Los padres de Rosa María, y de hecho toda su familia, se consideraban ateos. Sin embargo, ella recuerda que ya desde los cuatro años se sentía muy cercana a Dios y las cosas sagradas.
Recuerda bien que a esa edad, estando despierta en su cama, se puso a pensar sobre el sentido de la vida y la muerte.
“Me imaginé como metida dentro de un ataúd, con los brazos cruzados. Y me dije: ¿Aquí se acaba la vida? ¿Y para qué vivimos? ¿Para que luego nos metan dentro de una caja de madera y ya está? Y empecé a llorar. Mi padre me escuchó y entró en la habitación. Yo le pregunté: ¿Por qué estamos aquí, papá, en este mundo, si luego terminamos así? ¿Se acaba la vida y ya se acaba todo?”
Y el padre, aunque era ateo, improvisó una catequesis.
Le explicó que la vida tiene un sentido: es un camino, y al final, al otro lado, está el Cielo. Le dijo que allí estaba esperando Dios, y que allí estaba también la Virgen, que Dios era padre de todos y la Virgen, nuestra madre. Rosa recuerda que le pareció asombroso y fascinante.
Los padres pronto confirmaron que Rosa tenía una enorme sed espiritual, y la apuntaron a la catequesis y las clases de religión del colegio, a las que iba entusiasmada. Tuvo una intensa infancia y adolescencia espiritual sin la participación real de sus padres.
Al crecer, en su adolescencia y juventud, llegó a ir a dos grupos parroquiales distintos a la vez, cada uno con su misa, los sábados en una parroquia y los domingos en otra.
Le encantaba asistir a todo, cantar en el coro, ir de retiros y convivencias, asistir a charlas con un grupo u otro de religiosas… Le encantaba hablar con sacerdotes y recuerda con cariño a su profesor de religión del colegio público. Preparó con esmero su Primera Comunión y su Confirmación y las disfrutó espiritualmente.
Rosa María, en el momento de su Confirmación, con 12 años
En cierto momento, sus padres se separaron, y fue entonces cuando, sintiéndose sola, tomó a María como Madre, la llamó “Mamá”, y la Virgen pareció decirle: “Aunque tus padres vayan cada uno a lo suyo, yo voy a estar contigo”.
Pero con veintitantos años experimentó algo que bloqueó su relación con Dios. Ella ya sabía, por retiros y discernimientos previos muy claros, que Dios quería que se casara y fuese madre. Pero el hombre adecuado no aparecía. “Para mí eso era muy duro y muy frustrante. Yo decía: Señor, estoy en tus manos, pero no encuentro a la persona que Tú quieres”.
Acudió a unos ejercicios espirituales que tuvieron un extraño efecto. “Fue una cosa rara de psicología, como de interiorizar mucho en el alma… Era bajar al trastero de tu alma y quitar todo lo que sobrara, todo lo que no fuera Dios. Y yo creo que bajé tanto, tanto al trastero de mi alma y me vi tan miserable, tan sucia, tan pecadora…”
Salió del retiro convencida de que tenía que dejar a Dios al cargo de todo, porque ella era “miserable”.
En principio, eso debía haber sido liberador. Pero sucedió que acudió a una iglesia… y notó que no sentía nada. Ella, que siempre gozaba con las iglesias, las imágenes de los santos, la Eucaristía, los sacramentos..
“Era como que me había vaciado tanto, había limpiado tanto el trastero de mi alma, que me había quedado completamente vacía. Y me sentía sola, muy sola. Como si el Señor me hubiera abandonado y no me hiciera caso”.
Ella quería formar una familia, esperaba instrucciones de Dios, o al menos la presencia cercana de Dios… y de repente no tenía contacto con Él. “Era duro no sentir que el Señor estaba realmente en el Sagrario como lo había sentido siempre”, recuerda.
Desarrolló una secuencia “lógica”... “¿Para qué estoy en la Iglesia, si no siento nada? Y, si me siento tan miserable, ¿para qué confesarme, si pecaré otra vez y de lo mismo? Y ya que no me confieso y no puedo comulgar, ¿para qué ir a misa?”
Y así dejó de ir a misa y dejó de rezar, con una excepción… por las noches no podía dejar de rezar su rosario habitual, “porque si no, no me dormía”.
Durante varios años dejó completamente de lado la vida espiritual, a Dios y la Iglesia, excepto por su oración nocturna, que era especialmente meritoria porque mucho tiempo trabajó en actividades nocturnas y volvía muy tarde y cansada.
Cuando iba a bodas, bautizos o entierros, sentía cierta nostalgia y trataba de acercarse de nuevo a Dios, pero Él no parecía comunicarse y ella no insistía.
La cosa cambió cuando encontró a Ángel, hoy su marido, y ella se animó a confesarse la noche antes de la boda.
Se confesó y dijo: “Señor mío, pues ahora sí que soy toda tuya, porque por fin me has dado a conocer a la persona con la que juntos andar el camino de la fe y formar una familia si Tú lo quieres”.
Rosa y su esposo, el día de su boda
Dice que “fue como recibir todas las gracias de golpe que yo le había estado como negando al Señor. Todo ese amor, todo ese perdón… y dije: ¡Qué tonta he sido! Si no has sido Tú el que me has dejado. He sido yo la que se ha alejado de Ti voluntariamente, por querer hacer mi voluntad y no la tuya”.
Recuerda aquel retorno con entusiasmo: “el volver a comulgar, el volver a confesarme con frecuencia, el volver a sentir al Señor de lleno. Fue algo impresionante en el alma. Es como un bombazo de fe, como un encuentro con Él”.
Hoy, a la gente que tiene inquietudes espirituales, que se hace preguntas sobre Dios, les dice: “Tú déjate amar. Cállate, en silencio. Se lo digo a gente que tiene inquietudes y no se atreve… la primera barrera que tenemos es el miedo, ¿no? El miedo, ya no al qué dirán -que también- sino a nosotros mismos, o a que Dios pida algo a cambio… No, simplemente déjate amar. No digas nada. Piensa por qué estás ahí en ese momento y por qué te estás haciendo esas preguntas”.