad de Cristo Rey, uno de los muchos eventos católicos prohibidos por las imposiciones gubernamentales.
Murphy subraya que aquel día fue toda una declaración de intenciones, pues "tras la Misa, los fieles juraron defender su fe ante las atrocidades cada vez mayores del Gobierno, incluso con su vida".
Aún no había estallado formalmente el conflicto -sí los altercados y muertes- cuando Toribio debió esconderse y el día a día de los católicos se asemejaba cada vez más a "las catacumbas romanas".
"Los sacerdotes como Toribio, que proseguían con sus ministerio, vivían como fugitivos de la ley los fieles que los escondían corrían el riesgo de convertirse en prófugos", relata el autor de Santos y Pecadores en la Guerra de los Cristeros. El riesgo [de celebrar misas y sacramentos públicos] era elevado. A algunos los fusilaban en el acto, aún revestidos, por negarse a revelar lo que habían oído en confesión", menciona.
Cuando el 1 de agosto de 1926 se hizo efectiva la suspensión del culto en México, los católicos estaban perfectamente organizados para que, de forma secreta y fugitiva, la vida de fe y sacramentos siguiese fluyendo entre millones de fieles.
Se han llevado varias adaptaciones de la vida de Santo Toribio Romo al cine y televisión. Una de ellas, "Del sueño a la gloria", de Moises Cruz Jáuregui.
En una destilería de Tequila
Durante los años que duró el conflicto, el rezo del rosario, de devociones y plegarias particulares y tradicionales, las misas blancas o la comunión espiritual fueron comunes entre los católicos y no eran pocos los que asistían a misas clandestinas celebradas en inhóspitos parajes y desiertos en la más absoluta oscuridad.
Junto a estas estrategias, el autor menciona algunas otras prácticas excepcionales como la autoadministración de la Eucaristía, la celebración de la Hora Santa por fieles o de matrimonios sin sacerdote que, en ocasiones, generaron también escándalo entre los propios fieles.
Desde el principio del conflicto, Romo nunca renunció a su promesa de defender y cumplir antes los mandatos de la Iglesia que del Gobierno y como proscrito, tuvo que pasar cinco meses oculto en una destilería abandonada de Tequila (Jalisco), donde también se ocultó el valeroso arzobispo Francisco Orozco y Jiménez.
Allí permaneció desde septiembre de 1927, con la autorización del arzobispo, "posiblemente porque había asumido voluntariamente ese destino tan arriesgado", explica Murphy. Entonces la Guerra Cristera llevaba dos años activa y los obispos habían ofrecido dos opciones a los sacerdotes: o mudarse a las ciudades y esperar, o proseguir con su ministerio en zonas rurales -principales focos del conflicto- arriesgando sus vidas.
Convertir aquella antigua destilería rural y apartada del cobijo urbano en una improvisada iglesia y refugio para otros católicos fue la elección de Romo. Desde entonces comenzó a desarrollar centros de formación y catequesis en viviendas cercanas y, junto a su hermano recién ordenado, Román, y su inseparable hermana Quica, desarrollaron sin descanso su arriesgada labor evangelizadora.
"¡Maten al cura!"
Aquella labor sería al mismo tiempo su causa de muerte y de vida en la eternidad cuando fue sorprendido por las tropas federales durmiendo en su cuarto el Sábado Santo de 1927.
"¡Es el cura! ¡Mátenlo!", dijo uno de los soldados. Acto seguido, el sacerdote se despertó y admitió su condición de sacerdote, lo que supuso una oleada de disparos entre gritos de "¡maten al cura!".
Tras ser acribillado a balazos, Toribio fue capaz de desplazarse unos metros fuera del edificio, donde fue auxiliado por su hermana Quica, que le acompañó en sus primeras y últimas horas de vida. Cuando horas después sus familiares y amigos supieron de la muerte del sacerdote de 27 años, su hermana profetizó: "No tendríamos que llorar. Toribio ya está en el cielo".
El cuerpo del joven sacerdote fue enterrado en el cementerio de Tequila durante dos décadas y posteriormente su familia trasladó sus restos a su Santa Ana natal. Setenta y tres años después, San Juan Pablo II beatificó al joven sacerdote junto con otros 24 mártires, la devoción al santo está extendida en gran parte de México y Estados Unidos y la destilería que le vio morir acoge hoy día a cientos de peregrinos, sembrada de notas de papel en las que pueden leerse los favores de multitud de peregrinos y devotos del santo.