Sebastián Bustamante es un joven chileno que hoy tiene responsabilidades en la Pastoral Juvenil de su diócesis, pero hace pocos años estaba sin bautizar y perfectamente ajeno a Dios.
“Antes no iba a misa, y ahora no me pierdo ninguna homilía. El día que no voy a comulgar, me falta el aire, hay algo que no funciona bien en mi vida. Por eso le doy gracias a Dios en cada minuto, por no pensar en el materialismo y en el consumismo, agradecer por las cosas que me han pasado, con una tranquilidad espiritual tremenda”
La separación de sus padres, fue como una bomba atómica para Sebastián Bustamante. Tenía catorce años de edad y el hecho cambió el eje de su vida y también condicionó la realidad íntima de su alma.
“Había crecido en una familia normal, y enfrentar la separación de mis padres era demoledor. Sentí profundamente el quiebre, pues mi familia era lo máximo. Fue así que, como una respuesta juvenil, adolescente, algo inmadura, comencé a portarme mal en el colegio, era contestador y tenía malas juntas”.
Preso de una rebeldía incontrolable, descubrió una filosofía donde el hombre tenía todo el protagonismo y esto le dio la oportunidad de afirmar su rechazo a cualquier idea de un Dios que finalmente poco y nada había hecho, en su parecer, para proteger a su familia.
“Leía mucho a Friedrich Nietzsche. Era mi mentor y tenía bastante cercanía con él. Pensaba en la postura del «superhombre», que todo giraba en torno a él y la razón. Yo no creía en nada, era un escéptico, para quien el hombre es consecuencia de su propia naturaleza y es llamado a tomar así sus decisiones” (…) “Todas las cosas malas que me habían pasado se las atribuía a Dios, porque pensaba que dañaba. ¡Tanta gente que hablaba de Dios, que lo retrataba como alguien bueno, que entregaba amor y permitía que pasara esto! (la separación de sus padres)”.
La juventud y la retórica que adquirió durante la adolescencia, confiesa Sebastián, sirvió para que forjara una exacerbada ambición.
“En ese momento quería tener una estabilidad económica, zapatillas lujosas, tener dinero, el exitismo humano”.
Más adelante, en la universidad, el discurrir de su mente tomaría nuevos rumbos…
“En 2010 entré a estudiar derecho y conocí a Marcela. La nuestra es una carrera muy exigente, que demanda muchas horas de estudio, no menos estrés y poco tiempo para socializar. Y descubrí en ella a una amiga”.
Este vínculo sustentado en el afecto espontáneo, nada de elaborado y ajeno a cualesquier interés que no fuere el disfrutar la compañía del otro en el mutuo respeto lo marcó.
Marcela era una figura significativa y… “conversando, una tarde cualquiera –recuerda Sebastián- me reveló que participaba en el movimiento mariano de Schöenstatt. Cuando me hablaba sobre el catolicismo, o mencionaba la palabra «Jesús» o «Dios», a mí me daban escalofríos por dentro, no me gustaba”.
Marcela por su parte tenía claro que este vínculo con Sebastián no podía ser vivido de espaldas a Dios… “Ella iba a misa y yo la acompañaba hasta la entrada. Incluso una vez, se largó a llover y me quedé esperándola afuera. Nunca había ido a una misa y tampoco me interesaba entrar”.
Pero los escalofríos de Sebastián serían apenas un preámbulo de lo que sentiría al enterarse que Marcela tenía un secreto amor y estaba a punto de formalizar con Él su compromiso…
“Al finalizar el primer año de clases, me dijo que iba a ingresar a las Hermanas del Movimiento Schoenstatt. ¡Iba a consagrar su vida aunque tenía excelentes calificaciones! No lo podía entender. Su decisión me desconcertó. Claro, yo, con mis deseos de tener una economía solvente, no entendía cómo Marcela, de un día para otro tira todo a la basura y se iba a servir”.
Sentía, dice, como si este Dios que tantos amaban, nuevamente permitía o peor aún, Él mismo se llevaba algo que le pertenecía. “Le había tomado mucho cariño a Marcela y me dije «¿por qué me la arrebatan?». Fueron momentos de mucho dolor y quise tratar de entender, aunque sea un poco, lo que ella sentía. Recuerdo que ella me hablaba de un llamado y yo le replicaba «¿el llamado de quién?... tu puedes hacer lo mismo: trabajar y servir, pero por qué tienes que ingresar a un convento si puedes hacer el bien en la sociedad?»”.
Estaba masticando su incomprensión y dolor, cuando entre bromas, días después, su amiga lo desafió con una singular propuesta. Y si había algo irresistible para el obcecado Sebastián eran los desafíos.
“Yo debía rendir un examen de repetición de una asignatura en enero y como si esto no fuera importante, a Marcela se le ocurrió que yo debía participar junto a ella ese verano con los chicos de Misión País, ¡que es ni más ni menos una organización católica donde los jóvenes llevan un mensaje cristiano a las familias que no lo poseen o que lo han olvidado! Bueno, esto era casi una locura. Pero ella me conocía y sabía provocarme. Que si yo pasaba el ramo debía acompañarla, pues para ella era muy significativo, me dijo. Y con eso bastó para que yo aceptara”.
Aprobó su asignatura y no dudaba de cumplir lo prometido, pues finalmente lo que más le importaba era tener la oportunidad de entender, reconoce, esa decisión de consagrar la vida que Marcela vivía.
Pero en medio de aquella Misión, sintiéndose un extraño, su hábito de preguntarse y filosofar tenía sus neuronas bien estimuladas… “¿Cuál es la verdadera razón por la que vine a esto?, ¿existirá verdaderamente Dios?”, eran las interpelaciones que a diario escuchaba como una voz interior que no le dejaba estar sereno.
“Las conversaciones, las situaciones que se formaban con otros jóvenes, facilitaban el despertar de la religiosidad innata que sólo estaba durmiendo en las familias misionadas. Pero la verdad, es que sin darme cuenta, era yo quien estaba siendo misionado”.
Aquella conversión que nació como tenue brisa, sin estridencias, fue el regalo que Marcela había esperado para él.
Sebastián no estaba bautizado, ni menos había sido -hasta entonces- catequizado.
“Así que llegué motivado de regreso a Concepción, preparado con ese ahínco de llenarme con esta bendición. Los padres de Marcela me contactaron con el sacerdote Pablo Leiva. Luego de una reunión, con solo mirarme y escuchar, él captó inmediatamente que esto iba en serio. Nos juntábamos todos los miércoles a tomar desayuno a las 8 de la mañana y sagradamente leíamos el Youcat (el catecismo para jóvenes desde 2011). ¡Fue un cambio radical! Cambié los textos de Niesztche por los de un libro que en forma amena me nutría de doctrina”.
Han pasado casi dos años desde su encuentro con Dios, nacido en el fragor de una amistad y la experiencia con los jóvenes de Misión País. Hoy Sebastián cursa tercer año de derecho en la Universidad de la Santísima Concepción, en la octava región de Chile y es representante de la pastoral juvenil de su diócesis. Pero sobre todo ama la Eucaristía…
“Antes no iba a misa, y ahora no me pierdo ninguna homilía. El día que no voy a comulgar, me falta el aire, hay algo que no funciona bien en mi vida. Por eso le doy gracias a Dios en cada minuto, por no pensar en el materialismo y en el consumismo, agradecer por las cosas que me han pasado, con una tranquilidad espiritual tremenda”.