El Papa Francisco se encuentra en su 34º viaje internacional visitando Hungría y Eslovaquia, dos países del centro-este de Europa y que sufrieron en sus carnes la devastación de décadas de comunismo. Miles de personas han estado acompañando al Pontífice en estas jornadas. En las pocas horas que pasó en Budapest, unos de estos fieles eran los Palacios Francés, una familia española que está en Hungría como misionera desde hace seis años.
José María y Amaya tienen ocho hijos, dos de ellos nacidos ya en Hungría, provienen de Burgos y son una familia en misión del Camino Neocatecumenal. El domingo quisieron acompañar a Francisco, quien les envió precisamente como misioneros a este país post-comunista.
En un testimonio recogido por Obras Misionales Pontificias, Amaya relata cómo han recibido la visita del Papa, y también como es su vida en Hungría en una misión que no ha estado exenta de problemas y de grandes pruebas, sobre todo de salud para esta madre de ocho hijos.
Desde 2015 la familia Palacios Francés se encuentra en la ciudad húngara de Miskolc en una missio ad gentes junto a varias familias más y un sacerdote. Sin embargo, el pasado fin de semana quisieron viajar a Budapest para ver a Francisco.
“El sábado hubo una eucaristía y una procesión con velas muy bonita por el centro de Budapest. Estaba todo muy bien organizado, baños, policía por todos los lados, pantallas cada pocos metros. El domingo la eucaristía empezó a las once. Primero el Papa Francisco recorrió el lugar con el papa móvil y pudimos verle dos veces. Teníamos al lado el hijo de una amiga, que tiene un mes, el Papa se paró, le cogió y le dio un beso. Todo muy bonito. El bebé se llama Leonardo. Mis hijos muy contentos, yo agotada y contenta”, comenta esta madre.
Una de las cosas que más llamó la atención de Amaya y que muestra la diferencia entre españoles y húngaros es que nadie gritaba al ver al Papa. Esta madre confiesa no ser “de esas personas que gritan pero me salió un ‘viva el Papa’ del fondo del corazón y a mi marido también. A los húngaros yo creo que no les pareció muy bien, son muy callados, no gritan, nada que ver con los españoles cuando ven pasar al Papa”.
Este encuentro con Francisco le llevaron a Amaya a su juventud y adolescencia. “Tengo cuarenta años, el Papa que con más cariño recuerdo es Juan Pablo II, es el Papa de mi juventud y eso nunca se olvida. Sus palabras de ánimo y su ejemplo de fortaleza y fe siempre han estado conmigo y me ayudaron mucho todas las Jornadas Mundiales de la Juventud. Espero que mis hijos mayores guarden en el corazón las palabras que nos dijo Francisco”, comenta.
La vida en Hungría
Sobre el país en el que viven, esta madre de ocho hijos afirma que en Hungría “hay muchos protestantes, muchas iglesias católicas se las apropiaron cuando llegó el protestantismo. Y hay muchos, muchos ateos, gente sin bautizar fruto de la época comunista que sufrieron los húngaros. En aquella época estaba casi prohibido ir a la Iglesia y muy mal visto así que hay muchos abuelos sin bautizar”.
José María y Amaya tienen ocho hijos. Cuando dejaron España en 2015 (fecha de la foto) eran seis
Por otro lado, destaca uno de los efectos de décadas de dictadura comunista. En su opinión, “llama la atención la cantidad de familias destruidas que hay. Si en España hay muchas, aquí más. Y muchos divorcios de personas muy mayores. Y no sólo gente de 60 o 50 años, también mucha gente mayor de 70 años y más. Muchos hombres y mujeres adultos se han criado con su madre, sin hermanos y sin tener contacto con su padre, primos, tíos, abuelos… y eso se nota. No tienen referencias de matrimonios basados en la fe, una vida llena de alegría y esperanza, con sufrimientos, claro está, pero con la esperanza de saberse hijos de Dios. Esa certeza falta en este país y por eso estamos aquí”.
Una vida sencilla
Sobre su misión concreta, Amaya quita heroicidad a su labor: “no hacemos gran cosa, tenemos una comunidad formada por tres familias húngaras, una italiana, un sacerdote húngaro, un seminarista húngaro, dos mujeres solteras húngaras y nosotros. En ella vivimos la fe y seguimos teniendo también nuestra comunidad de Burgos, que nos apoya y reza por nosotros y con la cual estamos todos los veranos cuando vamos”.
De este modo, señala que la vida de su familia es sencilla. “Trabajamos, llevamos a los hijos al colegio y cuando podemos damos catequesis para invitar a la gente al Camino Neocatecumenal. También damos cursillos de novios. Muchos domingos salimos por las plazas a cantar y rezar laudes”, agrega Amaya.
El húngaro es un idioma complicado. Tras estudiarlo durante un tiempo los padres logran defenderse y los niños lo hablan perfectamente. Los hijos –señala la madre “están bastante adaptados aunque echamos de menos a los abuelos, primos y hermanos. Eso es lo más difícil, no poder coger el coche e irte a comer a casa de los abuelos o a tomar un café con un hermano”.
Sin embargo, en seis años sí les han ido ocurriendo cosas en la misión. “Nos han pasado muchas cosas en estos seis años. Hemos cambiados de casa dos veces, las casas de alquiler son muy caras pero el Señor nos ha regalado una casa muy bonita, es un poco del banco todavía pero, vaya, es nuestra también. Tardamos seis meses en que nos concedieran un préstamo”, afirma.
Una dura prueba
Entonces sólo trabajaba su marido y con un sueldo “muy, muy normalito” siendo extranjeros y con ocho hijos. Amaya relata que José María “estuvo limpiando el primer año un colegio, luego consiguió otro trabajo cortando piedra para hacer cocinas y baños, un trabajo muy duro donde aspiraba mucho polvo. Mi marido es ingeniero agrícola y tenía un buen trabajo antes de venir. Fue duro. Y por fin cambió de trabajo, ganando lo mismo pero un sitio mucho mejor, el instituto de los jesuitas donde estudian los mayores”.
Pero cuando todo parecía tranquilo y pensaban disfrutar de su nueva casa y con el nuevo trabajo del padre, dio a luz a su última hija (en enero de 2020) y le diagnosticaron a Amaya un meningioma en la base del cráneo.
“El último embarazo había estado muy malita, con muchos vértigos y los ginecólogos me dijeron que era del embarazo. En octubre me quedé sorda de un oído y el otorrino me mandó una resonancia de la cabeza tras dar a luz. El meningioma era grande. Saqué el pasaporte de Sofía en una semana y con menos de un mes me fui a operar a España. Mi hermana cuidó de mi hija recién nacida casi un mes en Madrid, lo que más me costó es no ver a mi hija durante ese tiempo porque me operaron en Pamplona, donde yo nací y donde viven mis padres. Cuando estaba en la UCI saltó el primer caso de coronavirus en Navarra”, explica.
La recuperación va bien pero todavía queda parte del tumor. “Tengo que llevar una vida más tranquila que antes porque la cabeza la tengo muy sensible. Me he quedado sorda y tengo algo de parálisis facial pero doy gracias a Dios por poder cuidar de mis hijos todos los días. Mi marido fue un pilar fuerte en esos tiempos y también la comunidad y la familia. Recibí la unción de enfermos un día antes del sacerdote que me casó, un regalo. La Iglesia toda ella es un regalo. Rezad por nosotros”, concluye esta mujer, madre y misionera.