Agathe nació en una familia “con muchas abolladuras”, que había pasado por bastantes pruebas y muy anticlerical. Sus padres perdieron un bebé antes de nacer ella y por eso la bautizaron cuando vino al mundo, pero apenas tuvo contacto con la religión hasta que cumplió 10 años. Fue ella misma quien pidió hacer la Primera Comunión, porque una amiga suya iba a catequesis.
“Y ahí se acabó todo”, comenta al relatar su historia para Découvrir Dieu. Para entonces, hacía cuatro años que sus padres se habían divorciado.
"Me sentía totalmente excluida"
Esa circunstancia marcaría su forma de ver la Iglesia en su adolescencia y juventud: “Para mí, los católicos eran personas que no se mezclaban, gente perfecta de la que me sentía totalmente excluida. Además, rechazaban a las personas divorciadas y yo era hija de divorciados, así que tenía la impresión de no ser como debía ser”.
Les miraba con un cierto resentimiento: “A los católicos todo les salía bien, eran niños perfectos que iban a misa y hacían gestos que yo no comprendía ni nadie me explicaba… Pero sobre todo me molestaba ver que había como una especie de código que todos aprendían al nacer y, si no habías caído en la familia adecuada, ya era demasiado tarde”.
Años después, conoció a Raphaël: “Me gustó mucho. Me impresionaban su alegría, su confianza en sí mismo, su dedicación a los demás. Él me había dicho que era católico y yo le dije que yo también. Pero, en realidad, me di cuenta de que él tenía una relación con Jesús que ocupaba mucho espacio en su vida y de la que yo me sentía completamente excluida”.
Acabaron dejándolo: “Pero esa relación, sin embargo, me había transformado bastante”.
Caen los prejuicios
De hecho, mantuvo el contacto con un cristiano que le había presentado Raphaël. Discutían mucho y él le recomendaba libros: “Yo profundizaba, buscaba… Me planteaba cuestiones sobre mi existencia, sobre el trabajo, sobre la familia…”
Pasado un tiempo, empezó a ver de nuevo a Raphaël quien, incansable, le propuso hacer un retiro. “Yo nunca había oído hablar de algo así. Solo iba a haber católicos, lo que no me apetecía nada. Habría miles de personas congregadas para encontrarse con Jesús”.
Aunque Agathe no lo especifica, todo apunta a los encuentros de la Comunidad del Emmanuel en Paray-le-Monial, la localidad en el centro de Francia donde Santa Margarita María Alacoque recibió a mediados del siglo XVII las apariciones del Corazón de Jesús.
Si le fastidiaban los católicos numerosos, alegres y convencidos, aquel no era el lugar idóneo para pasar unos días, aunque muchos otros jóvenes llegaban, como ella, sin convicción cristiana alguna, solo para probar y curiosear o meramente -era su caso- por amistad y compromiso.
Así que, de primeras, hubo un choque: “Misteriosamente, había aceptado ir, pero nada más llegar me dije: ‘¡Me vuelvo enseguida!’”.
No fue así. Aguantó las horas suficientes para que se cayese algún prejuicio: “No encontré más que personas enormemente acogedoras que transmitían esa alegría y esa confianza que me habían impresionado en Raphaël”.
Encuentro y reencuentro
“Me quedé”, continúa, “y como soy buena alumna, hice todo lo que se me planteaba. En particular, una tarde en que se nos propuso ir a hablar con los sacerdotes. No sé muy bien por qué lo hice, pero fui y descargué todo mi contenedor de basura ante un sacerdote a quien solté todas mis heridas, todo el lastre que arrastraba. Me eché a llorar como nunca pensé que lloraría delante de alguien. De golpe, me sentí totalmente amada. Y comprendí que ese amor era el amor de Dios, que Él estaba ahí, que me esperaba y que yo solamente tenía que decir que sí. Y dije que sí”.
Al día siguiente fue a misa y comulgó por primera vez desde su infancia: “En ese momento sentí dentro de mí un gran deseo de establecer una relación con el Señor, y esa relación pasaba por la misa. Empecé a ir todos los domingos y luego cada vez más. Siguiendo el consejo de aquel cristiano, que se había convertido en un amigo, pedí la confirmación”.
No mucho después volvió a salir con Raphaël: “Le encontré verdaderamente. Nos casamos por la Iglesia”.
Jesús no excluye a nadie
Han pasado quince años desde aquellas lágrimas, aquella confesión y aquel descubrimiento del amor de Dios: “Antes, le ignoraba por completo. Ahora le conozco cada vez mejor. Creer en Dios me aporta una gran alegría, una alegría concreta. Antes tenía siempre la sensación de estar en una montaña rusa, o bien supercontenta o bien supertriste y con momentos de una angustia enorme. No es que sea una receta mágica, ni que ya nunca tenga angustias o no me queje de nada (¡estoy todo el día quejándome!), pero sí tengo esa alegría, esa certeza profunda de que el Señor quiere mi felicidad”.
Mirando atrás a su vida, Agathe extrae una conclusión: “Realmente Jesús nos busca a todos. Contrariamente a lo que yo creía, no excluye a nadie. Y su mayor deseo es tener una relación personal con cada uno de nosotros”.