Entre el 17 y el 20 de julio tuvo lugar en Filadelfia (Estados Unidos) el encuentro anual de Courage [Valentía], apostolado católico para personas con atracción por el mismo sexo, bajo la presidencia del arzobispo Charles J. Chaput.
Durante el evento se presentó el documental Desire of the Everlasting Hills [El deseo de los collados eternos] (verlo abajo en su integridad, subtitulado en español), en alusión a la expresión que simboliza habitualmente el amor de Dios en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, tomada de las bendiciones de Jacob en las Sagradas Escrituras (Gén 49, 26).
La película presenta con gran belleza formal el testimonio de tres personas, dos hombres (Dan y Paul) y una mujer (Rilene), que comparten con el espectador el drama de su vida homosexual, el sentido de su lucha por la castidad y la paz alcanzada por la entrega a Dios en el seno de la Iglesia.
"Es imposible ver este importante documental sin lágrimas, pero no lágrimas tristes, sino lágrimas felices, lágrimas que vienen de un movimiento alegre del espíritu. Son personas profundamente heridas por las decisiones que tomaron y que han combatido para alcanzar una paz profunda", comenta Austin Ruse, presidente del Instituto Católico por la Familia y los Derechos Humanos, en Crisis Magazine.
Dan: dos formas de pasar delante de la catedral
Dan se sentía atraído por los hombres, pero inicialmente le repelía la relación sexual con ellos. Tras su desagradable primera experiencia, le invadieron la depresión y la vergüenza: "¿Qué he hecho?", se preguntaba. Nunca pensó en suicidarse, pero le habría dado la bienvenida a la muerte.
Oró fervientemente para que su atracción por el mismo sexo desapareciese, y como eso no sucedió, le dio la espalda a Dios. Creía en Él pero Le odiaba, Le quería muerto porque prometía cosas que no cumplía. Cada vez que pasaba por delante de la catedral de su ciudad, le dirigía un gesto obsceno. Se volcó en la vida gay.
Sólo tuvo un "novio" real, y durante un tiempo fue feliz. Pero él quería formar una familia y tener hijos. Cuando estaba a punto de decirle a su familia que vivía con un hombre, se enamoró de una compañera de trabajo.
En su testimonio, Dan explica que durante el año que estuvo con ella volvió a sentir que Dios le amaba. Y por eso, cuando rompieron y él sintió la tentación de buscar de nuevo relaciones homosexuales, la venció, convencido de que ése no era el camino hacia su paz interior. Y cita a C.S. Lewis para afirmar que, ante el sufrimiento, el niño busca la seguridad, pero el hombre busca el significado. La "seguridad" era darle la espalda a Dios... y además la pornografía y las citas por internet. Pero esta vez Dan eligió el significado.
Ahora contempla toda su vida como una búsqueda para comprenderse a sí mismo y encontrar la consolación en los mandamientos de la Ley de Dios. Ya no levanta el dedo al pasar junto a la catedral, que ve como un signo de belleza y un puerto en el que refugiarse. "Fuimos creados para algo mejor que para ceder. Toda mi vida estuve cediendo. Ya no quiero ceder más, aunque eso signifique una vida como soltero", explica Dan.
Paul: hasta que Madre Angélica se convirtió en su secreto
Si el caso de Dan es el de un drama interior vivido en una ciudad pequeña, el de Paul es el de un modelo internacional en el agitado Nueva York de los años 70, tras iniciarse en la vida gay a los 15 años en las playas de Miami.
En aquellos días "Manhattan era como un reino de fantasía: si eras guapo, estabas en el cielo". Buena parte de su tiempo lo pasaba ligando con hombres. Su apetito sexual era insaciable, "frenético": tuvo "docenas, y luego cientos e incluso miles de parejas, haciéndose insensible a lo que significa ser cuerpo y alma con alguien". Uno de sus amantes estuvo entre las primeras novecientas personas a quienes se diagnosticó el sida: "El 90% de mis amigos cogieron la enfermedad y murieron".
A él no le preocupaba el sida, porque asumía que, tras tantos miles de relaciones, estaba infectado. Ni siquiera se había hecho la prueba. De hecho, se trasladó a San Francisco para no morir en Nueva York. Pero cuando se descubrió el AZT, primer fármaco eficaz contra el VIH, sí quiso pasar el test.
Y entonces, cuando se dirigía al laboratorio con ese objetivo, su vida empezó a cambiar: "Recuerdo claramente que estaba conduciendo por la Dolores Avenue sintiéndome sentenciado, cuando un rayo de sol atravesó la capota y me sentí en paz y armonía. Entonces escuché una voz desde el centro de mi ser que me decía: tú no tienes sida porque tienes demasiado que hacer para compensar cómo has vivido". Cuando el médico le confirmó que no estaba enfermo, "fue la sensación más maravillosa del mundo".
Justo entonces conoció a Madre Angélica. Una mañana temprano, zapeando en la televisión tras una noche de sexo desbocado, se encontró "con una imagen muy extraña". Llamó a su pareja y le señaló a la pantalla: ambos se rieron de la religiosa, que en aquella época llevaba un parche en el ojo y evidenciaba signos de un derrame cerebral. Se burlaron de ella denominándola "la monja pirata".
Sin embargo, su "novio", al salir de la habitación, le dijo algo que a Paul le pareció "inteligente, real y honesto": "Dios nos creó a ti y a mí para ser felices en esta vida y en la próxima. Él cuida de ti. Él ve cada uno de tus movimientos. No conoces a nadie que pueda hacer eso".
A partir de aquel día, la Madre Angélica se convirtió en el secreto escondido de Paul. Cambiaba de canal cuando su amigo entraba en el cuarto, pero en cuanto salía volvía a sintonizar la EWTN. Empezó a ir a la iglesia procurando que nadie le viese para no perder amigos ni clientes. Y acabó yendo a confesarse: "Confesé pecados contra los Diez Mandamientos".
Y ahora recuerda cuando, rodeado de personas guapas y famosas, contemplaba la espectacular línea del cielo [skyline] de Nueva York y se sentía feliz y eufórico: "Esa felicidad y esa euforia, que me habría durado toda la vida, palidece ante la que siento al tomar el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor en la misa".
Rilene: 35 años después, unas palabras hermosas
Rilene mantuvo, tras un inicio imprevisto, una relación lésbica durante 25 años: "La encontré durante una fiesta. Había una chica, y por una serie de circunstancias me prestó atención. Reconoció algo en mí que yo no reconocía en mí misma".
Empezaron una relación que para ello empezó siendo satisfactoria: "Ella me quería y yo necesitaba que me quisieran". Comenzaron a convivir, y para Rilene llegó también el éxito en los negocios. Vivía alejada de Dios, y pensar en la Iglesia le producía "una risa histérica": "Todo eso de la Iglesia era para gente débil, gente incapaz de relacionarse, gentes pobres y enfermas que no saben manejar sus vidas".
Sin embargo, con el paso de los años empezó a sentir que la relación con su pareja no llenaba su vacío interior. Faltaba algo, un algo que sí podía hacerla totalmente feliz. La sensación de controlar su vida y dirigirla a su antojo triunfando en todo empezaba a revelarse falsa. Empezó a comprender que hay cosas que escapan a nuestro control, pero para una persona en su posición reconocer eso exigía humildad y valentía. Rilene tuvo ambas cosas, hasta comprender que la libertad implica responsabilidad, esto es, asumir las consecuencias de nuestros actos. Se hizo preguntas del estilo "¿Cómo sé que estoy dirigiendo bien mi vida? ¿Qué criterio me permite llegar a una conclusión al respecto? ¿Tiene mi vida un propósito? ¿Qué significa estar satisfecho y en paz?".
Y descubrió que donde encontraba respuesta a esos interrogantes era en esa Iglesia de la que antes se burlaba, y entre esos cristianos objeto de su irrisión. Sumida en un proceso de depresión, empezó a salir de él cuando volvió a los templos que no había frecuentado en años, también por consejo de su terapeuta. Acudió a misa: "Nada había cambiado, yo conocía las respuestas y las oraciones". Al llegar el momento de la comunión, su deseo más profundo era comulgar: "Yo sabía que no estaba en estado de gracia y no lo hice. Pero fue el deseo más fuerte de algo que había tenido en mi vida".
A la semana siguiente acudió a confesarse. Era 4 de julio (Día de la Independencia), así que no había nadie: "¡Gracias a Dios! Así que me arrodillé y dije esas palabras realmente tan hermosas: ´Bendígame, padre, porque he pecado´. Habían pasado 35 años desde mi última confesión". Estuvo 45 minutos en el confesonario, experimentando "un abrumador sentimiento de gratitud": "Nunca lo olvidaré. Ahora estoy a salvo. Y estoy en casa".