Alberto explica el papel de lo religioso en su pasado familiar. “Mi padre era ateo y pasota, su pasión eran los negocios. Mi madre nos bautizó de bebés, yo incluso hice la Primera Comunión. Pero mis hermanos pequeños ya no la hicieron, porque mi madre entró en los Testigos de Jehová. Empezó a llevarnos al Salon de los Testigos a los 4 niños. Allí había gente buena , alguna muy maja, otra más fanática, la mayoría normal. Eso sí, eran insistentes en sus reglas: como vestir, cómo cortarse el pelo… y eso me cansaba”.
Alberto siempre creyó en Dios, a su manera. “Yo sentía a Dios, pero desde mi época con los Testigos sentía desapego a la religión organizada. En los Testigos nos insistían en que los católicos hablaban mal de nosotros. Realmente vivían la comunidad, los grupos pequeños, la ayuda mútua, informal, sin una institución tipo Cáritas… Aprendí mucho de la Biblia… a su estilo. A partir de los 14 años te van pidiendo que salgas a la calle o casa por casa -ahora creo que ya no van a casas- a lo que ellos llaman predicar. Y también te animan recibir su bautismo, cosa que se hace en las asambleas anuales, con unas 20.000 personas de público. Pero yo siempre ponía excusas para no hacer ni una cosa ni otra y me fui escaqueando año tras año”.
“Un día, con 18 años, mi madre me puso en ridículo delante de mis amigos, entró a sacarme de una fiesta donde estaba yo para llevarme al Salón de los Testigos. Tanto yo como mis hermanos estábamos hartos y dijimos que ya no iríamos. Lo que me molestaba era el fanatismo de ella, más que otras cosas de los Testigos de Jehová”, recuerda Mestre.
También le “chirriaban” algunas ideas teológicas. “Me cuestionaba el paraíso de los Testigos de Jehová: ¿mi madre, por ser testigo, viviría en él siempre, mientras que mi padre, por ser ateo, quedaría aniquilado? No me encajaba”.
Estudió Ciencias de la Comunicación, la rama de Publicidad y después entró a dirigir temas de márketing en la empresa de su padre. “Yo no tenía mucho dinero, no era consumista. Tenía amigos que se drogaban, y por eso los fui dejando. Yo tenía mi moral, pero sin religión. Creía en Dios, pero no pensaba en Él”.
“Cuando tenía 21 conocí a la que hoy es mi mujer, María José, en un semáforo de la Castellana de Madrid. Unos amigos míos hacían el gamberro y ella se fijó en nosotros. La convencieron a ella y a una prima para que nos acompañara a una terraza. Allí me di cuenta que ella era un bellezón, que me encantaba. Y yo le gustaba a ella. Nunca había sentido eso. Fue un flechazo mutuo”.
La familia de María José era un clan numeroso y católico, con muchos primos y tíos, y la tradición de ir cada domingo a visitar a los abuelos, a misa con ellos y a tomar unas patatas bravas.
“Y así ella me metió en misa. Yo disfrutaba de las patatas bravas. Y veía una familia católica, muy maja… Yo era del Madrid y ellos todos del Atleti. Pero notaba que me querían. Pasaba las Navidades con ellos… antes no las celebraba, porque los testigos no celebran cumpleaños ni Navidades, solo bodas”.
Alberto, con uno de sus hijos, en el Santiago Bernabeu
en 2014; sigue siendo un gran aficionado del Real Madrid
Recuerda que “aquellas primeras misas ni las escuchaba ni las entendía, yo pensaba en mis cosas. La misa me parecía algo ridículo. Pero lo respetaba porque me caía bien esa familia. Yo tenía animadversión, incluso odio, a la Iglesia como institución, sin conocerla de nada”.
Tras 3 años de noviazgo y hacer él el servicio militar se casaron. Él tenía 23 años, ella 20. “No recibí ninguna formación católica para el matrimonio, no hice cursillos ni nada. Ni me confesé. ¡Y comulgué en misa! Nos casamos en una iglesia que no nos conocían, en un pueblo. Y yo seguía siendo hostil a la Iglesia. Fueron naciendo nuestros hijos y los bautizábamos porque Maria José quería y porque yo pensaba: ‘si Dios existe, no les hará mal’. Mi madre, por supuesto, no acudía a nada de eso”.
Alberto, en temas de religión, hacía como había visto a su padre: inhibirse, dedicarse al trabajo y dejarlo todo en manos de la mujer de la casa.
En cierto momento, se trasladaron a otra zona de Madrid, y en su nueva parroquia vivió algo insólito hasta entonces: un cura que predicaba bien. “Las misas que conocía, a las que iba acompañando a mi mujer, eran un rollo patatero. Pero en esta iglesia las homilías me llamaron la atención, eran divertidas y me llegaban”.
Luego conoció a otro sacerdote, “un hombre superactivo que creaba grupos de matrimonios, de jóvenes, de todo…”
Maria José le informó de que había un nuevo grupo de matrimonios. “No me presionó, sólo me invitó”, detalla. Y se animaron a ir.
“El cura conocía el formato de Cursos Alpha (http://spain.alpha.org) que había aprendido como misionero en Asia. No hacíamos Alpha, pero tenía una estructura parecida. Nos encontrábamos en las casas de los matrimonios, cada mes en una. Había comida, había buena acogida, todo estaba muy cuidado, éramos gente que no nos conocíamos pero era agradable… Nos mandaba algunos temas por correo, o un libro o encíclica para que la leyéramos y luego la hablábamos en grupo entre nosotros. Nos preguntaba, nos hacía participar, era muy participativo; era más un compartir que un debate”.
“Y yo me lo leía y lo preparaba. Me sentía comprometido, me gustaba: porque yo con libertad podía decir lo que me parecía, estaba gusto. En ese grupo yo era el único alejado de la fe. Vi que el cura no me criticaba, ni juzgaba, que me animaba a participar.”
En el tercer año de estos encuentros, a Alberto y María Jose les encargaron preparar una charla sobre un tema complejo. Leían y releían y no entendían gran cosa del tema.
Entonces, María José dijo:
- Mira, Alberto, vamos a invocar al Espíru Santo, a ver si nos ayuda.
“Hay que tener en cuenta que eso no es algo que ni ella ni yo hubiéramos hecho antes, ni lo habíamos visto nunca. Y yo pensé: “pero qué dices”.
- Va, hazlo por mí- dijo ella.
- Vale –cedió él.
"Nos tomamos de la mano, era un día caluroso de verano. Estábamos en el jardincito". María José empezó a rezar al Espíritu Santo.
De repente llegó una ráfaga de viento y se llevó los papeles de la mesa. Una urraca negra graznó, se posó sobre el toldo y se fue. Pero ellos notaron que había pasado “algo”.
“Nos emocionamos, nos abrazamos. Y nos sentamos a preparar el tema… y salió con gran facilidad, y era un tema denso. Luego lo contamos en nuestro grupo: los compañeros nos miraron raro, pero el cura nos animó. Yo sentí que había pasado algo especial. Yo siempre había huido de misticismos y cosas así, pero esta vez los dos estábamos emocionados”.
En septiembre de 2014 el cura les “lió” para colaborar en Cursos Alpha. Hay que recordar que en esta época Alberto acudía a misa pero no comulgaba casi nunca, excepto algunas pocas veces “por amor a mi esposa, por acompañarla… yo no sabía que había que confesarse para poder comulgar. A veces incluso me ponían a hacer lecturas en misa. El cura no sabía si yo me confesaba o no”.
Preparándose para Cursos Alpha, acudió a una sesión de Alpha en otra parroquia. El equipo organizador oró un rato antes de la llegada de los asistentes, invocando al Espíritu Santo.
Y esa oración tuvo un efecto sensible también en Alberto. “Sentí que me llenaba de alegría, que todos nos sentíamos llenos de esa alegría, que nos llenábamos de Espíritu Santo, aunque éramos unos completos extraños. Esa sesión Alpha, en la que sólo eramos observadores, me llenó las pilas”.
Colaborar en Alpha le entusiasmó. “Me puse como una moto a preparar nuestro Alpha, y escribía de eso apasionado en Internet. Éramos más de 30 en el equipo. Alpha dio mucho fruto en el equipo. Quince invitados perseveraron hasta el final. ¡A mí me pusieron a dar la charla de cómo tener fe! Era un tema que había estudiado en el grupo. Y luego hicimos peregrinaciones, más cursos…”
Sus amigos, a los que invitaba a Alpha, le decían: “¿tú, Alberto, católico? Flipo”. Alguno le dijo: “Te has vuelto un beato”. Pero él respondía (y sigue respondiendo) que no le parece la palabra adecuada.
Sí, Alberto ya era un cristiano entusiasta, abierto a la acción del Espíritu Santo… pero sin confesar desde niño.
La cosa cambió esa Semana Santa. Aunque estaban en un pueblo en la playa, como de costumbre, hicieron algo que no había hecho antes: ir a misa cada día en Semana Santa.
- Deberías confesarte –dijo María José.
- Ya. Es que… no sé ni por dónde empezar… -dijo él.
- Tú déjate guiar por el cura…
“Fuimos a una parroquia donde no habíamos estado antes. Yo iba forzado, me costaba horrores, me costaba tanto como cuando los Testigos y mi madre me presionaban para salir a la calle a ‘predicar’. Un amigo que también llevaba muchos años sin confesarse me animó por teléfono. Primero se confesó María José. Después entré yo…
- Mire, señor párroco, tengo 49 años y no me confieso desde la Primera Comunión –dijo él, angustiado y muerto de miedo.
- Tranquilo, estoy aquí para ayudar… -dijo el cura. –Cuéntame lo primero que te fluya por la mente.
-Pues… bueno, creo que estoy en una relación con Cristo. Creo que le he descubierto, gracias a mi mujer, a mi cura de Madrid, a unos Cursos Alpha…
El confesor enseguida le explicó: “No eres el más pecador, tranquilo, pecadores somos todos”.
“Yo esperaba una reprimenda, un sermón, una charla… pero cuando vi que no me juzgaba ni criticaba, me relajé. Hablamos, me confesé. Experimenté una paz enorme y mi mujer me vio al salir con la cara tan cambiada que no me reconocía”.
-Mariajo, ¡lo que me he perdido todos estos años…! -exclamó Alberto.
Desde la playa mandó un whatsapp a su sacerdote: “Me ha costado mucho, pero ¡me he confesado!”,
“Y me puse a llorar… Él no sabía que yo llevaba toda mi vida sin confesarme. Sentí una libertad distinta, muy feliz”, recuerda.
Alberto sigue colaborando en Cursos Alpha. También visita enfermos en un voluntariado, acompañándolos una mañana cada semana. En septiembre piensa además empezar a visitar ancianos. “Yo antes nunca me acercaba a la gente mayor, ahora me siento muy alegre cuando estoy con ellos”, dice.
Es un corazón transformado por el Espíritu Santo después de un largo viaje.