Kristian Briones no titubea en sus palabras y su mirada permanece atenta en todo segundo. Sin rodeos ante cualesquier pregunta. La transparencia es para él, dice, un logro y un desafío. En su historia de infancia se expresa la deuda pendiente de millones que como él necesitan familia bien constituida, experiencia de fe, educación, dignidad. Hoy tiene conciencia de ello.
“Mi padre abandonó el hogar cuando tenía un año de vida y entonces mi madre se mudó a la casa de sus padres. Allí, crecimos y mi abuela se preocupó de nuestra crianza, mientras que mi madre se fue a trabajar a otra ciudad. Solamente nos mandaba dinero para comer, no nos visitaba muy seguido”.
Junto a su hermano menor, jugaban a un costado del aeropuerto que estaba a pasos del empobrecido sector donde vivían en Santiago de Chile. En el colegio recuerda haber gozado de buenas calificaciones. Sin embargo fue condicionado a convivir con la violencia…
“Mi abuelo bebía mucho y llegaba en las noches ebrio a molestar a mi abuelita. Había roces siempre”.
Así, nuevamente, como padecen millones en el mundo, su inocencia de niño quedó a la deriva. “No teníamos quién nos contuviera. Quedamos solos, no había una preocupación para saber cómo nos estaba yendo, quiénes son tus amigos, cómo te sientes. Por mucho que mi abuela trató de ser «madre» nunca lo pudo ser”.
¿Cuál era entonces la escuela para socializar normas y valores? Una historia de injusticia conocida…
“En la calle, con los amigos, quería resaltar. Si había que sacar un objeto de algún lado, lo hacía de los primeros y me sentía bien si me adulaban”.
Agrega que se amanecía jugando pool en un local clandestino. Instancias en las que era testigo de transacciones y consumo de drogas. “Ya tenía 13 años y apostaba plata con los más grandes. Me desenvolvía como uno de ellos”.
Como en un carrusel sin control el vínculo con las drogas no se detenía, y comenzó a consumir.
“En una fiesta de año nuevo, probé el pito (pitillo de marihuana) y la pasta base al mismo tiempo. Después comencé a robar en las micros (buses de transporte público), desvalijar autos, entrar a las casas, y de a poco me empecé a meter en este mundo, hasta titularme como delincuente”.
La realidad de Khristian es parte de una consecuencia estudiada por los autores estadounidenses Patrick Davies y Meredith Woitach, quienes en 2008 publicaron una investigación titulada Seguridad emocional de los niños en la relación interparental (pulse para ver). En ella, los autores establecen la directa relación entre la seguridad emocional alterada en niños criados dentro de un entorno familiar irregular, el posterior consumo de drogas, violencia y delincuencia.
Preso con su hermano de la pasta base de cocaína, disociados y carentes de límites comenzaron a sumar delitos… “Era como una aventura” de niños, pero altamente peligrosos para los demás, cuando abandonaron la casa de sus abuelos. “Le arrendamos una pieza a una señora en un populoso sector de La Pintana, llamado El Castillo. No le importaba de dónde venía el dinero. Salíamos a robar y podíamos consumir”.
Ser detenido y escapar de centros de reclusión para menores hacía parte del currículum para avanzar hacia el liderazgo. “La primera vez estuve sólo cinco días interno, hasta que mi hermano me hizo la pisadera para saltar de un muro y escapar. Aún tenía la ropa del centro de menores y llegué al mismo lugar donde vivía. Me encontré con unos muchachos que, al percatarse de mi proeza, me felicitaron. Al rato ya nos sentíamos amigos y me invitaron a delinquir con ellos”.
En la llamada por los políticos “puerta giratoria” Kristian se hizo experto y ya antes de cumplir los 18 años, “había estado más de veinte veces interno” y siempre se fugaba.
Comenzó a ser conocido en el mundo del hampa como el “Flaco Khristian”, apodo que le daba estatus y orgullo.
“Me sentía bien, querido, respetado. Empecé a adquirir todos estos conocimientos, el lenguaje, la cultura, las reglas, las normas. Caía preso y ya manejaba las mañas (cualidades para ser respetado en el hampa)”.
Pero el juego de burlar al sistema se hizo más desafiante cuando al cumplir la mayoría de edad y por robar un auto, fue encarcelado seis meses en el Penal de San Miguel en la capital chilena. Adentró se embruteció en peleas con otros internos que aumentaban su estatus, junto con dejar pasar las horas aspirando tolueno (solvente químico) y fumando marihuana; pero también hizo oídos sordos a la persona que por vez primera, llevándole hacia Dios, miraba su alma, sin condenarlo…
“Apareció así de repente una mañana el curita… el padre Nicolás Vial y no te dabas ni cuenta cuando ya lo estabas ayudando con el arreglo del lugar para celebrar misa. Sabía hablarle a uno. Se daba tiempo para conversar, me ayudaba con útiles de aseo y cuando no venía me enviaba una carta, siempre aconsejándome rehabilitar, pero no quise”.
Pero los hábitos habían enraizado profundo, comprometiendo en el alma de Kristian, y al salir en libertad retomó sus contactos para seguir robando. Tenía recién veinte años y sus delitos, detenciones, juicios y condenas ya asemejaban a un grueso libro.
Pronto lograría dar un paso más… para hundirse, aunque él pensaba que era un logro.
“Superé varios requerimientos para lograr ser el cabecilla, entre los cuales estaban: no haber trabajado nunca, no haber divulgado información, no haber traficado nunca, no haber violado y tener un probado prontuario de ladrón. Bueno, me conocían de chico, porque sabían de mi paso por la casa de menores, después me encontraba con los mismos en la penitenciaría. Llegué a tener a tres, trabajando fijos para mí”.
Un estudio realizado por la Universidad de Chile y el Servicio Nacional de Menores del mismo país, en 2012, reveló que el 28,9% de los jóvenes mayores de 18 años que cumplieron condena en algún centro de reclusión, reincidieron en delitos en menos de 12 meses desde su egreso. Khristian era uno de estos casos.
“Caí en cana (preso) de nuevo por un robo con sorpresa e hice 18 meses en la Penitenciaría (Centro de reclusión de la capital chilena)”.
La experiencia, no fue de las mejores, dice, y algo en él se doblegó. En su ser íntimo estaba hastiado de la vida que había recorrido.
“Apadrinaba a otros traficantes dentro de la cárcel y creí que iba a salir muerto. Me creía valiente, pero no era de acero”.
¿Cuáles eran los frutos?, se preguntaba por las noches en el silencio bajo las cobijas del jergón que ocupaba en la celda… muchas cicatrices en el cuerpo de innumerables peleas, el cuerpo al límite por el consumo de drogas, y un vacío que dolía más que una estocada.
“Había sólo un camino –recuerda- así es que llegó un momento en que evalué y escogí lo mejor. Busqué entonces a mi buen padre Nicolás y yo le prestaba mi pieza allí en la cárcel para que hiciera las confesiones. Si él llegaba a celebrar la misa, yo pedía el respeto. Le ayudaba a organizar todo”.
Luego de cumplir una larga condena por nuevos errores recuperó su libertad a meses de cumplir los 30 años. No sería fácil la transformación.
“Tenía una pareja y fruto de esa relación nació una hija. Yo, seguía consumiendo. Entonces, renuncié a mi trabajo y vagué cuatro días por Santiago. Estaba trasnochado, cansado de tanto fumar pasta base de cocaína y beber alcohol”. Desecho, cual hijo pródigo, arrepentido, supo que había sólo un lugar donde podría comenzar a sanar… “Así, llegué a donde vivía el padre Nicolás”.
Contrario a sus miedos, lo recibió con afecto, como un padre, dice un emocionado Kristian recordando que era un día sábado; le pasó una toalla para que se aseara y luego un plato de comida.
“El domingo fui para acompañarlo en la misa y ahí me quebré. Yo que era un ladrón conocido y violento cuando oí el Evangelio del Hijo pródigo, me puse a llorar, porque su historia era la mía”.
Toma un respiro y continúa narrando que tras finalizar la misa, padre Nicolás le ofreció internarlo en una fundación católica que rehabilita a internos en las cárceles, llamada Fundación Patérnitas. “Me fui por 1 año, al sur de Chile para trabajar y generar un cambio en mí. Recibí mucho apoyo, comencé a asistir seguidamente a misa, a centrar mi vida en la oración”.
Han pasado los años… Kristian, apoyado por Dios finalizó sus estudios secundarios y comenzó a trabajar con un salario en la misma Fundación que le rehabilitaba…
“Un día el padre me ofreció acompañarlo a visitar a los internos de la cárcel. Y me tocó enseñarles a fabricar Rosarios ¡no sabía nada y los hice con ellos! Gracias a Dios, tuve buena aceptación entre los reclusos. ¡Hasta había hijos de ladrones que conocía!”.
Poco tiempo después y junto a su hija fue bautizado, mantiene un trabajo en la Fundación, estudia por las tardes Trabajo Social en un Instituto Profesional y continúa visitando las cárceles apoyando la rehabilitación de otros...
“Porque si yo no hubiese tenido alguien que me hubiera valorizado, escuchado, entendido e interesado, a lo mejor hubiera sido otra persona. Creo que Dios hace lo que hace por algo y Él me tiene con una responsabilidad. Me hizo pasar por todo lo que pasé para ahora enseñar a otros”.