Son «los héroes de Cristo olvidados». Prelados, religiosos, fieles cristianos de los cuales pocos se acuerdan y que por su fe han acabado en la cárcel.
El domingo, Antonio Socci ha dedicado a algunos de ellos un largo artículo en Libero, mostrando la triste doble vara de medir de lo políticamente correcto de la prensa, que celebra a Nelson Mandela, su lucha para poner fin al apartheid en Sudáfrica y sus 27 años de cárcel, sin dedicar ni una sola palabra a los muchísimos que han corrido su misma suerte, acabando en prisión sólo por su fe en Dios.
He aquí algún caso clamoroso que forma una brevísima lista, obviamente incompleta:
Dos casos impresionantes llegan de China: Santiago Su Zhimin es obispo de Baoding, tiene 82 años, 41 de los cuales los ha transcurrido entre lagers y prisiones.
Tachado de “contrarrevolucionario” por el régimen de Pekín, pertenece a la Iglesia subterránea china, la que es fiel a Roma, y está en las manos del régimen comunista aunque nunca ha sido procesado: por lo menos hace 15 años que su familia no sabe nada de él.
Similar es el caso del obispo de Yixian, Cosme Shi Enxiang, de 90 años, detenido y prisionero desde 1957 y del que no se tienen noticias ciertas desde el año 2001.
Del sudeste asiático nos llega, en cambio, la historia de François-Xavier Nguyên Van Thuân, purpurado vietnamita fallecido en 2002 tras haber sido perseguido por el régimen comunista local y haber transcurrido trece años en la cárcel, entre los años setenta y ochenta del siglo XX.
«Cuando los comunistas me hicieron bajar a la bodega de una nave –escribió años después– apretado junto a otros 1.500 prisioneros para transportarnos al Norte, me dije: “Ésta es mi catedral, éste es el pueblo que Dios me confía para que lo cuide. He aquí mi misión: asegurar la presencia de Dios entre esta gente, entre estos miserables y desesperados hermanos míos». El gobierno vietnamita se opone, ahora, a su causa de beatificación.
Asia Bibi es una mujer pakistaní que fue detenida en 2009 con la acusación, falsa, de blasfemia. Corre el riesgo de que se le aplique la pena mayor, la muerte por ahorcamiento, y ahora está detenida en la prisión de Sheikhupura, en condiciones horribles. «He sido condenada a muerte porque soy cristiana. Creo en Dios y en su gran amor. Si me condenáis a muerte porque amo a Dios, estaré orgullosa de sacrificar mi vida por Él».
En Europa, en cambio, han sido los años de los regímenes comunistas en los Países orientales los que han ofrecido mártires de la fe. Como Anton Luli y Mikel Koliqi, sacerdotes católicos de Albania.
El primero era un jesuita y permaneció en la cárcel durante 42 años: algún fiel lo daba ya por muerto, e incluso se había solicitado el inicio del proceso de canonización.
Cuando salió decía que ese largo periodo de detención le había servido para «preparar en la oración» su vuelta a la vida sacerdotal.
Murió en 1998, un año después de Mikel Koliqi: este último pasó 38 años en la cárcel y tras su liberación fue hecho cardenal por Juan Pablo II a la edad de 91 años: «Es un signo de amor del Papa por toda Albania y me ha elegido, no por mis méritos, sino porque todos mis hermanos han fallecido».
En la Rumania de Ceausescu estaba prohibida cualquier expresión religiosa, ya fuera cristiana, hebrea o musulmana. Ioan Ploscaru era obispo auxiliar griego-católico y estuvo 39 años de su vida en la cárcel simplemente porque su comunidad era culpable de vínculos con el Vaticano.
Se le pidió que abandonara su fe para abrazar el credo ortodoxo: él se negó y fue perseguido y sometido a violencias: «Considero las privaciones como los periodos más afortunados de mi vida, en los cuales he podido ofrecer a Jesús no sólo palabras, sino también hechos», escribió ya libre.
Aún sigue vivo Jan Chryzostom Korec, cardenal eslovaco que fue ordenado sacerdote en 1950 y que tiene actualmente 91 años. Un año después se convertía en el obispo más joven que ha existido nunca, pues de manera secreta fue ordenado obispo a los 27 años de edad.
En Checoslovaquia la Iglesia estaba considerada ilegal, los seminarios y los conventos se cerraban y los sacerdotes y las religiosas eran encarcelados o se les obligaba al arresto domiciliario.
Durante los años sesenta también Korec pasó varios años en la cárcel: «Éste fue el castigo más terrible. Sin embargo, la necesidad hace que el hombre se las ingenie, por lo que encontré un sistema muy simple para romper el aislamiento. Imaginaba que estaba haciendo mis ejercicios espirituales. Me hacía un programa diario detallado e intenso», contará más tarde.
Una vez libre, su estatus de sacerdote y obispo no fue reconocido por el régimen comunista: primero fue obrero en una fábrica; después, fue barrendero en Bratislava; a continuación trabajó en una empresa que producía alquitrán y, por último, mozo de almacén en una fábrica de productos químicos.
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)