Joséphine concibió desde muy niña una gran aversión a la religión. Cuando superó su rechazo total a entrar en una iglesia, Dios la estaba esperando... Lo cuenta ella misma en L'1visible:
Mi familia es judía por parte de padre y católica por parte de madre. Fui bautizada siendo bebé para agradar a mi abuela, pero eso no me impedía celebrar el Shabbat, la Pesaj y Hanukka, y al mismo tiempo ir a misa en Navidad y Pascua.
Un día, cuando tenía diez años, fui a misa a una pequeña iglesia rural bastante siniestra, una mañana muy temprano. El enorme crucifijo, cubierto de sangre, un poco roto, me traumatizó de verdad. ¡Me dio mucho miedo! Al salir de la iglesia, le dije a mis padres: "¡No quiero volver a oír hablar de religión! ¿Qué religión es ésta, de sufrimiento y de muerte?"
¡Mi rechazo fue absoluto! Jamás fui a catequesis y era imposible hacerme entrar en una iglesia, ni siquiera para un concierto. Tenía pesadillas en las que veía cruces en llamas. La religión era sinónimo de sufrimiento, de muerte. Dios era un padre cruel que hacía morir a su hijo...
Un día -tendría en torno a 16 años- pasé delante de una iglesia de mi barrio. Recuerdo haber pensado: "Tiene pinta de ser una iglesia bonita, debe haber dentro cuadros muy buenos. ¿Por qué no dar una vuelta para mirar?" Todo estaba en silencio, no había nadie. En una vidriera encima de la nave, estaba representada la crucifixión. Era mediodía, y un rayo de sol lo atravesó.
Vidriera de la iglesia de San Juan en Montmartre (París, obra de Léon Tournel e hijos, 1901). Foto: Wikipedia. Imagen de recurso.
Al ver esa crucifixión bañada en luz, fue como si en un instante comprendiese que no, que no todo se acababa en el sufrimiento y la muerte de Jesús. Detrás estaba la victoria sobre la muerte, la victoria del amor sobre el mal. Fue una iluminación.
Hubo una segunda ocasión en la cual la fe llegó a mi corazón. Vi en un mural un texto de las Bienaventuranzas: "Bienaventurados los pobres de espíritu, bienaventurados los mansos, bienaventurados los que lloran..." Ese texto me impactó. Se dirigía a los católicos, pero podía también dirigirse a los judíos, o en todo caso así lo experimenté yo. Hizo nacer en mi corazón el deseo de saber más.
Durante un mes, al salir de clase, acudí todos los días a esa iglesia, solo para estar allí, nada más cinco minutos. Un día vi que había un sacerdote. Fui a hablar con él, hice mi Primera Comunión y un año más tarde recibí la Confirmación.
Era muy discreta sobre mi fe, no hablaba de ello con nadie. Incluso sentía un poco de vergüenza. No había ni un católico en mi ambiente. No conseguía conciliar mi fe con mi vida cotidiana. Me hacía muchas preguntas existenciales. Me invadía una gran tristeza. Vivía sola, mis oraciones no eran escuchadas. El sufrimiento en el mundo se me hacía insoportable. Sentí cólera contra Dios. Empecé a autolesionarme, a hacerme cortes.
El sacerdote que me dirigía me recomendó la lectura de Historia de un alma, de Santa Teresa de Lisieux. Nada más leer dos páginas, me transformaron y viví mi segunda conversión. Descubrí un ángel de ternura y una joven valiente, clarividente, de luminosa teología, con su "caminito" de confianza y de amor. No hay que hacer cosas increíbles para ser santo. Se dice que cuando uno descubre a Teresa, ya no te abandona. Y a mí no me ha abandonado.