Ridgway hizo un pacto para evitar la pena de muerte a cambio de revelar la ubicación de varios cadáveres de desaparecidas aún no encontradas y de reconocer sus delitos. Se declaró culpable de casi todos los cargos que pudieron formularse contra él, y lo hizo con la absoluta frialdad del psicópata, sin inmutarse. Tampoco pareció experimentar ningún sentimiento cuando hizo un amago de arrepentimiento: "Siento haber matado a todas esas señoras. Siento haber llevado el miedo al vecindario. Sé lo horribles que fueron mis actos. Durante mucho tiempo intenté no matar a más señoras".
Y tampoco se inmutó cuando el juez autorizó a familiares de las víctimas a dirigirse a él en la sala. Muchos le insultaron y le desearon todo tipo de males. Otros le perdonaron.
La serenidad de Ridgway sólo se quebró con uno de esos testimonios, el de Robert Rule, padre de Linda Jane Rule, desaparecida el 26 de septiembre de 1982 cuando sólo tenía 16 años, y encontrada muerta el 31 de enero de 1983. El asesino de Green River (así denominado por el lugar donde empezó a actuar) estrangulaba a las jóvenes con las manos o con ataduras, y en algunos casos mantenía relaciones sexuales con ellas antes o después de matarlas.
Cuando Rule subió al estrado y empezó a hablar, algo cambió por unos instantes en la compostura del criminal. Robert, un hombre alto, grueso y de melena y barba blancas, explicó que su aspecto le llevaba a hacer de Santa Claus todos los años en el Everett Mall de Seattle, recoge la crónica contemporánea de The Seattle Times. Y dijo algo más (): "Señor Ridgway, hay personas aquí que le odian. Yo no soy una de ellas. Usted hizo difícil que yo cumpliese con lo que creo. Y esto es que Dios nos dice que tenemos que perdonar. Está usted perdonado".
Las imágenes muestran a Rigdway sin poder contener las lágrimas, como corroboraron los periodistas y público en la sala... aunque también la rapidez con la que el asesino se repuso y volvió a la gelidez que había mostrado en todo el juicio. Para el recuerdo quedaron, sin embargo, esos breves momentos en los que el perdón como mandato evangélico pareció hacer mella en una de las más duras cáscaras de indiferencia jamás vistas.