Le decían “El Gringo”. Tenía 27 ó 28 años. Vendía drogas para drogarse. Su adicción lo había convertido en un dealer involuntario y la ecuación estaba desequilibrada: lo que vendía ya no le alcanzaba para pagar lo que consumía. Por las deudas, lo amenazaron. Los transas, esa figura omnipresente de los barrios pobres, le dijeron que pagaba o lo mataban. Les ahorró el trámite: se pegó un tiro en la cabeza. Fue el camino que eligió para huir del callejón en el que se sentía atrapado.
La historia surge cuando al padre “Cheché” se le pregunta por casos trágicos. Cerca, en los alrededores de la canchita de fútbol donde conversa con Clarín, se cuentan más desgracias. Por ejemplo, un adolescente recientemente convertido en colador después de una balacera frente al bailable Tropitango, meca del desahogo en estos territorios de agobio en el norte del Gran Buenos Aires.
Otro chico que podría, ahora, estar corriendo entre los tantos que le gritan al cura que se calce los cortos y se ponga a jugar. Otro que merodeó la canchita y se prendió en algún picado, pero finalmente “no arrancó”.
Y sin embargo, pese a los cachetazos que la realidad, indomable, le pega cada vez que un pibe muere, el cura, de 37 años, insiste: “Esto es meter vetas de vida en donde reina la muerte. Nuestro proyecto es un proyecto de vida”.
“Cheché” se llama Juan Manuel Ortiz de Rosas. Sexta generación de Rosas, chozno nieto del “Restaurador de las Leyes”. [Se refiere al militar Juan Manuel de Rosas, máximo dirigente de Argentina entre 1835 y 1852. Nota de ReL] Pero el linaje lo tiene sin cuidado.
“Es lo que hay”, dice. A su manera, “Cheché” también es un restaurador, pero de valores humanos, de vínculos partidos por marginalidad, drogas y conflictos familiares.
Lo ordenaron sacerdote hace 6 años y se metió en la villa. Dice que en las reuniones de la Pastoral Social decía: “Che, tenemos que ocuparnos de los adictos, hay que entrar a los barrios”.
Y que entonces, un día en que dividieron tareas, anotaron: “Cheché, jóvenes en situación de riesgo”. Nunca más hizo otra cosa: dar misa, bautizar y confesar, pero muy por delante de eso, ir con la pelota, picándola por pasillos que terminan en paredones, para sacar a los chicos, aunque sea un rato, y llevarlos a patear.
“Un poder por otro poder o, mejor dicho, un placer por otro placer”, dice entre mates. “No hay otra clave”, afirma “Cheché”, que un día con la redonda bajo el brazo salió a recorrer el barrio San Pablo, otro punto caliente, barrido de las estadísticas sobre pobreza y horadado por la inseguridad, en los confines de Tigre. “Yo venía observando las relaciones con el consumo y la venta de drogas de los chicos. De marihuana y cocaína, digo. Notaba que vender los empoderaba, les creaba una cierta autoridad en ese mundo. Vender era lo que les provocaba bienestar, porque de todos sus escenarios cotidianos ninguno garantizaba un mínimo de placer. Estamos hablando de casas donde las relaciones están rotas. Padres abandónicos, violencia de género, desempleo y hasta escuelas que replican la calle: adentro la misma violencia que afuera. Fui deportista toda la vida. Pensé que el fútbol podía ser una salida”.
“Cheché” se mueve en moto, en una Rouser 180, versátil para serpentear cuando la calle se estrecha. “Los invité a jugar. La pelota es irresistible. Y fue tomando forma. Conseguimos este terreno, que es exclusivamente recreativo. Y empezamos a armar equipos. Me fui dando cuenta de que muchos chicos con problemas de adicción encontraban bienestar al sentirse escuchados. Los puse como DT [director técnico, entrenador]. Lentamente, eso se fue transformando en un camino, en un método".
"Obvio que una condición para participar de este proyecto es dejar de vender droga. Lo explicamos simple: el que no quería dejar de consumir y vender no podía estar con nosotros”, cuenta “Cheché”, que atesora todos los videos y las fotos de su trabajo en un iPad tuneado como una Biblia.
Se lo hacen notar y “Cheché” devuelve una mirada franca. ¿Se trata de una búsqueda, por decirlo de algún modo, catequística? “Nada, cero. Acá la única intención era juntarnos a jugar al fútbol y compartir. No a rezar ”, dice el cura.
Tomó tanta consistencia que debió buscar un nombre, pensar que esos 11 dealers convertidos en DT (algunos fueron enviados por voluntad propia a granjas de recuperación) podían ser el punto de partida para un desarrollo social de mayor integración.
Consiguió fondos del obispado. Fue a la Sedronar [el organismo argentino responsable de coordinar las políticas nacionales de lucha contra las adicciones]. El ex titular, su colega, el sacerdote Juan Carlos Molina, le dio más subsidios. Sumó a muchos vecinos del barrio.
El proyecto se llamó Bartimeo, por el mendigo ciego protagonista del último milagro del Nuevo Testamento. Marcos 10.46-52. Un día, dice el Evangelio, Jesús camina por Jericó. Bartimeo está fuera de su trayecto, pero lo escucha venir y le grita: “Ten misericordia de mí”. Jesús frena. Le pregunta cómo puede ayudarlo. “Dame el don de ver”, le dice el ciego. “Vete, tu fe te ha salvado”, responde Jesús. Y Bartimeo se marcha viendo.
“Cheché” deja su moto en donde puede y traza caminos para buscar “Bartimeos” cegados por el consumo. Recorre La Cava, el Bajo Boulogne, los barrios de la Ceamse en Benavídez.
En cada lugar hay también una canchita, flaquitos que largaron el consumo y le gritan: “¡Dale, ‘Cheché’, no seas cagón, vení a correr!”. Hay grupos de personas que responden a la propuesta del cura. También se sumaron chicas. Esta mañana, por ejemplo, están corriendo alrededor de la cancha con palos de hockey que aportó una vecina.
“Es trabajar por el barrio, con gente del barrio –apunta– y comenzar a levantar una vara, que de por sí, está muy pero muy baja. Pero no trabajar lo represivo, insisto, cambiar la droga por la pelota”, dice “Cheché”, un padre Pepe en otro borde de la desintegración social.
Con Pepe se conocen, se cruzan cada tanto en la Comisión sobre Dependencia de la Pastoral Nacional, una usina de reflexión y oración donde se delinean políticas de trabajo.
Son los curas que este año electoral hablaron de la presencia del narco en el pobrerío, los que le dijeron a la gente de la villa que “no votaran el narco”, un pedido expreso que bajó desde Roma. Pero “Cheché” no se detiene en eso.
“¿El narco? –se pregunta– ¿Qué es el narco en estos lugares? El último eslabón de la cadena delictual: una madre y una abuela que venden para parar la olla. Un chico que se droga tanto que termina vendiendo”, explica.
Y se calza los cortos. Lo esperan 40 pibitos corriendo con pulmón de sobra. Se les suma, entusiasmado.
En el vídeo, "Hermano Narco", una emocionante reflexión sobre la fe y el papel de los narco en la violencia en México, por el padre Omar Sotelo