El sacerdote Tullio Proserpio no vive en una parroquia, convento o en alguna institución de la Iglesia sino que lo hace en un hospital, concretamente en el Istituto Nazionale dei Tumori de Milán, un centro público especializado en enfermos de cáncer.
Allí reside este sacerdote que ejerce como capellán, cuya familia son tanto los enfermos que están allí hospitalizados como los propios trabajadores. “Aquí todos los días es Viernes Santo. El dolor y la muerte son ingredientes cotidianos, una provocación ardiente que me obliga preguntarme: ¿mi fe tiene algo que decir sobre el sufrimiento que habita en este lugar?”, explica el religioso.
Precisamente, la certeza de que Dios tiene mucho que decir en el interior de este hospital es lo que ha provocado que don Tullio lleve casi 20 años compartiendo los dolores y padecimientos, pero también las alegrías con todos los que pasan por allí marcados por un cáncer.
El capellán de 58 años ha publicado el libro La spiritualità nella cura, un libro centrado sobre la espiritualidad en el cuidado de los enfermos. Este libro nace en realidad en la máquina de café de este hospital inspirado en las conversaciones cotidianas entre el capellán y un psicólogo clínico de este instituto.
El libro editado por San Paolo es un viaje a los muchos aspectos que ven a la medicina entrelazarse con la dimensión interna de la existencia, en busca de una noción de salud que trasciende la pura materialidad.
El padre Tullio Proserpio se licenció en Arquitectura y fue ya a los 26 años cuando ingresó en el seminario siendo ordenado sacerdote en 1996. Tras un destino pastoral como coadjutor recibió una indicación del cardenal Martini de partir y conocer gente.
“Esto es lo que vengo haciendo desde hace veinte años, en lo que para mí se ha convertido en una escuela de vida y cristiandad”, relata al semanario Credere.
Su hogar actualmente es una habitación en el noveno piso del hospital: cama, sillón, escritorio y una estantería, todo lo necesario para vivir. Pasa sus días en diálogo con los enfermos, familiares, médicos y enfermeras, lidiando con esperanzas y decepciones.
Este sacerdote es consciente de que ejerce una labor difícil, pues la palabra cáncer evoca la muerte, y está relacionada también con el dolor. De este modo, el capellán asegura que “es inútil negarlo, cuando miro a Jesús crucificado veo a un hombre derrotado. ¿Cómo es posible que el Dios de la vida permitiera la muerte de su Hijo? La respuesta la encuentro sólo en el hecho de que ese sacrificio es un sacrificio de amor que alcanzó su cúspide en la cruz: Cristo dio su vida por nosotros. Es el amor el que da sentido a la existencia, aunque en el amor puede haber una dimensión ligada al sufrimiento”.
Por ello, la muerte no es la protagonista sino que la palabra clave es Resurrección, pero para ello “no podemos evitar pasar por el dolor del Viernes Santo y la oscuridad del Sábado”. De lo contrario –agrega el capellán- “los cristianos corremos el riesgo de pasar por magos, y esto no funciona aquí”.
Con una fe profunda muy anclada además en la realidad que ve a diario el padre Tullio recuerda que la enfermedad -a menudo en forma extrema y terminal, como ocurre en el Instituto del Cáncer- para unos se convierte en una oportunidad para cuestionar el sentido de la existencia, redescubrir la fe y el valor de la oración, para otros es motivo de ira, desesperación, hasta blasfemia. Para ello, ha aprendido a escuchar, a “estar cerca", a dejar de lado clichés y consignas.
“No me puedo dar el lujo de jugar con las palabras, no sería creíble frente a los que lidian con un tumor. Y muchas veces ni siquiera se necesitan palabras. Debemos centrarnos en la relación, en una cercanía que no pretende silenciar el dolor sino ofrecer un compartir hecho de cosas elementales: una mirada, una caricia, una oración a veces silenciosa. Muchas veces el camino del otro no corresponde a mi expectativa, quizás el paciente no pide recibir los sacramentos sino que busca un rostro desde el cual ser mirado y al que mirar. Sé que es el rostro de Cristo, pero el valor de mi presencia no depende de la conversión del enfermo, es sobre todo una ocasión de conversión para mí, aprendo cada día a comprender que el cristianismo tiene que ver con todo lo que hay que hacer humano", explica desde su propia experiencia durante estos casi veinte años.
Don Tullio Proserpio recalca en este punto que aunque “en época de pandemia es un verbo que no está de moda, pero como repite el Papa Francisco hay que ‘tocar’, ser carnales, también aceptar que las heridas quedan abiertas”.
Un hecho indiscutible que ha experimentado durante todo este tiempo es que el deseo de vivir está inserto en lo más profundo del alma del ser humano. Y para ello comenta una historia que vivió en el hospital: “un paciente me dijo: 'Tengo un arma en mi cajón, si me dicen que tengo cáncer te juro que me doy un tiro'. Después de que lo diagnosticaron, no cumplió su juramento y me confesó: ‘quiero vivir hasta el último momento que me sea concedido’. El hombre es un misterio".
Otro hecho que ha constatado en el hospital es que las personas viven más que en el pasado, pero muchas veces mueren mal, y es un elemento que quieren aprovechar los que quieren legalizar la eutanasia y el suicidio asistido, arguyendo que es mejor pedir la muerte ante una vida que ya no vale supuestamente la pena.
"Pero, ¿quién puede determinar cuándo una existencia ya no es digna? Si el criterio es sólo la eficiencia, ¡cuántos no lo son! Si el problema es el dolor físico, hoy la ciencia ayuda a combatirlo de manera excelente. Pero tiene razón Ratzinger, quien escribió en 2007: ‘Aquellos que no tienen nada más que decir sobre el dolor excepto que hay que combatirlo, nos están engañando. Por supuesto, hay que hacer todo lo posible para aliviar el dolor de tantas personas inocentes y limitar el sufrimiento, pero una vida sin dolor no existe’. Es un acercamiento realista a la condición humana, lo que se necesita”, agrega el padre Tullio Proserpio.
El capellán profundiza en que es necesario “un enfoque que considera al hombre en su totalidad, hecho de corporeidad y espíritu. De ahí la importancia de los cuidados paliativos - en una perspectiva multidisciplinar por los distintos actores implicados (médicos, clínicos, equipo asistencial) - que sitúen al paciente y sus relaciones en el centro del proyecto terapéutico, según un paradigma relegado por la medicina oficial que parece centrarse más en la fragmentación del conocimiento”.
Por último, el sacerdote insiste en que el hombre no puede reducirse a una mera masa de células, de ahí la importancia de mirar a la persona en toda su dimensión sin convertir la salud como una nueva religión.
Don Tullio comenta: “una mujer clavada en la cama me confió: ‘todos se preguntan qué se puede hacer, yo me pregunto cuál es el sentido de mi vida’. Es enfrentándose a esta pregunta vertiginosa que la Iglesia puede seguir siendo interesante para el hombre de hoy. Para ello necesitamos testigos creíbles de una esperanza capaz de compartir el camino que viene a dar sentido a la vida y a la muerte”.
Y es lo que le pasó al capellán con una joven paciente que le ha marcado profundamente. Se trata de Claudia, una joven de 17 años hospitalizada en estado grave. Esta adolescente lloraba desesperada, pero con el tiempo una serenidad inexplicable se apoderó de ella. “Un día me pidió que ungiera a los enfermos, y al final me preguntó: '¿ya tengo las maletas listas?'. Literalmente me dejó alucinado. Luego agregó: ‘ahora cierro los ojos, ¿y sabes lo que pasa? Muero con una sonrisa pensando en la sonrisa del Papa’. Ella lo había conocido en la plaza de San Pedro cuando ya estaba enferma en fase terminal”. En el breviario de este capellán va desde ese día la fotografía de Claudia, que la acompaña siempre en su oración.