Cuando Éric tenía 10 años, su padre abandonó a su madre y a él y sus hermanos. Un abandono absoluto: “De la noche a la mañana no volvimos a tener noticias suyas, ninguna imagen… como si no hubiera existido”.
Fue traumático para un niño de esa edad: “Recuerdo que al principio le llamaba, le llamaba mucho. Yo era tan pequeño… Luego, poco a poco, me di cuenta de que molestaba, de que lo mejor que podía hacer era enterrar aquello en la memoria, a pesar de tener que enfrentarme a un vacío sobre el cual tenía muchas preguntas y ninguna respuesta”.
La vida siguió y Éric consiguió enterrar el recuerdo y reconstruirse a sí mismo. Su madre, su hermano, su hermana, todos lograron olvidar.
¿O no?
Interviene un sacerdote
Porque un día, comentando ese periodo de su vida con un sacerdote, éste le planteó de forma directa: “¿Rezas por tu padre?”
Tras unos segundos de sorpresa ante una cuestión que no se esperaba y que le ponía ante la tesitura de mirarse en un espejo e interrogarse sobre sus sentimientos reales, Éric fue sincero: “Por supuesto que no”.
“¡Pues deberías!”, zanjó el cura.
A pesar del sacrificio que pudiera suponerle, Éric lo hizo: “Empecé a rezar por papá. Si estaba muerto, rezaba por su alma, para que fuese al Cielo. Y si aún vivía, rezaba para que estuviese bien, con buena salud”.
Un salto de 33 años
Al cabo de no mucho tiempo, recibió una llamada de teléfono de su hermano cambió su vida: “Acabamos de encontrar a papá”, le espetó, sin más. Habían pasado treinta y tres años desde que les dejó.
Luego conoció toda la historia, que era “increíble”, aunque no ofrece detalles. El caso es que su padre se encontraba muy mal de salud, a consecuencia de un grave tipo de Parkinson.
“Evidentemente”, reconoce en Découvrir Dieu, “ví un vínculo entre la oración que había empezado meses atrás por invitación de aquel sacerdote. Vino entonces el reencuentro, porque, a pesar de todo lo que había sucedido, yo solo quería una cosa: volver a verle y aferrarle entre mis brazos”.
Éric le vio en tan mal estado que le pareció que lo más importante era acompañarle y rezar “para que él pudiese rectificar y tener un final de vida lo más feliz posible, a pesar de su estado, que lo complicaba todo”.
Un camino de perdón
De hecho, en sus primeros encuentros supo que el anciano había dispuesto ya sus últimas voluntades, e incluían la incineración. “Aunque mucha gente lo hace, me sorprendió, por lo que había sabido de mi padre”, recuerda Éric: “Así que le pregunté por qué. Su respuesta me dejó helado: ‘Porque no quiero dejar la más mínima huella mía en esta tierra’”.
Esto les permitió hablar de la fe y de Dios, que parecían tener una importancia para su padre: “Así que, poco a poco, con la ayuda de un capellán del hospital, le ayudamos a hacer ese camino. Primero, halló el perdón. El capellán me contó que, al concluir la confesión, su rostro había cambiado. El perdón recibido de Dios le había ‘iluminado’ la cara. Papá fue enderezándose espiritualmente, fui testigo de ello. Lo cual fue acompañado también de una regeneración física. Un día lo encontré en su habitación, encorvado en ángulo recto a consecuencia de su enfermedad y le vi apoyarse en las protecciones de la cama, levantarse y decirme: ‘¡Siento que el amor crece en mí!’”
Fue un proceso que Éric reconoce como “prodigioso”, pero tras el cual llegaba lo más difícil: “Decírselo a mamá”.
Amor perdurable
Recibió “muy bien” la noticia: “Su primera pregunta, cuando le anuncié que habíamos encontrado a papá, fue si estaba bien de salud, a pesar de que podía haber dicho tantas cosas después de 33 años de vida rota, de vida abandonada”.
“Paulatinamente, mamá también hizo su camino interior”, prosigue: “Rezamos por ella. Hasta que llegó el día en que estuvo preparada para volver a verle. Yo la llevé. Ella estaba guapísima, se había arreglado como para un baile. Hizo unas pastas, llevó flores… como si fuese a reencontrarse con su enamorado. ¡Fue enternecedor! Solo yo estuve en la habitación del hospital cuando papá y mamá volvieron a verse, 33 años después. Hubo un gran momento de silencio. Cada vez que lo recuerdo me emociona. Se miraron. Y soy testigo, y lamento que no lo vieran miles de millones de personas más, de que lo que había en los ojos de ambos era amor”.
Dos regalos de Dios
Tras su relato, Éric ofrece dos consideraciones sobre “dos inmensos regalos” que nos ha hecho Dios.
Primero, “la fecundidad de la oración”, a la que él atribuye este final feliz de una historia triste hasta que empezó a rezar.
Y segundo, “el perdón universal”, que muestra que, “pase lo que pase en nuestra vida, no hay fatalidad ni nada está nunca terminado, todo puede reconducirse, todo lo horrible puede convertirse en hermoso”.
“Soy testigo de ello”, concluye.