¿Tiene sentido el sufrimiento? ¿Vale para algo pasar padecimientos? ¿Es realmente salvífico? Para muchas personas pude ser un escándalo, pero para otras que introducen la fe en la ecuación ha sido motivo para un encuentro profundo con Dios.
El de Allison Brown es un ejemplo de cómo la enfermedad la llevó a una fe más profunda, y pese a todo, a ser feliz en medio del sufrimiento y del dolor.
Esta mujer está casada y es madre de ocho hijos, pero de haber seguido los consejos de los médicos no habría tenido ninguno. El precio que le ofrecieron cuando era adolescente para paliar los dolores de su enfermedad era la esterilidad. Ella no aceptó aquel tratamiento a sabiendas de que el dolor la acompañaría siempre. Y aún así ha podido formar una gran familia.
En un testimonio que relata en Catholic Exchange cuenta que justo antes de cumplir 13 años su vida cambió drásticamente. Fue diagnosticada de encefalomielitis por mialgia (también conocida como síndrome de fatiga crónica). Durante años la cama se convirtió en su gran compañera.
Una vida acompañada por el dolor
“Mirando hacia atrás en mis casi 40 años de vida puedo ver cómo Dios ha usado mis sufrimientos para acercarme a Él”, afirma.
Tenía muchos planes y objetivos para su vida, pero su enfermedad crónica los trastocó totalmente. “La primera vez que dejé de lado mis propios planes fue cuando tenía unos 16 años. Sufría mucho debido a mi enfermedad. Mi padre me llevó a un especialista y en esta cita en particular supongo que se podría decir que nos sentíamos desesperados. Estaba luchando mucho. Apenas podía funcionar en el mejor de los casos debido al agotamiento y la fatiga severa, el dolor corporal, las náuseas, la debilidad, los desmayos, la gran confusión mental y los problemas de memoria”, explica esta mujer
Sentada en la consulta el médico le dijo algo que iluminó su oscuridad: “tengo algo que creo que te ayudará”. Allison no pudo evitar emocionarse, pero entonces llegó la segunda parte: “pero probablemente no podrás tener hijos ya que afectará a tu fertilidad”.
“No dudé, dije que no. Y al tomar mi cruz en ese momento también por primera vez dejé de ser una víctima. Me había convertido en una luchadora, una guerrera”, asegura Allison.
Sin embargo, en aquella ocasión no era plenamente consciente de que estaba aceptando el plan que Dios tenía para ella, pues reconoce que su fe no era profunda, sino todavía “muy infantil”.
Allison se casó con 20 años, tuvo a su hijo mayor con 21 y el menor a los 35 años. En 19 años ha tenido 12 embarazos, de los que ocho han llegado a término y viven. Aunque no exento de problemas pues tiene varios hijos con autismo. Y todo con ello con su enfermedad.
"Ponerlo todo en manos de Dios"
“Literalmente pasé la mayor parte del embarazo en el sofá demasiado enferma para moverme. En la mayoría de mis embarazos me diagnosticaron diabetes, preeclampsia y también presión arterial alta. Por lo general, llegaba al punto en que las cosas estaban tan mal que no había nada más que hacer sino ponerlo todo en las manos de Dios. Mi esposo a menudo tenía que dejar el trabajo o trabajar a mi alrededor entrando y saliendo del hospital mientras hacía malabares con el cuidado de los niños”, confiesa.
Pero precisamente cuanto peor estaba la situación más veían a Dios. Así lo relata esta mujer: “estoy seguro de que por fuera todo parecía que se estaba desmoronando. Quizás alguna vez lo fue. Pero también aprendimos el poder de la oración y de la intercesión de los santos. Tuvimos que rendirnos y permitir que Dios se hiciera cargo. Dios nunca nos falló".
"Era extremadamente importante para nosotros permanecer fieles y abiertos a la vida dentro de nuestro matrimonio, sin importar cuánta presión recibiéramos de todos, incluidos los médicos que me proponían un aborto o que intentaban forzarnos a usar métodos anticonceptivos. A pesar de que a veces luchamos, sabíamos que el plan de Dios y su voluntad para nosotros finalmente crearían una base sólida para nuestro matrimonio y nuestra familia”.
Las dificultades de su enfermedad la han acompañado siempre. Si criar un hijo es agotador, hacerlo con varios teniendo fibromialgia es todo un reto.
“Hay momentos en que el agotamiento es tan fuerte que tiemblo, mis palabras se vuelven confusas y la mente se me nubla y hace que me olvide de las palabras o confunda las oraciones. Siento dolor en cada articulación, músculo y hueso de mi cuerpo. También experimento dolor en mi piel y en mis terminaciones nerviosas, desde la parte superior de mi cabeza y mi cara hasta la punta de los dedos de mis pies. Cualquier cosa que roce mi piel, incluida la ropa, puede causar dolor. Cuando el dolor es mayor, tengo que depender de parches de dolor muy fuertes. Mi cuerpo no regula muy bien la temperatura corporal y mi corazón tiende a latir muy rápido o fuera de ritmo”, enumera.
"¿Por qué yo?"
Todo esto provocó en ella una lucha interna intentando entender cuál era su propósito en la vida. Y durante años una pregunta le atosigó: “¿por qué yo?”.
Juan Pablo II bendiciendo a una anciana: él siempre animó a los enfermos a orar y ofrecer sus dolores.
La respuesta le vino de San Juan Pablo II. Leyendo su Magisterio todo le quedó muy claro. El Papa polaco visitaba a los enfermos en el hospital y les pedía que rezaran, que tenían una misión importante aunque estuvieran postrados en cama.
“Yo estaba llorando cuando Dios trajo la claridad que estaba buscando. Mientras padecía el inmenso dolor de la fibromialgia comencé a rezar y ofrecer ese dolor inmediato del sufrimiento por los demás y por las almas del Purgatorio, especialmente por las almas olvidadas. Fue entonces, por primera vez en mi vida, que experimenté una alegría como ninguna otra. El desapego ha sido un tema fuerte. Tuve que aprender a dejarlo todo y ponerme en las manos de Dios porque la cruz era demasiado pesada para llevarla sola. Dios me ha llamado a orar ya usar mis sufrimientos para la salvación de los demás”, señala Allison.
Según explica, Dios le ha enseñado “a sufrir con alegría”, que “cuando sufrimos por la voluntad de Dios estamos trabajando con Él, junto a Él para la salvación eterna del mundo”.
“Negar mi cruz es negar a Jesucristo y no puedo hacer eso. No se supone que llevar mi cruz sea un trabajo fácil y cómodo. Es doloroso, pero hay belleza en eso. Belleza en la que se encuentra la esperanza de Nuestro Señor Jesucristo, que hace posible todas las cosas. A través de esta cruz he aprendido a apreciar la sencillez de la vida. Que los momentos más pequeños de la vida son a menudo los más profundos. Que la vida y la dignidad humanas son las más valiosas y vale la pena luchar por ellas desde el momento de la concepción hasta la muerte natural. He llegado a comprender y aceptar el propósito del sufrimiento en mi vida y en este mundo”, cuenta emocionada.
Por ello, a día de hoy puede decir que el sufrimiento le hizo acercarse más al Señor, no quitarle la fe. Y concluye: “saber que puedo unirme a Jesús a través de mi propia cruz me da mucha fuerza y alegría. Una alegría que nunca entendí realmente hasta que la experimenté durante este tiempo de dolor y sufrimiento físico. Este gozo me trae esperanza y esta esperanza convierte mi sufrimiento en un propósito que sirve para Dios y para los demás”.