Con sólo mencionar el nombre de María Rosevilla Margate, los habitantes del barangay [barrio] 54A de Tacoblan (Filipinas) saben hacia qué punto señalar, y se deshacen contando historias de su amistad y amabilidad. Ella y su marido, Emmanuel, llevan viviendo allí desde 1983, sólo a unos metros de la iglesia redentorista de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro donde ella asiste a misa todos los días y ayuda a los más necesitados.
Catholic News Service se desplazó hasta allí para conocerla porque María se convirtió en una heroína el pasado 8 de noviembre, cuando el tifón Haiyan arrasó toda esa zona de pescadores y buena parte del centro del país-archipiélago.
Ella le quita importancia a lo que hizo, que no considera extraodinario: "Todo lo más, soy una buena vecina", comenta sobre una mesa en un cuarto apenas cubierto por una lona. Pero no piensan lo mismo las ochenta personas que le deben la vida.
Aquella mañana, antes de que saliese el sol, María se despertó antes que los demás y se dio cuenta de que la fuerza del viento crecía con tal intensidad que hacía prever el desenlace, al mismo tiempo que la lluvia caía brutalmente sobre el tejado de su hogar de dos habitaciones. Así que bajó y empezó a despertar a todos sus vecinos arriesgando su propia vida, pues el agua ya circulaba por las calles del barrio.
"¡Por favor, levantaos el viento es cada vez más fuerte!", gritaba. No todos querían hacerle caso, y algunos pretendían coger algo de comida o de sus cosas. "¡Eso no es lo importante! ¡No hay tiempo, vamos arriba, por favor!", insistió la mujer, quien de puerta en puerta fue sacando del sueño a una familia tras otra, hasta ochenta personas, hasta llevarlas a su casa, donde una pared de hormigón era la protección más segura. Los guió hasta allí por el edificio tras abandonar una zona donde un tejado amenazaba salir volando -como ocurrió poco después-.
Una vez todos a salvo, María Margate aún salió a la terraza y se asomó a la calle por si alguien más necesitaba ayuda: "Sólo vi agua negra, muy negra. Cuando abrí la puerta de nuevo para volver, el agua empezó a entrar".
Tras el viento, llegaba el mar. María contó tres grandes olas a lo largo de una hora, siendo la más fuerte la última y más alta (unos cinco metros). La casa tembló y pensó que morirían todos: "Las últimas palabras que dije fueron ´Hágase tu voluntad, Señor´, y cerré los ojos".
Pero las aguas acabaron retirándose, dejando tras de sí muerte y destrucción... y un milagro: "Sé que fue un milagro, porque fuera de nuestra casa el agua llegó hasta aquí, hasta el pecho, pero en nuestra habitación [donde se congregó la gente] llegaba por los tobillos". Por alguna razón, la teoría de vasos comunicantes no funcionó en aquel lugar donde María los había refugiado a todos el día en que el agua no dejó nada sin anegar.
Cuando fueron saliendo, todos comprobaron que habían perdido sus casas y sus enseres, con las casas de madera reducidas a astillas y las de metal descuajeringadas. Incluso las de cemento, más sólidas y muchas de las cuales aguantaron la embestida, habían perdido todas su tejado.
"No teníamos nada, pero era perfecto porque salvé a la gente, el resto son cosas materiales", confiesa María. A quien le ha quedado una lógica fobia: "En cuanto oigo un suave viento, me echo a temblar. Y después del tifón, hay veces que no quiero recordar nada".
María y su marido se trasladaron con un hijo suyo a Cebú, donde los efectos del tifón fueron más suaves que en Tacloban, pero volvieron temporalmente a finales de enero a su barrio desde hace treinta años, para revisar la casa. Regresarán a Cebú, un lugar mejor para su hijo Anthony, de 11 años, y su nieta Frances, de 6. Emmanuel es un profesor universitario de ingeniería mecánica ya retirado de la Eastern Visayas State University. Su pensión es de unos doscientos euros y tras el tifón reciben ayuda económica de dos hijas suyas que son enfermeras en Singapur.
Luego... el matrimonio discrepa sobre su futuro. Él quiere ir a vivir a una pequeña granja de cocoteros. El tifón se llevó el 80% de ellos y uno dañó la casa al caerse. Emmanuel quiere repararla y vivir allí, lejos del ruido y el bullicio del barangay.
Pero María quiere seguir en Tacloban, donde conoce a todo el mundo y se siente querida. Y donde durante tres décadas ha practicado la fe y la caridad en la parroquia del Perpetuo Socorro, la advocación que le inspiró el socorro que ella prestó en aquel día aciago, y por el que será recordada siempre entre los suyos.