El pasado 8 de noviembre el Papa Francisco aprobó las virtudes heroicas de Marta Luigia Robin, fundadora en 1936 de los Foyers de Charité (Hogares de Caridad), que actualmente cuentan con 25 comunidades en Europa, 22 en África, 17 en América y 10 en Asia. No hay Foyers en España, pero sí en Perú, México, Ecuador, Colombia, Chile y Argentina.
Marta estuvo casi toda su vida en cama, sin salir de su habitación, pero recibía visitas y oraba sin cesar. Su historia la contó desde cerca el filósofo francés Jean Guitton, que la visitaba con frecuencia, «Cada uno en aquella habitación se sentía unido a sí mismo, a los otros y a Dios», escribió.
Jean Guitton describió su insólita situación: "No logra ver. Es incapaz de distinguir objetos y no soporta la más mínima claridad. Sus brazos permanecerán rígidos de por vida salvo una ligera movilidad en las falanges de sus dedos. Su cabeza está como sin vida, sin posibilidad de girar a izquierda o derecha, y las piernas quietas, como plegadas sobre sí mismas, sin la más mínima acción. Además, todos los viernes se le aparecen estigmas en pies y manos. También en el costado derecho junto a la línea mediana. Y la mayoría de esos viernes aparecen unas llagas que sangran. Apenas podía moverse en la cama. Estaba como inmóvil. Un caso extraordinario, único".
Era una campesina de Châteauneuf-de-Galaure, cerca de los Alpes, que nunca abandonó la casa paterna. Sabía bordar, y poco más. No tenía gran cultura. Apenas leía y no había recibido clases de teología o filosofía. Era una chica de campo.
Sin embargo, a su casa llegaban cada día decenas de personas de todas las clases sociales, de todo tipo de vida, que querían hablar con ella para pedirle consejo, una palabra de esperanza o, simplemente, un consuelo… Los niños solían trepar por su cama.
Se calcula que más de 100.000 personas pudieron hablar con Marta a lo largo de su vida.
Marta Robin era sobre todo voz. Quienes la conocieron dicen de ella que modulaba gran cantidad de sonidos. Su voz podía pasar con gran facilidad de infantil, juguetona, tímida, dulce o melosa, a firme, voluminosa o directa. Lo que más sorprendía a los visitantes era ese cambio, a veces, brusco, del registro de voz.
Marta permanecía todo el día en su oscura habitación, con las cortinas corridas, haciendo de freno a cualquier rayo de luz que se intentará colar. Siempre inmóvil, recostada en una cama de metro diez, con un par de almohadones que elevaban su espalda y sujetaban la cabeza, y con la mano derecha sobre la barriga.
Las piernas en forma de M mayúscula, vueltas sobre sí misma y los muslos ligeramente doblados sobre la pelvis.
Jean Guitton y muchos más atestiguan que Marta no comía, ni bebía ni dormía.
Entre las miles de visitas que recibió Marta muchas tenían un ingrediente detectivesco. ¿Cómo logrará vivir esta mujer sin comer, ni beber y sin dormir ni un solo día en años?, ¿quién avitualla clandestinamente a esta mujer?, ¿dónde está el truco de esta gran ilusionista? Un caso tan extraordinario era normal que atrajera a tantos curiosos y que interpelara a creyentes y no creyentes.
Decenas de médicos, muchos de ellos ateos, pasaron por su habitación para diagnosticar una locura, un estado de ansiedad desproporcionado o cualquier otro tipo de enfermedad mental. Pero nada de nada. La ciencia no fue capaz de explicar que le pasaba a esta pequeña campesina.
La «semana» de Marta comenzaba los martes con la Eucaristía. No lograba tragar la hostia que se le colocaba en la boca. Era absorbida sin que ella pudiera engullirla. «Es como si un ser vivo entrará en mí», decía Marta.
A partir de ahí entraba en un estado de éxtasis que podía durar horas. «Después de comulgar sucede que siento una renovación pero no necesariamente en cada ocasión, pues puede ocurrir también fuera de la comunión».
En otro momento comentó: «Tengo deseos de gritar a los que me preguntan si como, que yo como más que ellos, pues yo me alimento en la Eucaristía de la sangre y la carne de Jesús. Tengo deseos de decirles que ellos impiden en sí los efectos de este alimento. Bloquean sus efectos».
El jueves era el otro día «grande» para Marta. Revivía semanalmente la Pasión. Sus ojos comenzaban a llorar sangre, uniéndose así a las llagas de sus manos, pies y costado que tampoco cesaban de expulsar líquido durante todas las noches de la semana.
A las veintiuna horas, con la puntualidad que marca un reloj, comenzaba a murmurar débilmente: «Padre mío, Padre mío, que se aparte de mí este cáliz, pero que se haga tu voluntad». A continuación se producía como un gemido o una melopea melódica en tres notas, que, según los presentes, «podía compararse a los pequeños gritos que da un recién nacido».
El padre Georges Finet de la diócesis de Lyon fue el fiel colaborador de Marta y testigo de su Pasión semanal.
Él cuenta así su experiencia: «Yo volvía el viernes hacia las dos de la tarde. Para reproducir las tres caídas de la Pasión, Marta había sido movida. Yo la tornaba a su posición; ponía su cabeza en la almohada. Esa cabeza caía sobre el cojín, donde ordinariamente había un chal blanco. Añadiré que, en el momento de la estigmatización, a comienzo de octubre de 1930, Jesús, no sólo la marcó aquel día con los estigmas en los pies, las manos y el costado derecho, sino que además le encasquetó su corona de espinas profundamente en la cabeza, y Marta se puso a sangrar no sólo de los pies, manos y costado, más igualmente en toda su cabeza; y comenzó a verter cada noche lágrimas de sangre. Fue en ese momento cuando Jesús le dijo que la había elegido para que ella viviera su pasión más que nadie, después de la Virgen, y que nadie después la viviría más totalmente. Jesús añadió que cada día aumentaría más su sufrimiento y que, por esto, no dormiría jamás durante la noche».
A la hora que llegaba el Padre Finet, el viernes, se cerraba el ciclo de la Pasión. Marta, que hasta el momento había lanzando continuos gemidos de dolor, cesaba sus quejidos y repetía las palabras de Jesús en la Cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu». En ese momento daba un profundo suspiro para quedarse completamente inmóvil, sin apenas respiración.
Tras dos horas como muerta, Marta volvía a gemir. Esos gemidos se prolongaban hasta la tarde del lunes. A partir de ahí, y hasta el martes, Marta entraba en un éxtasis del que salía con dificultad y con ayuda del Padre Finet: «Hija mía, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por María, madre nuestra, os lo ordeno: volved a nosotros».
Marta solía comentar que sus sufrimientos físicos no podían compararse con los padecimientos que sentía en el orden moral. La Pasión de los viernes era para ella como una entrada en las tinieblas que le provocaba una gran desolación. De alguna manera sentía que representaba a la humanidad del siglo XX que había oficializado la ruptura con Dios, y experimentaba en su propio ser ese abandono.
Marta Robin murió en 1981 y unas 7.000 personas acudieron a su funeral. Los Foyers que fundó desde su cama han cumplido más de 70 años de servicio fructífero en la caridad.
El Papa Francisco, al reconocer sus virtudes heroicas vividas en la enfermedad, desde la cama, da un empujón más hacia a la beatificación de esta mística del s.XX.