La historia de Whitney Belprez es la de una agnóstica que se sintió atraída por la Iglesia, que ignoró muchas de sus reglas porque nadie se las explicó bien y que al madurar su vocación familiar llegó a una conclusión: que Dios le animaba a “confiar y obedecer” siguiendo sus caminos.


Whitney nació en una familia vagamente protestante, en Estados Unidos, que la bautizó y llevó a la iglesia solo de niña. Cuando llegó al instituto y la universidad era agnóstica y se describía como tal, aunque intuía vagamente que "algo debe haber". La mayoría de sus amigos vivían en familias poco o nada religiosas.

Whitney comenta con humor que, por alguna razón, los chicos con los que salía, buscando novio, siempre resultaban ser católicos de ancestros quebequeses.


Una vez acompañó a uno de ellos y su familia a misa. Veía por primera vez una parroquia católica. Aquella familia desplegó los reclinatorios del banco y ella, que no sabía lo que eran, dijo: “¡qué bien, tienen reposapiés! “

Se dio cuenta que en las iglesias católicas sentía algo que no notaba en otros sitios, ni en templos protestantes.

“Recuerdo sentir calor, confort, paz, una calma que me cubría, sentada en silencio. Adoraba el temblor de las velas y las imágenes de María suavemente iluminadas”.


Finalmente encontró un novio firme, también católico, y admiró la fe fuerte de su familia y sus principios morales, que iban a menudo contracorriente. Ella no compartía esos principios, pero si su forma coherente de vivirlos.

En el instituto, y luego en la universidad, eligió algunas asignaturas optativas sobre religión comparada y estudios religiosos, y el tema le cautivó.

Incluso como agnóstica, siempre había sabido que debía haber “algo más”. Descubrió un mundo de espiritualidad que había ignorado toda su vida. Y empezó a cambiar su vida.

Empezó a rezar, a leer la Biblia, descubrió y leyó el Catecismo de la Iglesia. No todo le convencía, muchas cosas no las entendía, pero sentía que Dios le llamaba.

Tomó la decisión de acompañar a su novio a misa, orar y leer la Biblia, pero sin entrar “oficialmente en la Iglesia”.

Pero, sin que nadie la presionara –“estaba muy agradecida, y sigo estándolo, porque nadie en mi entorno católico me agobiara con presiones”- un día se levantó convencida de que Dios le invitaba a ser católica. “Lo sabía como hoy sé que amo a mi hija”, detalla.


Se apuntó al curso de iniciación cristiana para adultos común en las parroquias de EEUU. En su parroquia en este curso se oraba mucho, pero no le daban buenas respuestas a sus preguntas morales (contracepción, aborto, homosexualidad, ordenación de mujeres), y tampoco a las teológicas (cielo, infierno, gracia, salvación, sacramentos… ¿de verdad había que confesarse con un cura?). Ella se aferraba al Catecismo: incluso sin aceptar todo lo que en él leía, agradecía su guía clara.

Espiritualmente, sabía que Cristo le llamaba en la Eucaristía. Necesitaba comulgar, lo sentía con fuerza.

En la Vigilia Pascual de 2008 fue recibida como católica en la diócesis de Gran Rapid, Michigan. Estaba encantada… pero no muy formada en temas de vida y moral cristiana.


Sabía qué no debe hacer un católico, pero no por qué. Y su novio católico tampoco lo sabía.

Así que pocos meses después de entrar en la Iglesia se fueron a vivir juntos, sin casarse, para tristeza de la familia católica de él.

“Aunque mi amor y fascinación por la Iglesia habían crecido, no me importaba ni acataba su enseñanza sobre el sexo premarital o la anticoncepción”, recuerda.

El tiempo de cohabitación y sexo premarital duró menos de un año. Luego se casaron. En el curso matrimonial (un solo día de retiro diocesano) nadie les habló de sexo ni regulación natural de la fertilidad, y constataron que la mayoría de parejas ya cohabitaban pero nunca habían hablado del número de hijos que tendrían, cómo los educarían, cómo se organizarían… El sexo parecía distraer mucho de la comunicación.

Económicamente iban “justos”, no querían un niño, y ella, de hecho, llevaba desde los 15 años tomando la píldora para regular sus ciclos. No tenían nada en contra de la anticoncepción… hasta que el médico constató que la anticoncepción hormonal tantos años estaba detrás de los sangrados y problemas uterinos y de ovarios de Whitney.

Dejaron la píldora por ese motivo de salud, pero a su cuerpo le costó muchos meses adoptar un ciclo estable y regular. Y de hecho ellos no sabían nada de regulación natural de la fertilidad. Lo hicieron cuando el ciclo se estabilizó…

“Me enamoré del cuerpo que Dios había creado para mí”, dice. Se enamoró de su cuerpo, con su fertilidad, con su llamado a la maternidad.

Mi autoestima crecía, porque Dios silenciosa y pacientemente me conducía”. Y sintió el llamado a dejarse ir, a tener un hijo, incluso con una economía ajustada, a “ser necedad para el mundo para crecer en santidad a ojos del Señor”.




En esta nueva relación con su cuerpo, quiso dar a luz con una partera en el comedor de su casa (“con mis dos mejores amigas rezando el Rosario por nuestra familia”). La niña, la pequeña Cecilia, era “el don más hermoso”.

Entendió que Dios había conducido sus pasos hasta allí.
“En mi viaje personal, hay dos lecciones que Él continuamente me enseña a través de su Iglesia: confía y obedece, porque Él es Dios, no tú. Ahora soy muy feliz porque Él ofrece la auténtica felicidad si escuchamos su sabiduría y la de su Iglesia. Seguir el camino de la Cruz no es fácil ni cómodo, pero el Creador Eterno siempre sabe lo que es mejor para nosotros: amor radical, confianza, obediencia la Dios Viviente que es Uno”, concluye su testimonio en www.whyimcatholic.com