Sí, hoy dar la prioridad a Dios exige mucho coraje, pero es una lección muy importante y fecunda. Aunque tal vez no se vea, mucha gente siente hoy esta llamada del Espíritu a la oración, y cuando uno entra en este camino –un camino de fidelidad y no siempre fácil-, las consecuencias son muy positivas.
Me refiero a los frutos tanto individuales como para la comunidad. Estos frutos son lo que nos permite decir que la oración no es algo puramente psicológico, porque tiene consecuencias. Si permanecemos fieles a la oración, poco a poco nos volvemos más apacibles, más delicados, más atentos a los demás: comunicamos la paz de Dios. Luego están los santos, que gracias a la oración han logrado hacer grandes obras de amor impensables en un principio.
Nos lo permite a todos. Para vivir una vida cristiana que no sea simplemente una adhesión a una doctrina o seguir unas normas morales, es necesaria una relación de corazón con Dios. Vivimos en un mundo que presenta desafíos ante los que la simple sabiduría humana no basta: necesitamos una fuerza interior que solo podemos encontrar en el Señor. Y para eso es imprescindible conocer las actitudes esenciales que están en la base de toda buena oración.
No es una cuestión de técnicas: una oración buena es la que nos hace encontrar a Dios y poco a poco nos transforma interiormente. Las actitudes esenciales que te decía son tres: la oración ha de ser un acto de fe, de esperanza y de amor.
Sí, uno muy simple pero muy importante porque te pone en contacto con Dios. Con el mero hecho de rezar uno está manifestando varias cosas: “Creo que Dios existe”, “Creo que me ama y se interesa por mí” y “Creo que vale la pena consagrarle unos minutos”.
Bueno, es cierto que gracias a la oración uno puede llegar a sentir –a percibir sensiblemente- la presencia de Dios, su ternura y su alegría. No pasa siempre pero es algo bonito cuando ocurre, porque Él no es un ser lejano, sino alguien que viene a mí, que me toca. Aunque la oración no es desde luego una mera experiencia sensorial, también es cierto que muchas veces despreciamos los sentimientos y nos quedamos en un plano más frío, más intelectual.
Sí, a veces el Señor viene a nosotros desde la inteligencia, nos da luces: nos permite comprender de una forma nueva algún aspecto de nuestra fe o responde alguna duda delicada que tengamos. Pero lo que digo es que hay que tener claro que la oración como acto de fe no se basa ni en los sentimientos ni en el intelecto.
Hay momentos en los que buscamos sinceramente a Dios, llenos de buena voluntad, pero en los que somos como un trozo de madera en el plano sensible y en el intelectual estamos a tientas en la oscuridad, rodeados de cosas que nos sobrepasan. A veces Dios no responde todas las preguntas: desde luego, no encontraremos cada día bajo la puerta una nota con indicaciones suyas. A lo que me refiero es a que en toda vida cristiana hay momentos de mucha luz y momentos de sequía, momentos pobres en los que corremos el riesgo de desanimarnos ante las experiencias exuberantes de otros. Podemos inquietarnos, pero en estos momentos recordemos siempre una cosa.
Que ni la sensibilidad ni la inteligencia son la base de la relación con Dios: es la fe, es decirle “Señor, no siento gran cosa y me gustaría comprenderlo todo, pero creo aún así con todo mi corazón que estás aquí”. Por eso es importante perseverar en la fe, porque cuando estás en esta actitud Él trabaja en ti aunque sea de manera secreta o profunda: con el tiempo verás los frutos.
Si rezo es porque sé que tengo necesidad de Dios, espero de Él la salvación que no puedo darme solo, espero de Él su gracia, su amor y su misericordia. Rezar es reconocernos humildes, darnos cuenta de que no somos autosuficientes: es un acto de esperanza simple pero precioso y lleno de valor. Esto es importante porque paradójicamente, la oración a veces es un camino de pobreza.
En primer lugar, a que la oración no tiene una técnica infalible: las mismas acciones no dan siempre los mismos resultados como al conducir, por ejemplo, sino que veces recibes consolaciones que no has pedido o buscas y no encuentras. Esto es así porque en la oración siempre dependemos de Dios, y a Él no podemos controlarle. También es un camino de pobreza porque la oración, que es fantástica, tiene un pequeño problema.
Que cuanto más entramos en la luz de Dios, más vemos nuestra miseria, nuestros límites, nuestra dureza de corazón. Es como las ventanas de casa: cuando afuera está oscuro parece que estén limpísimas, pero a la que el sol pasa a través de ellas ves que lo que creías impoluto está lleno de suciedad: pasa lo mismo con la oración. No es algo agradable, pero es bueno para ser humildes, porque sólo cuando conocemos una enfermedad podemos curarla.
En esos momentos en que la oración no es un momento de intimidad maravillosa con Jesús es cuando nuestra pobreza humana se manifiesta más claramente. Aparece todo lo malo que hay en mi vida, y por eso mucha gente tiene miedo de la oración, miedo del silencio, de la soledad: tenemos miedo a encontrarnos a nosotros mismos. Ahí es cuando la práctica de la esperanza es importante.
Muy simple: te pones delante de Él y le dices: “Señor, estoy ante ti como un pobre, veo todos mis pecados y mi fragilidad, pero no es un problema porque Tú eres mi esperanza. Es de ti que espero mi salvación, Señor: es de ti que espero la gracia que podrá curarme, purificarme y transformarme”. Esto es un acto de esperanza: un acto de humildad en el que dejas de hacerte el interesante, reconoces tus límites y los aceptas poniendo tu confianza en Dios. Dejas que Él sea tu roca.
Se cuenta que al rey San Luis, Jesús le dijo: “¿Querrías rezar como un santo? Te invito a rezar como un pobre”. Si entramos en esta actitud de humildad y esperanza, rápidamente Dios vendrá a consolarnos y nos dará la paz. A veces tarda un poco, pero Dios es fiel: como dice la Santa Escritura, “un pobre ha gritado y Dios escucha”. Es algo que vemos muy a menudo en la Biblia: la oración que Dios escucha –la que toca Su corazón y transforma a quien la realiza- no es la del fariseo, sino la del pobre que grita al Señor desde lo profundo, como el publicano arrodillado al fondo del templo. Es la potencia que hay en la esperanza: si esperamos todo de Dios, aunque tengamos que pasar por la puerta estrecha, Él nos lo dará todo, porque es fiel siempre.
No hablo de una espera pasiva: todo lo que dependa de mí, lo hago, evidentemente, pero soy fiel a la oración. Grito al Señor “día y noche”, como dice la Biblia, no con un sentimiento vago sino con un compromiso fiel.
Sí, pero no un amor romántico o sensible, sino un amor verdadero a Dios: cuando rezo quiero ponerle en el centro de mi corazón y darle tiempo. Dar a Dios cada día media hora –en tanto que el tiempo, desde luego, es importante porque es nuestra vida- es un auténtico acto de amor.
Lo que está claro es que la oración requiere tomar un tiempo, y cuanto más mejor, pero es cierto lo que dices. Para la gente que está en el mundo, ocurre que hay gracias muy especiales: si es todo lo que puedes dar, con solo 10 o 15 minutos al día puedes recibir más gracias que una monja carmelita que reza tres horas, porque Dios conoce la condición de vida de cada uno. Se trata de reservar un momento del día y consagrarlo a Dios.
Porque aunque se rece en sequedad, el deseo de amar sigue en el centro de toda oración, le da todo su valor y atrae el amor de Dios. Pero la oración no es sólo un acto de amor al Padre, también al prójimo, aunque muchas veces ni lo pensemos. Poder rezar los unos por los otros es un consuelo mucho mayor de lo que podemos imaginar.
En que nos ayuda con el mayor sufrimiento que puede haber en la vida: ver sufrir a alguien amado y no poder hacer nada por él. Ante esta impotencia, siempre nos queda la oración: no es una varita mágica pero cuando rezo por alguien sé que Dios escucha mi oración y que –aunque no sé cuándo ni cómo, pues el tiempo de Dios es misterioso- le ayudará. La oración, además, también ayuda al prójimo aunque no recemos explícitamente por él.
Porque la oración nos transforma, dulcifica nuestro corazón: si soy fiel a la oración, me vuelvo más humilde, más dulce, más misericordioso, más atento a no juzgar –porque me doy cuenta de mi propia miseria-. Esto es un gran regalo para los que estén a mi alrededor. El corazón se tranquiliza y poco a poco uno se ve profundamente atraído por el misterio del amor de Dios: no hablo de cambios extraordinarios o extraños, sino que de forma simple toda nuestra vida se unifica hacia Él. Y esto es porque es importante reconocer que en esta relación quien ama primero es Dios.
Responde. Es importante dar mi amor a Dios, pero lo es incluso más acoger su amor, es una actitud fundamental. Es creer que Dios te mira con una mirada de amor tal que no importan ni tu indignidad ni tu pobreza. Por eso no hay que salir de haber hecho, pongamos por caso, una hora de oración en la que no has estado al 100% diciendo “lo he hecho mal, he estado muy distraído, no he podido rezar bien…”.
Sí, pero es caer en el orgullo. Lo que has de decirle a Dios en una situación así es “Señor, por mi parte esta hora que he pasado delante de Ti ha sido lamentable, pero a pesar de que yo estaba lejos, sé que Tú sí estabas ahí. Que aunque durante esta hora yo no haya hecho nada, Tú sí: me has mirado y me has amado. Gracias”. Siempre hay que salir contento de la oración, y es algo que han tenido que aprender incluso los santos, ya lo decía Santa Teresa de Jesús.
Ella cuenta que le costaba mucho la oración, que se sentía seca y se dormía, pero lo interesante es cómo reaccionaba. No se culpabilizaba, sino que decía: “Debería entristecerme, pero no lo hago porque pienso que los niños agradan tanto a sus padres cuando duermen como cuando están despiertos, y que los médicos duermen a sus pacientes antes de operarles… El Señor se acuerda de que no somos más que polvo”. Esto, que tiene un toque humorístico, también esconde una gran reflexión. ¿Por qué anestesia un cirujano a su paciente?
Sí, pero también para poder trabajar tranquilo. Hay etapas en nuestra vida llenos de pobreza e impotencia en los que todo nos sobrepasa y lo único que queda es abandonarnos, dejarnos caer en los brazos del Padre. Estos son los momentos que usa Dios para sus operaciones más profundas y más positivas, aunque no veamos los frutos hasta más tarde. No podemos dudar de la fidelidad de Dios, de su misericordia.
No creo que el pecado nos aleje siempre de la oración, sino que muchas veces es al contrario: nos obliga a rezar. Dios se sirve de todo: ¿cuál dirías que es el pecado más grave?
Yo creo que es la incredulidad, la desesperanza, la falta de confianza en Dios. No es el hecho de ser pecador lo que me separa de Dios: si yo lloro mi pecado y me tiro a los brazos de Dios, lo que era un pecado se convierte en una gracia. Cuanto más pecador soy, más tengo que rezar. El demonio es muy inteligente: a veces caemos en una falta y nos dice “no reces, escóndete, no puedes presentarte así ante Dios, eres demasiado horrible”. Y precisamente por eso hemos de rezar, ¿dónde voy a curarme si no en los brazos de Dios?
Lo mejor es estar ante Dios tranquilamente, simplemente nutriendo nuestra mirada de amor a Él, como un pájaro que vuela y de vez en cuando aletea un poco. Es una oración muy simple, en la que de vez en cuando relanzamos la atención a Dios. El problema es que muchas veces no estamos así: nos distraemos, se nos va la mente…
En estos momentos son necesarios métodos para enfocar nuestra atención, como oraciones recitadas, hablar directamente con el Padre o el Hijo o usar el Evangelio. El método tradicional de la Iglesia desde siempre es partir de la Palabra de Dios para iluminar la oración. Sea para ver qué me dice la palabra o para pedir que Él me ayude a ponerla en práctica.
Sí, también la meditación es un método tradicional, pero hay que saber dejarla a tiempo: no consiste en pensar mucho, sino en ponerse en buena disposición ante Dios. Si al meditar un poco sobre el texto, hay algo que te toca especialmente o te llega profundamente, quédate en eso: tal vez repetirlo varias veces o dar vueltas sobre ese punto. Hay un versículo en la Escritura que he leído cien veces pero de vez en cuando me toca especialmente: “El Señor es mi pastor”. Él es mi pastor, yo su oveja, no me hace falta preocuparme… y esto me hace entrar en una disposición adecuada del corazón: esta es la fuerza de la Palabra, que cuando la acogemos en el corazón nos suscita una actitud de apertura y de amor a veces muy rica. Esta puede ser una muy buena base.
Formas más simples de oración como el rosario, que es una oración repetitiva pero que tiene un ritmo, que nos tranquiliza, nos pueden ayudar también. En mi caso, cuando no logro recogerme y centrarme o estoy muy cansado como para leer cualquier cosa, a veces cojo el rosario, me confío a la Virgen y lo voy recitando. Me doy cuenta de que mi corazón se tranquiliza, que a lo mejor estoy distraído con la cabeza, pero no es importante, porque gracias a esta repetición la presencia de María tranquiliza mi espíritu y me pone en presencia del Señor.
De lo que se trata es que cada vez sea menos una oración de pensamiento, de cabeza, y cada vez más una oración de corazón, que se abra a Dios, en una apertura y abandono que hace que la oración sea profunda.