Setenta años no son pocos para la memoria de los hombres, y muchos grandes nombres, después de un lapso de tiempo tal, se olvidan.
Etty Hillesum, en cambio, de la que casi nada se sabía inmediatamente después de la guerra, conoce con su Diario y sus Cartas una especie de nueva vida por su capacidad de seducir y fascinar a los lectores de hoy, muchos de los cuales podrían ser sus nietos y que, sin embargo, encuentran en ella, individualmente, una contemporánea, con las mismas preguntas y las mismas esperanzas en el corazón.
Efectivamente, hace poco la Editorial Adelphi (en italiano) ha publicado la edición íntegra de su Diario y en estos días salen todas las Cartas.
Hasta ahora, en Italia, se habían leído sólo ediciones parciales que, sin embargo, han sido suficientes para suscitar en un boca a boca entre los lectores y, aún más, entre las lectoras, lo que se podría definir como un enamoramiento por esta autora.
Nacida en 1914 en Holanda, Etty crece en una familia hebrea burguesa, culta y no practicante. En 1941, cuando empieza a escribir su Diario, es una estudiante universitaria llena de vida, enamorada de Rilke y Dostoievski, que no practica los preceptos de su religión y dueña, como ella misma escribe, «de una vida libre y desordenada».
Así que las primeras páginas de su Diario pueden escandalizar: Etty se enamora de diversos hombres, arrastrada por una fuerte sensualidad.
Escribe: «Antes, si me gustaba una flor, me hubiera gustado prenderla sobre mi corazón, o incluso comérmela. Era demasiado sensual, es decir, demasiado “posesiva”: sentía un deseo demasiado físico por las cosas que me gustaban, las quería poseer. Es por este motivo por el que sentía siempre ese doloroso insaciable deseo, esa nostalgia por algo que me parecía inalcanzable».
A los veintisiete años, sin embargo, su desorden interior es tal que se dirige a un psicoanalista, también él hebreo y alumno de Jung, Julius Spier, personaje singular del que Etty se enamora y que a pesar de todo consigue encontrar el corazón del problema que envuelve a la joven paciente.
«Es necesario tener el valor de decir el nombre de Dios», le enseña Spier; y Etty, asombrada, quisiera preguntarle: «¿Usted reza? ¿Y qué dice cuando reza?».
La relación con Dios está tan lejana que, al quedarse embarazada mientras la persecución avanza, escribe con áspero nihilismo: «Quiero ahorrarte el dolor. Permanecerás en la condición protegida de quién aún no ha nacido y sé agradecido, ser que serás...». Es por tanto aún más extraordinario lo que se va abriendo camino en el Diario y toma cuerpo, más tarde, en las Cartas.
En la Holanda ocupada por los nazis, mientras se impone a los hebreos la estrella amarilla, esta hija del pueblo hebreo tiene una metamorfosis prodigiosa.
Ese Dios desconocido se le hace cada vez más familiar y cercano, y no sólo el Dios del Antiguo Testamento, sino también el del Nuevo, y las cartas de Pablo.
Y leyendo el himno a la caridad de Pablo en la Primera Carta a los Corintios, Etty una noche cae de rodillas en su habitación. El cambio germina silencioso y en el Diario se puede entrever el camino kárstico.
Es precisamente la caridad, una caridad profunda y misteriosa, la que se adueña de Etty, mientras la historia recorre su espantoso camino.
Tiene ocasión de huir, pero se queda; quiere, dice, compartir el destino de su pueblo. Quiere ser sus ojos y la voz.
Y se convierte en la lúcida y caustica cronista que escribe desde el campo de recogida holandés de Westerbork, donde primero es voluntaria y luego reclusa.
Antesala de Auschwitz, el lager en el Drenthe se llena con diez mil deportados en condiciones miserables. De los trenes bajan, capturados en los allanamientos, jóvenes, madres con niños, ancianos temblorosos.
A los pocos meses, tras una permanencia en las barracas atestadas, partirán hacia Polonia, en trenes con puertas clavadas.
Los prisioneros no saben qué les espera en Auschwitz, pero Etty no se hace ninguna ilusión: «Quieren nuestra aniquilación», escribe.
Y sin embargo, en la amenaza que cada día incumbe con más fuerza, se agranda en Etty, en vez del odio, la soberana certeza de un Dios bueno.
«Se puede creer muy bien en los milagros en el siglo veinte. Y yo creo en Dios, aunque dentro de poco los piojos me devorarán en Polonia», escribe lo que parece, en el fango de Westerbork, un desafío.
El secreto que descubre poco a poco en las barracas, dentro del nuevo desierto de su pueblo, es el de una inagotable caridad. En la foresta oscura del miedo y del odio, no olvida lo que ha descubierto en sí misma: «Un pozo muy profundo está dentro de mí, y Dios está en ese pozo. A veces el pozo está cubierto por arena y piedras y entonces necesito de nuevo desenterrarlo».
Y dice que, en esa agonía que atraviesan madres, niños y ancianos camino de Auschwitz, quiere ofrecer «un techo a Dios» – un rincón a un Dios casi mendigo, entre rostros de hombres feroces o aniquilados. También Etty subirá a uno de esos largos trenes de mercancía que silban dolientes cuando parten, en el páramo del Drenthe.
Escribe en una postal: «He abierto la Biblia al azar. Se ha abierto en un salmo: “El Señor es mi baluarte”».
La nueva edición íntegra de las Cartas nos da el testimonio de un amigo que, ese día, asiste a su partida. En principio describe a Etty, ante la noticia, aturdida y muda; pero, al cabo de poco tiempo, como si hubiera sido consolada interiormente, es capaz de una palabra y de una sonrisa a sus miserables compañeros de viaje.
Tan intensamente humana, también en esta última hora, en su primera reacción; pero tan extraordinariamente confiada poco después – como si una inmensa certeza le hubiera sido donada.
(Traducción de Helena Faccia Serrano)