Es sirio, tiene algo más de 20 años, se hace llamar “Tarek” y es católico sólo desde unos meses, con el nombre de bautizo “Juan”.
Su nombre civil, el que usaba en Siria, no lo quiere dar a la prensa: le han dicho que su padre y sus hermanos le buscan para matarlo por convertirse al cristianismo, que incluso han contratado a un profesional.
Hace 3 años que vive en Líbano, el país con más porcentaje de cristianos de Oriente Medio y el que tiene más libertad religiosa.
Aún así, vive en una zona de población musulmana, y casi nadie sabe que se bautizó. Cuando va a misa lo hace a escondidas: dice que sale a recibir clases de inglés, que quiere ir al extranjero.
Y es cierto que quiere irse. Una parroquia canadiense está ayudándole a mover los papeles para ir a Canadá.
En Líbano, tan cerca de Siria, país que acoge 1,5 millones de refugiados sirios (y la población libanesa es de solo 4,2 millones) sabe que hay muchas personas fanáticas o desesperadas dispuestas a matarle. Cada retraso en el papeleo para emigrar aumenta su nerviosismo.
“Tarek” ha tenido problemas en Siria con los dos bandos (si es que puede reducirse a dos): le han maltratado las fuerzas gubernamentales y las milicias islamistas.
Cuando tenía 17 años, justo antes de empezar las protestas en Siria que se convertirían en toda una guerra civil, la Policía del régimen de Al Assad le detuvo cuando iba a comprar el pan, buscando líderes de descontentos.
Le apalizaron en comisaría, le fracturaron el cráneo y le rompieron un brazo. Lo tiraron en una celda de 9 metros cuadrados con otras 40 personas. Cuando lo soltaron aún pasó 5 días en un hospital.
Cinco meses después, fue raptado por una milicia islamista radical. Hombres armados pararon su autobús escolar en las afueras de Damasco y le secuestraron a él y a otros compañeros. Al principio querían pedir por él 10.000 dólares de rescate, pero acabaron dejándole libre.
En octubre de 2012 la guerra llegó a su pueblo. Un avión tiró panfletos avisando de que el pueblo sería atacado, pidiendo a los habitantes huir antes de tres días. De hecho, los combates no esperaron ese tiempo. Tarek y su madre huyeron a Damasco. Allí, la Policía –el mismo cuerpo que le había apalizado arbitrariamente- le preguntó por qué no estaba alistado, sirviendo en las tropas gubernamentales.
“Yo no quería servir en el ejército. Había perdido mi hogar y mi escuela. No quedaba nada para mí”, explica al “Toronto Star”.
Además, antes de empezar el conflicto en Siria, Tarek ya estaba estudiando en secreto el cristianismo, religión que llegó a Siria 700 años antes que el Islam y que practicaba (antes de la guerra) más del 10% de los sirios.
“Muchos de mis amigos eran cristianos y yo ya había empezado a recibir formación de un sacerdote. En Siria no es posible convertirse, la ley no lo permite. Yo solía hablar con el sacerdote, quería saber más, me gustaba. Después de lo que pasó en Siria, decidí convertirme. El consejo que me dio el sacerdote fue salir del país, ir a Líbano.”
Cuando llegó a Beirut, “Tarek” pasó otros dos meses recibiendo formación en la doctrina católica antes de tomar la decisión de bautizarse.
“El día que me bauticé, me pregunté si era una buena decisión. Pedía a Dios que me ayudara a entender qué debía hacer. Esa noche, tuve un sueño. Yo oraba en lo alto de una montaña y todo el cielo se desmenuzó y oí una voz que decía: Dios está contigo, no tengas miedo”.
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“Tarek” no es un cristiano que quiere abandonar Oriente… Tarek es un exmusulmán al que buscan activamente, por su nombre, para matarlo. En Irak y Siria, muchos cristianos han perdido sus hogares y pertenencias, pero no su nombre. Tarek ni siquiera puede usar su nombre. Espera empezar una vida nueva en Canadá.
“Soy optimista: no importa cuánto tarde, al final se resolverá. Me entristece irme pero cuando acabe la crisis Siria ya no existirá. Es como enamorarte de una chica y luego tener que acudir a su boda con otro hombre”, dice.