Monette cedió a la presión de su marido y abortó dos veces. Sintiéndose condenada al infierno, se alejó de Dios y acudió al esoterismo. Ella misma cuenta en L'1visible cómo salió de él:
¡Jesús es más barato y más seguro!
Nací en una familia bretona muy católica. Me casé my joven, con 18 años. Tuve un primer hijo. Muy pronto volví a quedarme embarazada, pero mi marido no quería tener otro hijo tan rápido. Yo era muy joven y no pude resistir a su voluntad. Lloré mucho, muchísimo, al salir de aquella operación, que me arrancó el corazón. Así que, muy poco después, se anunció otro embarazo, y le dije: “¡No, esta vez vamos a tener este hijo!” Y nació nuestra hija. Algún tiempo después, volví a quedar embarazada. Una vez más, mi marido no quiso tenerlo. En aquel momento me sentí con muchas menos fuerzas para defender a ese pequeño y aborté. Y de nuevo, enseguida lo lamenté mucho… “¡Voy a ir derecha al infierno…” Fue entonces un drama para mí, y aún lo es hoy.
A partir de ese momento me alejé de la Iglesia, pues pensaba: “¡Soy una desgraciada! Me voy a condenar en cualquier caso, el Señor ya no me quiere. No vale la pena que piense en Dios, ni que vaya a la iglesia y a misa, se acabó. ¡Voy a ir derecha al infierno!”
Así que comencé a buscar mi felicidad en otra parte. La sociedad me decía que podía encontrarla en los bienes materiales, pero eso no funcionó. Así que visité otros lares. Toqué un poco todas las teclas: en las sectas, en el esoterismo, etc. Mi búsqueda de la felicidad a diestro y siniestro duró dos años. Pero me daba cuenta perfectamente de que la felicidad que nos ofrecen el mundo o las sectas es un engaño. ¡Eso no es la felicidad!
Palabras que surtieron efecto
Un día me encuentro a una amiga y le cuento todas mis experiencias en el esoterismo. Me dice sin más: “¡Oh, la la! ¡Monette, me das miedo! ¡Jesús es más barato y más seguro!” Su reacción me cautivó, literalmente. Un auténtico electrochoque. ¡Como si un rayo hubiese caído ante mis pies! Así que cambié de rumbo y me acerqué de nuevo a la Iglesia. Comencé a seguir toda la rutina, pero todavía sin creer demasiado.
Luego conocí a un sacerdote a quien conté mi “conversión”. Me dijo: “Monette, todo eso está muy bien. ¡Pero no has venido a confesarte!” ¡Nuevo electrochoque! Me tiré de la silla, lloré, grité… Esa confesión fue un momento extraordinario.
Finalmente, este sacerdote me sugirió: “Dale un nombre a tus hijos”. Lo hice. Desde entonces, rezo por mis hijos. Es un gran consuelo.
A partir de esa confesión, me acerqué aún más al Señor. Todos los años hago un retiro. Un año, el último día del retiro el sacerdote dijo: “Hay aquí alguien que sufre en su matrimonio. El Señor está sanando su corazón”. Tomé estas palabras como dirigidas a mí, porque era exactamente lo que estaba viviendo. Al día siguiente, ya en el tren de regreso a casa, sentí que el amor de Dios inundaba todo mi ser. Sentí que el Señor curaba las heridas de mi alma, que restañaba los moratones. Fue muy dulce, muy bello, como una caricia.
Hoy, 25 años después, soy cada vez más feliz. Al acercarme a Jesús y a la Iglesia encontré lo que buscaba: la felicidad. Vivo cada día un poco más esta fuerte relación con Dios. Con Él, mi vida es agradable. En ocasiones también puede ser dura, porque las cosas no salen siempre como yo quisiera. Pero lo cierto es que ya no podría vivir sin Dios. ¡Si Él no estuviese ahí, sería una vieja divorciada y amargada!
Artículo publicado en ReL el 29 de diciembre de 2018.
Traducción de Carmelo López-Arias.