El actor Santi Rodríguez saltó a la fama gracias a una popular serie de televisión en la que interpretaba a un frutero misógino, racista y maleducado. Pero en las distancias cortas, nada tiene que ver con este personaje.
“Santi, eres un actor estupendo”, le decimos. Le pasa muchas veces, nadie diría que es católico. Por manifestarlo públicamente, ha sido despreciado, pero dice que es un precio que ha pagado con gusto.
-Fundamentalmente de mis padres, en casa. Luego estuve en un colegio, Altocastillo, en Jaén, y gracias a ellos reforcé mi fe. Después empecé la carrera de Derecho y me olvidé de todo. Tras aquellos años “de lío”, volví a la fe porque me di cuenta de que algo fallaba en mi vida. Siempre pienso en eso de “mire, compare y, si encuentra algo mejor, ¡cómprelo!”. Yo, al ver y comparar, he “comprado” lo que me interesa más. He tenido experiencia de fe y hablo con conocimiento de causa.
-Hay momentos en los que he ocultado mi fe en Dios, como san Pedro cuando canta el gallo, e incluso ¡más de tres veces! Yo lo hacía por un temor tonto, en realidad. No es que alardee de ser católico, pero siempre he luchado contra el hecho de tener que callarme. Las creencias religiosas de cada uno son un aspecto importante de la vida y no hay por qué ocultarlas.
-Incompatibles para muchos. Yo he sufrido esa intolerancia de manera tácita y expresa, hasta el punto de que he vivido el rechazo, y me consta que he perdido oportunidades por eso. En cierta ocasión, me preguntaron si me importaba que se me cerraran puertas por mis creencias religiosas y mi respuesta, casi sin pensarlo, fue que no me interesan las puertas que se cierran por esa causa. No las quiero tener abiertas porque hay muchas a las que llamar y yo puedo encargarme de buscarlas. En mi profesión se llega a hacer escarnio de quien tiene unas creencias religiosas. Me han llegado a decir: “Hay que ver, quién iba a pensarlo, ¡con lo bien que me caías!”
-¡Fue la bomba! No pertenezco a la Obra, pero gente cercana a mí, sí, por lo que me pidieron participar en el Simposium. No fue una decisión sencilla, pero la tomé como una forma de decir que no tengo miedo y que no pasa nada. Tuve que pagar un alto precio por participar en ello, pero lo he pagado gustoso. No ha servido para venirme abajo, como pretendían algunos, sino para reforzarme más en mi fe.
-Me resultó muy chocante que haya gente que defiende una serie de libertades y que, al mismo tiempo, ataque de forma activa a quienes piensan de un modo distinto. Me han atacado con llamadas de teléfono a horas intempestivas, con amenazas de muerte a través de Twitter...
En aquel momento me dejé vencer y cerré mi perfil de la red social, pero luego pensé que no tenía por qué cerrar mi cuenta ni someterme a amenaza alguna.
Me ha costado perdonar porque hicieron muchísimo daño, sobre todo, a mi familia. Me apoyé mucho en la fe para superar aquel momento y también me ayudó el apoyo de mucha gente en Twitter. Me llegaron testimonios, incluso de personas ateas, que aplaudían mi forma de actuar.
Yo intento ponerme en la piel del otro y me pregunto qué hay en mis creencias que genera esa animadversión, si lo único que intento es ser humilde y ayudar a los demás. Pero Twitter también me ha dado muchas alegrías. He ayudado a gente, tengo muchos amigos y he podido evangelizar en la Red.
-Con palabras y con obras. Soy de la opinión de que el movimiento se demuestra andando. Intento ayudar a mucha gente y, aquellos a quienes ayudo son conscientes de que lo hago fundamentalmente por mi fe. Por ejemplo, colaboro activamente con el síndrome de Down. Cada vez que puedo, intento sacar partido a mi poder de convocatoria en beneficio de los demás.
-Sí, les inculcamos una educación católica. Por las noches, siempre rezamos con ellas y están matriculadas en un colegio religioso. Además de rezar, intentamos darles ejemplo de cómo actuar. Por ejemplo, en cosas tan sencillas como evitar las peleas o en ayudar a algún niño un poco desplazado en el colegio.
- Para mí es imprescindible y fundamental. Cuando oigo ciertos comentarios referentes a la familia, a cómo los católicos entendemos la unidad familiar, y veo además qué poca importancia se le da y cómo se maltrata, cómo algunas personas se cargan la que tienen por un pronto… sé que fácil no es, pero las cosas que tienen valor, cuestan.
-Sí, es complicado. A veces se vienen mi mujer y mis hijas conmigo y cuando no, pasamos el día hablando por teléfono. Hemos asumido un poco la rutina, pero lo que llevo peor es tener la certeza de que a mis hijas les perjudica que su padre no esté en ciertos momentos.
-Relativamente bien. Yo llevaba toda mi vida luchando por ello y lo llevé bien porque tengo unos cimientos buenos. Pero a veces sucumbes al halago fácil y falso. Cuando lo ves desde fuera, te das cuenta de que no es verdad y de que no debes dejarte llevar.
-Muchas, fundamentalmente, dos. En lo material, porque ganas mucho dinero y tienes acceso a muchas cosas; y, a nivel psíquico, porque te puedes creer el rey del mundo. En ese momento de mi vida, había empezado mi retorno a la fe y eso me ayudó mucho. Había una semilla muy bien puesta que brotó en el momento justo.
-Si mi familia no me hubiera acompañado en los momentos de fracaso, hubiera vivido un completo infierno. Por eso no entiendo que haya gente que no solo no valora a la familia, sino que intenta cargársela con muchas artimañas. Mi familia me ayudó a base de cariño, sobre todo, mis hijas.
-Yo era un niño muy acomplejado y me moría de vergüenza cada vez que llegaba a un sitio donde no conocía a nadie. Me aprendí un chiste y, cuando empecé a contarlo, vi que hacía reír. Después descubrí la maravillosa sensación que produce lo que hago. Me cuesta ver a alguien pasando un mal rato, por eso, mi profesión es una manera maravillosa de echar una mano a los demás.
-¡Uf! (risa) Fue horroroso, lo ensayé mil veces. Pero mis padres me sorprendieron muy gratamente, como en otras mil ocasiones en las que me siguen sorprendiendo. Un día, le eché valor y se lo dije a mi padre.
Le pedí que por lo menos me permitiera probar si llevaba razón o no. Cuál fue mi sorpresa cuando llegué a casa y me encontré con unos libros de Stanislavski (un teórico de teatro) que me había comprado y que, además, le habían costado “una pasta”. Fue una demostración de amor por parte de mi padre y una forma de mostrarme su apoyo.
Tiempo después, al verme en una muestra de teatro clásico, mi padre reconoció que yo tenía razón. Los padres siempre quieren lo mejor para ti. Al fin y al cabo, mi padre es un hombre inteligente y se dio cuenta de que, ante todo, lo que hay que hacer es buscar la felicidad.
-Cuando haces cosas desinteresadas te lo agradecen, pero, en realidad, puede ser un ejercicio egoísta que produce muy buena sensación. En los espectáculos intento respetar cuestiones que, por ejemplo, a mí no me han respetado. Por eso, toco de soslayo la política y muy en líneas generales, para que ni de un lado ni de otro se ofendan. Por supuesto, tampoco hablo de religión. Considero que hay que ser más inteligente.
Soy muy normal y lo que cuento es lo que le pasa a cualquier persona corriente, para que el espectador se sienta identificado con lo que cuento.
-Muchísimo, pero ahora más que nunca. A veces cuesta mucho trabajo, pero hay que ejercitarlo para intentar ver lo mejor de las cosas. A lo mejor no hay mucho bueno pero hay que procurar ver lo menos malo.
Un libro: la Biblia.
Un cómico: Miguel Gila.
Un lugar: mi casa.
Una figura histórica: Jesucristo.
Un día para recordar: dos, cuando nacieron mis hijas; Susana, 11 años, y Victoria, 12 años.
Un trabajo que le haya marcado especialmente: 7 vidas. Algo que siempre lleva consigo: hasta hace dos días, llevaba al cuello una cruz tau, pero se me rompió el cordón. También llevo siempre una medalla de la Virgen del Camino, la patrona de León, de donde es mi padre.